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Bos mugit, equus hinnit, asinus rudit, elephans barrit…
En el lado izquierdo del cuarto, los estudiantes menos avanzados canturreaban con monotonía, practicando formas verbales simples.
Odón llevaba el ritmo con la mano derecha, marcando las palabras. Mientras tanto su mirada recorría el aula vigilando el trabajo de sus otros estudiantes.
Ludovico y Ebbo se inclinaban juntos sobre uno de los salmos. Se suponía que debían estar memorizándolo, pero el ángulo en que se inclinaban sus cabezas mirándose entre sí indicaba que habían dejado de concentrarse en su trabajo. Sin dejar que su otra mano perdiera el compás, Odón golpeó con fuerza en la nuca a los muchachos con un largo puntero. Los dos gritaron y volvieron a inclinarse sobre las tablillas.
Cerca de ellos, Juan trabajaba en un capítulo de Donato. Era evidente que le estaba dando grandes dificultades. Leía lentamente formando con gestos de dolor cada vocal y consonante con los labios, deteniéndose para rascarse la cabeza intrigado por alguna palabra desconocida.
Sentada aparte de los otros (que no habrían querido tener nada que ver con ella), Juana trabajaba en la tarea que le había dado Odón: una glosa de la vida de san Antonio. Escribía rápido, con la pluma moviéndose sobre el pergamino con seguridad y precisión. No alzó la vista ni perdió concentración ni un solo instante. Su atención estaba toda dedicada a lo que hacía.
Odón dijo en tono cortante:
—Basta por hoy. Este grupo —señaló hacia los novicios— puede irse. El resto se quedará en sus asientos hasta que yo haya revisado su trabajo.
Los novicios se pusieron de pie y salieron tan rápido como lo permitía el decoro. Los otros dejaron sus plumas y miraron a Odón con la esperanza de ir pronto hacia los placeres de la tarde cálida.
Juana seguía inclinada sobre su trabajo.
Odón frunció el ceño. El celo de la niña lo había sorprendido. Le picaba la mano de deseos de emplear la vara con ella, pero hasta aquel momento no le había dado ocasión. Realmente parecía tener deseos de aprender.
Odón fue hasta su pupitre y se plantó junto a ella. Juana dejó de escribir, su expresión era de sorpresa y hasta…, ¿podía ser?, de pena por tener que dejar de trabajar.
—¿Me has llamado, señor? Perdona; estaba concentrada en mi trabajo y no te oí— dijo Juana con amabilidad.
«Hace bien su papel —pensó Odón—. Pero no me engaña». Simulaba respeto y sumisión cuando le hablaba, pero él leía la verdad en sus ojos. Por dentro, se burlaba de él y lo desafiaba. Y eso Odón no lo toleraría.
Se inclinó a examinar el trabajo, hojeando las hojas de pergamino en silencio.
—La letra —dijo—, no es lo bastante clara. Mira aquí… y aquí… —Clavaba en el pergamino un largo dedo blanco—. No redondeas lo suficiente las letras. ¿Qué explicación puedes dar para este trabajo tan sucio?
¡Trabajo sucio! Juana estaba indignada. Acababa de glosar diez páginas de texto, mucho más de lo que podría haber hecho cualquier otro estudiante en el doble de tiempo. Sus explicaciones eran correctas y completas; ni siquiera Odón trató de negarlo. Había visto brillar sus ojos cuando recorría el texto, por su elegante dominio del subjuntivo.
—¿Y bien? —insistió Odón.
Quería molestarla, hacerla responder con audacia. «Criatura arrogante antinatural». Sabía que ella se proponía violar el orden divino del universo usurpando la autoridad del hombre sobre la mujer. «Adelante —la desafiaba— Di lo que piensas». Si lo hacía, la tendría donde la quería tener.
Juana luchó por mantener bajo control sus emociones. Entendía lo que estaba buscando Odón. Pero por mucho que la provocara no le daría el gusto. No le daría un motivo para expulsarla de la escuela. Manteniendo un tono neutro respondió:
—No tengo excusas, señor.
—Muy bien —dijo Odón—. Como castigo por tu indolencia, copiarás el pasaje de Timoteo I, capítulo dos, versículos once y doce, veinticinco veces y con buena letra antes de irte.
Un oscuro rencor hervía dentro de Juana. ¡Hombre malvado, de mentalidad estrecha! ¡Cómo le gustaría decirle lo que pensaba de él!
—Sí, señor. —Mantuvo los ojos bajos para que Odón no pudiera leer sus pensamientos.
Odón quedó desilusionado. Pero sabía que la niña no podría mantener aquella actitud indefinidamente. Tarde o temprano (y pensarlo lo hacía sonreír) se rendiría. Cuando lo hiciera, él estaría esperando.
La dejó y fue a ver el trabajo de los otros estudiantes.
Juana suspiró y cogió la pluma. Timoteo I, capítulo dos, versículos once y doce. Lo conocía bien; no era la primera vez que Odón la obligaba a copiar aquel pasaje como castigo. Era una cita de san Pablo: «La mujer oiga la instrucción en silencio, con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe ni domine al hombre. Que se mantenga en silencio».
Llevaba la mitad de su tarea cuando sintió que algo no estaba como debía ser. Alzó la vista. Odón no estaba. Los chicos se agolpaban en la puerta, hablando. Aquello era extraño. Por lo general se alejaban del aula en cuanto la clase terminaba. Los miró intrigada. Juan estaba en el extremo del grupo escuchando. La miró y le sonrió agitando una mano.
Ella respondió con una sonrisa y volvió a su escritura. Pero un pequeño cosquilleo de alarma le erizaba los pelos de la nuca. ¿Estarían planeando algo? Con frecuencia le hacían bromas (que Odón no impedía en modo alguno) y aunque ella se había acorazado contra sus maldades, seguía temiéndolas.
Se apresuró a terminar las últimas líneas y se levantó para marcharse. Los chicos seguían en la puerta. Sabía que la estaban esperando. Levantó la barbilla en un gesto de valor. Fuera lo que fuera lo que estuvieran pensado, pasaría rápido y todo terminaría enseguida.
Su manto colgaba de un gancho de madera junto a la puerta. Sin hacer ningún caso de los chicos, lo cogió, se lo anudó cuidadosamente al cuello y se puso encima la capucha.
Algo pesado y húmedo le cayó sobre la cabeza. Inmediatamente tiró de la capucha, pero no podía quitársela. La humedad pegajosa seguía corriendo hacia abajo. Alzó una mano y la tocó; los dedos quedaron cubiertos de una sustancia espesa. «Goma arábiga» (un elemento común en las aulas y
scriptoria
), mezclada con vinagre y carbón, se usaba para fabricar tinta. Se limpió la mano en la capa, pero la goma no se despegaba. Desesperada, volvió a tirar de la capucha y gritó cuando sintió el dolor que le causaba en el pelo, que ya se había pegado a la tela.
Su grito provocó un estallido de risas de los chicos. Caminó rápidamente hacia la puerta. El grupo se apartó formando una fila a cada lado.
—
¡Lusus naturae!
—le gritaban: «Monstruo de la naturaleza».
En el centro de la fila vio a Juan. Se reía y gritaba insultos junto con los otros. Lo miró a los ojos: él se ruborizó y apartó la vista.
Siguió caminando. Demasiado tarde vio la tela azul cerca del suelo. Tropezó y cayó torpemente de lado. «Juan —pensó—. Él me ha hecho caer».
Se puso de pie haciendo una mueca por el dolor en las costillas. La repugnante goma le corría por la cara. Se la limpió tratando de que no le cubriera los ojos, pero no sirvió de nada. Se le metía viscosamente entre los párpados y le impedía ver con claridad.
Riéndose, los chicos la rodearon y la empujaron de un lado a otro, tratando de hacerla caer otra vez. Oyó la voz de Juan entre ellos gritando insultos. A través de la gruesa capa de goma que le cubría los ojos, el cuarto giraba en formas claras y oscuras que se alternaban. Ya no sabía dónde estaba la puerta.
Sintió el ardor de las lágrimas.
«Oh, no —pensó. Aquello era lo que ellos querían: hacerla llorar y pedir clemencia, manifestar debilidad para que pudieran confirmar su cobardía de mujer—. No lo tendrán. No se lo daré».
Se mantuvo erguida tratando de no llorar. Esta muestra de autodominio los soliviantó aún más y empezaron a golpearla con más fuerza. El chico mayor le dio un fuerte golpe en el cuello. La hizo tambalearse, ella se esforzó para no caer.
Una voz de hombre gritó a lo lejos. ¿Al fin había ido Odón a poner fin a aquello?
—¿Qué pasa aquí?
Reconoció la voz. Geroldo. Sonaba con un tono que nunca le había oído. Los chicos retrocedieron con tanta rapidez que estuvo a punto de caerse otra vez.
Pero el brazo de Geroldo ya la había cogido por el hombro, ayudándola a mantenerse en pie. Se apoyó en él, agradecida.
—Muy bien, Bernardo. —Geroldo se dirigía al chico más grande, el que le había pegado en el cuello—. ¿No fue la semana pasada cuando te vi en las prácticas con las armas tratando desesperadamente de alejarte de la espada de Eric, tanto que no pudiste dar un solo golpe? Y sin embargo ahora veo que no tienes dificultad en combatir cuando tu oponente es una niña indefensa.
Bernardo tartamudeó una explicación, pero Geroldo lo cortó.
—Se lo dirás al obispo. Te mandará a llamar cuando se entere de esto. Cosa que hará hoy mismo.
El silencio se hizo absoluto. Geroldo cogió en brazos a Juana, que sintió con cierta sorpresa la fuerza de sus brazos y espalda. Era tan alto y delgado que ella no había creído que fuera tan fuerte. Apartó la cabeza para que la goma que la cubría no le manchara la túnica.
A medio camino hacia el caballo, Geroldo se volvió.
—Una cosa más. Por lo que he visto, ella es más valiente que cualquiera de vosotros. Sí, y más lista también, aunque sea una niña.
Juana sintió que le brotaban las lágrimas. Nadie había hablado en su favor de aquel modo, salvo Esculapio. Geroldo era… diferente.
El capullo de rosa crece en la oscuridad. No sabe nada del sol, pero empuja la oscuridad que lo limita hasta que al fin los muros ceden y la rosa estalla, abriendo sus pétalos a la luz.
«Le amo».
El pensamiento fue tan súbito como sorprendente. ¿Qué podía significar? No podía estar enamorada de Geroldo. Era un noble, un gran señor, y ella era la hija de un simple canónigo. Era un hombre maduro de veinticinco inviernos y Juana sabía que la consideraba una niña, aunque en realidad tenía casi trece años y pronto sería una mujer.
Además, él tenía esposa.
La mente de Juana era un torbellino de emociones confusas.
Geroldo la puso sobre el caballo y montó detrás. Los chicos seguían en un grupo compacto junto a la puerta, sin atreverse a hablar. Juana se dejó envolver por los brazos de Geroldo y sintió su fuerza.
—Y ahora —dijo Geroldo espoleando el caballo hasta un medio galope—, te llevaré a casa.
El conde Geroldo,
grafio vir illuster
de aquel lejano rincón del noreste del imperio, espoleó al alazán al acercarse a la colina sobre la que se alzaba su mansión. El caballo respondió con vigor, sintiendo la proximidad de la cálida cuadra y de un montón de paja fresca. A su lado, el caballo que transportaba a Osdag, el sirviente de Geroldo, también aceleró el paso aunque el peso del ciervo atado a la grupa lo dejó retrasado.
Había sido una buena jornada de caza. Contrariando la costumbre de salir en partidas de seis hombres o más, Geroldo había tenido el capricho de salir con Osdag y dos o tres sabuesos como única compañía. Y habían tenido suerte; casi inmediatamente encontraron el rastro de un ciervo, que Osdag recogió con su cuerno de caza y examinó con ojo experto.
—Un ciervo —dijo—, y grande.
Lo siguieron durante casi una hora hasta verlo en un pequeño claro. Geroldo se llevó el silbato de marfil a los labios y sopló una serie de notas suaves, sin modulación, que lanzaron a los sabuesos a la cacería. No había sido fácil acorralar el animal con sólo dos hombres y dos perros, pero lo habían hecho al fin y Geroldo lo había matado de una rápida lanzada. Como Osdag había predicho, era un animal grande; con el invierno tan próximo, sería un complemento bien recibido en la despensa de Villaris.
Un poco más adelante, Geroldo pudo ver a Juana sentada en la hierba, con las piernas cruzadas. Envió a Osdag a la cuadra y se dirigió hacia ella. Durante el último año se había encariñado mucho de la niña. Era una personita extraña, eso nadie lo negaba: demasiado solitaria, demasiado solemne para sus años, pero con buen corazón y una inteligencia despierta que a Geroldo le atraía mucho.
Una vez cerca del sitio donde Juana se encontraba sentada, quieta como un relieve de la puerta de la catedral, desmontó y dejó que el caballo se adelantara solo. Juana estaba tan abstraída que el animal llegó a pocos metros de ella sin que se diera cuenta. Entonces se puso de pie, ruborizándose. A Geroldo le divertía. La niña era incapaz de disimular, rasgo que a él le resultaba encantador, por ser tan diferente de… lo que tenía costumbre de ver. Era imposible no ver su infantil enamoramiento de él.
—Estabas muy concentrada en tus pensamientos —le dijo.
—Sí. —Ella fue a admirar el caballo—. ¿Se portó bien?
—Perfectamente. Es un gran animal.
—Oh, sí.
La niña acarició su crin reluciente. Tenía un gran aprecio por los caballos, quizá por haber crecido sin ellos. Por lo que Geroldo había podido averiguar, su familia había vivido con tanta pobreza como los colonos, aunque su padre era un canónigo de la Iglesia.
El caballo le rozó una oreja con el hocico y ella rió alegremente. Una chica atractiva, pensó Geroldo, aunque nunca sería una belleza. Sus ojos grandes e inteligentes estaban hundidos en la cara y la barbilla dura y los hombros anchos le daban un aire varonil, realzado por el cabello corto, de un rubio casi blanco, que enmarcaba la cara con rizos y apenas si le cubría las orejas. Después de aquel episodio en la escuela se habían visto obligados a cortarle el cabello muy corto; no había habido otro modo de eliminar la goma arábiga pegada a cada mechón.
—¿En qué estabas pensando?
—Oh. Sólo en algo que pasó hoy en la escuela.
—Cuéntame.
Ella le miró.
—¿Es cierto que los cachorros del lobo blanco nacen muertos?
—¿Qué? —Geroldo estaba acostumbrado a las preguntas extrañas, pero aquélla era más extraña de lo habitual.
—Juan y los otros chicos estaban hablando. Habrá una cacería del lobo blanco, el del bosque de Annapes.
—Lo sé —asintió Geroldo—. Es una hembra, y muy feroz; caza sola lejos de la manada y no conoce el miedo. El invierno pasado atacó a un grupo de viajeros y se llevó a una criatura sin que nadie pudiera detenerla. Dicen que ahora está preñada… Supongo que se propondrán cazarla antes de que dé a luz.