La Papisa (23 page)

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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: La Papisa
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—¿Quince días? —dijo Juana— ¡Os lo ruego, eminencia, dadme quince días! —Aunque había decidido ser fuerte, no pudo impedir que le brotara un sollozo.

Fulgencio era un hombre débil, tenía muchas faltas, pero no el corazón duro. Sus ojos se suavizaron con simpatía mientras se inclinaba a acariciar el rubio cabello de Juana.

—Niña, no puedo evitarlo. Debes resignarte a tu suerte, que después de todo es la suerte natural de una mujer. —Se inclinó más y susurró—: He preguntado por el joven que será tu marido. Es un buen chico; tu suerte no será difícil de sobrellevar.

Hizo un gesto a los guardias que apartaron las manos de Juana de las riendas y la llevaron de vuelta hacia la gente. Se abrió un camino para ella. Cuando pasaba entre los aldeanos oía murmurar y reírse. Al fondo vio a Juan. Fue hacia él, pero Juan la rechazó.

—¡Fuera de aquí! —le gritó—. ¡Te odio!

—¿Por qué? ¿Qué he hecho?

—¡Bien sabes lo que has hecho!

—¿Qué, Juan? ¿Qué es lo que pasa?

—¡Tengo que irme de Dorstadt! —gritó él— ¡Por tu culpa!

—No te entiendo.

—Odón me dijo: «Éste no es tu lugar. —Imitaba la entonación nasal del maestro—. Sólo te permitíamos estar aquí por tu hermana».

Juana se sintió abrumada. Tanta preocupación le había causado su propio problema que no había pensado en las consecuencias que podría tener para Juan. Era un mal estudiante; sólo consentían en retenerlo por su parentesco con ella.

—Esta boda no es una elección mía, Juan.

—¡Siempre me has estropeado las cosas y ahora vuelves a hacerlo!

—¿No oíste lo que le dije al obispo hace un momento?

—¡No me interesa! Es culpa tuya. ¡Siempre todo ha sido culpa tuya!

Juana estaba intrigada.

—Tú odias los libros. ¿Por qué te preocupa que te expulsen de la escuela?

—No lo entiendes. —Miraba por encima del hombro de su hermana—. Nunca lo has entendido.

Juana se volvió y vio que los chicos de la escuela estaban reunidos mirándolos. Uno de ellos los señaló y les susurró algo a los otros, que ahogaron las risas.

«Así que ya lo saben», pensó Juana. Por supuesto. Odón no tendría contemplaciones con los sentimientos de Juan. Miró a su hermano con simpatía. Para él debía de ser difícil, casi insoportable, tener que separarse de sus amigos por su causa. Con frecuencia se había unido a ellos contra ella, pero Juana entendía el porqué. Él sólo había querido ser aceptado.

—Todo saldrá bien, Juan —dijo tranquilizándolo—. Ahora eres libre de volver a casa.

—¿Libre? —Juan soltó una risa ronca—. ¡Libre como un monje!

—¿Qué quieres decir?

—¡Entraré en el monasterio de Fulda! Padre mandó instrucciones al obispo cuando llegamos. Si yo fallaba en la escuela debía unirme a la hermandad de Fulda.

Éste era el motivo por el que Juan estaba tan furioso. Una vez en el monasterio no podría salir. Y entonces nunca podría ser un soldado, ni cabalgar entre las tropas del ejército del emperador como había soñado.

—Todavía puede haber una salida —dijo Juana—. Podemos volver a pedirle al obispo. Quizá si se lo pedimos los dos…

Su hermano la miraba con ojos centelleantes y retorciendo los labios como si buscara las palabras que pudieran expresar lo que sentía.

—Ojalá… ¡nunca hubieras nacido!

Se volvió y salió corriendo.

Desalentada, Juana echó a andar hacia Villaris.

Se sentó a la orilla del arroyo donde ella y Geroldo se habían abrazado hacía sólo unas pocas semanas. Una eternidad había pasado desde entonces. Miró el sol: faltaba sólo una hora, o dos, para la sexta. Al día siguiente, a esa hora, estaría casada con el hijo del herrero. «Salvo que…»

Fijó la vista en la línea de árboles que señalaban la linde del bosque. Los bosques que rodeaban Dorstadt eran densos e interminables; una persona podía esconderse en ellos durante días, y semanas también, sin que la descubrieran.

Geroldo volvería dentro de quince días o algo más. ¿Podría sobrevivir ella hasta entonces?

El bosque era peligroso: había osos, uros y… lobos. Recordaba la violencia salvaje de la madre de
Luc
cuando embestía contra los barrotes de la jaula, con los dientes afilados brillando a la luz de la luna.

«Llevaré a
Luc
conmigo —pensó—. Él me protegerá y además me ayudará a cazar para comer». El lobato ya era un consumado cazador de conejos y otras presas pequeñas que abundaban en aquella época del año.

Recordó a Juan. ¿Qué sería de su hermano? No podía huir sin decirle lo que haría.

«¡Él puede venir conmigo! ¡Por supuesto!». Era la solución al problema de ambos. Se esconderían juntos en el bosque y esperarían el regreso de Geroldo. Éste lo pondría todo en orden, no sólo para ella sino para su hermano también.

Debía comunicarse con Juan. Le diría que se reuniera con ella aquella noche en el bosque y que llevara la lanza, el arco y las flechas.

Era un plan desesperado. Pero ella estaba desesperada.

Encontró a Duoda en el dormitorio. Tenía sólo diez años, pero era una chica grande, bien desarrollada para su edad. El parecido con su hermana Gisla era inconfundible. Saludó a Juana excitada.

—¡Acabo de enterarme! ¡Mañana es tu boda!

—No si puedo impedirlo —respondió Juana con rudeza.

Duoda quedó sorprendida. Gisla había estado tan ansiosa por casarse…

—¿Es viejo? —Su rostro se encendió con un horror infantil—. ¿No tiene dientes? ¿Está enfermo?

—No —Juana tuvo que sonreír—. Es joven y guapo según me han dicho.

—Entonces por qué…

—No hay tiempo para explicaciones, Duoda —dijo Juana con impaciencia—. He venido a pedirte un favor. ¿Puedes guardar un secreto?

—¡Oh, sí! —La niña se inclinó hacia delante, interesada.

Juana sacó un trozo de pergamino enrollado de su cartera.

—Esta carta es para mi hermano Juan. Llévasela a la escuela. Iría yo misma, pero me esperan en la sala para probarme una nueva túnica para la boda. ¿Lo harías por mí?

Duoda miraba el pergamino. Igual que su madre y su hermana, no sabía leer.

—¿Qué dice?

—No puedo decírtelo, Duoda. Pero es importante, muy importante.

—¡Un mensaje secreto! —Sonreía de entusiasmo.

—La escuela está a tres kilómetros. Puedes ir y volver en una hora, si te das prisa.

Duoda cogió el pergamino.

—¡Volveré antes!

Duoda atravesó corriendo el patio principal, esquivando a los criados y artesanos que siempre llenaban el lugar a aquella hora del día. La animaba la emoción de la aventura. Sentía la fría textura del pergamino en su mano y lamentaba no saber qué decía. La capacidad de Juana de leer y escribir la maravillaba.

Aquella tarea misteriosa la aliviaba del aburrimiento de su rutina diaria en Villaris. Además, le gustaba poder ayudar a Juana, que siempre era buena con ella; tenía tiempo para explicarle toda clase de cosas interesantes… No como mamá, que tan a menudo estaba impaciente y enfadada.

Estaba llegando a la empalizada cuando oyó un grito.

—¡Duoda!

Era la voz de mamá. La niña siguió adelante como si no hubiera oído, pero el portero la cogió por un brazo y la obligó a esperar.

Se volvió hacia su madre.

—¡Duoda! ¿Adónde vas?

—A ningún sitio. —Puso el pergamino a la espalda.

Richild captó el movimiento y apareció en su rostro un gesto de suspicacia.

—¿Qué es eso?

—N… nada —tartamudeó la niña.

—Dámelo. —Richild extendió una mano imperiosamente.

Duoda vaciló. Si le daba a su madre el pergamino, traicionaría el secreto que le había confiado Juana. Si se resistía…

Su madre la miraba con severidad y en sus ojos oscuros crecía la ira.

Mirando aquellos ojos, Duoda comprendió que no tenía alternativa.

Por ser la noche anterior a la boda, Richild había insistido en que Juana durmiera en el pequeño cuarto de guardia contiguo a su propia cámara, un privilegio por lo general reservado sólo a niños enfermos o a los sirvientes favoritos. Era un honor especial concedido a la novia, dijo Richild, pero Juana estaba segura de que simplemente quería tenerla vigilada de cerca. No importaba. Una vez que Richild se durmiera, podría escaparse de aquel cuarto con tanta facilidad como lo habría hecho de su dormitorio.

Ermentrude, una de las criadas, entró en el cuarto con una copa de madera llena de vino especiado.

—Lo envía la señora Richild —dijo— Para honraros en esta noche.

—No lo quiero —dijo Juana despidiéndola con un gesto. No aceptaría favores del enemigo.

—Pero la señora Richild dijo que me quedara con vos hasta que lo bebierais, y que después le llevara la copa.

Ermentrude quería cumplir estrictamente todas las órdenes. Tenía sólo doce años y era nueva en el servicio de la casa.

—Tómalo tú entonces —dijo Juana con irritación—. O tira el vino. Richild nunca se enterará.

Ermentrude sonrió. La idea no se le había ocurrido.

—Sí, señora. Gracias, señora. —Se volvió para marcharse.

—Un momento —la llamó Juana, reconsiderando el asunto.

El vino en la copa parecía sabroso y espeso, y la luz de las velas le arrancaba brillos rojizos. Si se proponía sobrevivir quince días en el bosque necesitaría todo el sustento que pudiera conseguir. No podía permitirse tontos gestos de orgullo. Cogió la copa y bebió el vino caliente. Le dejó un extraño gusto ácido. Se secó los labios con la manga y le devolvió la copa a Ermentrude, que se marchó deprisa.

Juana sopló la vela y se tendió en la cama a oscuras, esperando. El colchón de plumas la envolvía con una suavidad desconocida; estaba habituada a la paja de su cama en el dormitorio del piso alto. Habría preferido que Richild la dejara dormir en su propia cama, junto a Duoda. No la había visto desde que le había dado el mensaje porque Richild la había enclaustrado en sus aposentos toda la tarde mientras las criadas se atareaban cosiéndole el vestido de boda y reuniendo los elementos que se llevaría como dote.

¿Le habría dado Duoda el mensaje a Juan? No tenía modo de asegurarse. Esperaría a Juan en el claro; si no aparecía, ella y
Luc
se irían solos.

En el cuarto contiguo oyó la respiración lenta y profunda de Richild. Esperó otro cuarto de hora para asegurarse de que Richild dormía. Salió en silencio de debajo de las mantas.

Fue a la puerta del cuarto de Richild. La vio inmóvil, respirando regularmente. Palpando la pared para guiarse, salió.

Y en cuanto salió, los ojos de Richild se abrieron.

Juana atravesó en silencio los salones hasta llegar al patio. Aspiró con fuerza porque se sentía un tanto mareada.

Todo estaba inmóvil y en silencio. Un solo guardián estaba sentado con la espalda apoyada en el muro cerca de la puerta, la cabeza caída sobre el pecho, roncando. La sombra de Juana se extendía sobre la tierra iluminada por la luna, grotescamente alargada. Alzó una mano y un gesto gigantesco repitió el suyo, como si le hiciera burla.

Silbó suavemente para llamar a
Luc
. El guardia se movió en sueños.
Luc
no aparecía. Deslizándose por las sombras, Juana fue hacia el rincón donde solía dormir el lobo; no quería correr el riesgo de despertar al guardia haciendo más ruido.

De pronto, el suelo empezó a deslizarse bajo sus pies. Sintió que se mareaba y tuvo que cogerse de un poste para no caer. «Benedícite. No puedo ponerme enferma ahora».

Luchando contra el mareo, atravesó el patio. En el rincón más lejano vio a
Luc
. El lobato estaba tendido de costado, los ojos opalinos miraban ciegamente la noche, la lengua colgaba de la boca. Juana se inclinó para tocarlo y sintió la frialdad de su cuerpo bajo la piel suave. Ahogó una exclamación y dio un paso atrás. Su mirada cayó sobre un trozo de carne a medio comer en el suelo. La observó sin salir de su aturdimiento. Una mosca se posó en la mancha húmeda que rodeaba la carne. Se quedó un momento allí, bebiendo, remontó el vuelo y recorrió un círculo irregular antes de caer bruscamente. No volvió a moverse.

Juana sentía un fuerte zumbido en los oídos. El aire parecía ondular a su alrededor. Dio un paso atrás disponiéndose a correr, pero otra vez el suelo pareció moverse y de pronto se alzó yendo a su encuentro.

No sintió los brazos que la levantaban de donde había caído y la llevaban hacia el interior.

El traqueteo de las ruedas llevaba melancólicamente el compás que marcaban los cascos de los caballos a medida que el carro se sacudía sobre el camino hacia la catedral, llevando a Juana hacia su misa de esponsales.

Cuando la habían arrancado de la cama aquella mañana, estaba demasiado aturdida para saber qué había pasado. Dejó que las criadas le pusieran el vestido de novia y la peinaran.

Pero los efectos de la droga estaban pasando y Juana empezaba a recordar. «Fue el vino —pensó—. Richild le puso algo al vino». Pensó en
Luc
tendido frío en la noche. Un nudo le cerró la garganta. Había muerto lejos de ella; sólo esperaba que no hubiera sufrido mucho. A Richild le debía de haber dado placer envenenar su carne; siempre lo había odiado por sentir que representaba un lazo entre Geroldo y Juana.

Richild iba en el carro delante de ella. Estaba magníficamente vestida con una túnica de seda azul y llevaba el pelo negro recogido en un peinado elegante y asegurado con una diadema de plata con esmeraldas. Era hermosa.

En su estado de semiinconsciencia, Juana se preguntaba: «¿Por qué no me mató a mí también?».

Inmóvil en el carro que la acercaba cada vez más a la catedral, enferma en cuerpo y alma, sin Geroldo y sin modo de escapar, Juana quería estar lejos.

Las ruedas empezaron a hacer un gran ruido al girar sobre el empedrado del patio de la catedral y los caballos se detuvieron. De inmediato aparecieron a los lados dos criados de Richild que con fingida cortesía ayudaron a Juana a bajar.

Había una gran multitud reunida en la puerta de la catedral. Era el día de los Primeros Mártires, una solemne festividad religiosa, además de la misa de esponsales de Juana, y toda la población se había presentado.

En la primera fila distinguió a un muchacho alto, tosco y de huesos grandes que estaba con gesto desmañado entre sus padres. El hijo del herrero. Notó su expresión malhumorada y la inclinación desdeñosa de la cabeza. «No me quiere a mí por esposa más de lo que yo lo quiero a él. ¿Y por qué habría de ser de otro modo?».

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