La confesión funcionó como ella había calculado; poco a poco, la pasión desatada por la desesperación retrocedió, dejando a Sergio vacío y exhausto, pero ya fuera de peligro.
A continuación venía la parte difícil, la pena que debía preceder al perdón de los pecados. Sergio esperaría que su pena fuera dura, por ejemplo una mortificación pública en las escalinatas de San Pedro. Pero un acto así sólo serviría para debilitar a Sergio y al papado a los ojos de Lotario, cosa que debía impedirse a cualquier precio. Y al mismo tiempo la pena que Juana le impusiera no debía ser demasiado ligera, o Sergio la rechazaría.
Tuvo una idea.
—En gesto de arrepentimiento —dijo— os abstendréis de vino y carne de animales cuadrúpedos desde este día hasta la hora de vuestra muerte.
Los ayunos eran una forma habitual de penitencia, pero en general duraban sólo unos pocos días y como máximo un año. Una vida entera de ayuno era un castigo severo… especialmente para Sergio. Y la penitencia tendría un beneficio extra, que sería el de proteger al papa de sus peores instintos.
Sergio inclinó la cabeza en señal de conformidad.
—Reza conmigo, Juan.
Ella se arrodilló a su lado. En muchos aspectos, el papa era como un niño: débil, impulsivo, dependiente, exigente. Pero ella sabía que era capaz de hacer el bien. Y en aquel momento era lo único que se interponía entre Anastasio y el trono de san Pedro.
Al final de la plegaria se puso de pie. Sergio le cogió la mano.
—No te vayas —dijo—. No puedo estar solo.
Juana le cubrió la mano con la suya.
—No os dejaré —prometió solemnemente.
Al atravesar el portal en ruinas del templo de Vesta, Geroldo pudo ver, con decepción, que Juana no había llegado aún. «No importa —se dijo—, aún es temprano». Se sentó a esperar con la espalda apoyada en una de las delgadas columnas de granito.
Como la mayoría de los monumentos paganos de Roma, el templo había sido despojado de sus metales preciosos; las losetas doradas que habían adornado el encofrado de la cúpula ya no estaban, así como los bajorrelieves dorados que adornaban el frontón del vestíbulo. Los nichos alineados en las paredes estaban vacíos: las estatuas de mármol las habían llevado a los hornos de cal para obtener material de construcción con el que levantar las paredes de las iglesias cristianas. Pero, curiosamente, la figura de la diosa misma sobrevivía en su trono bajo la cúpula. Tenía una de las manos rota y los pliegues de la túnica estaban roídos por el tiempo y los elementos, pero la estatua conservaba un notable poder y gracia en sus formas, prueba de la habilidad de los escultores paganos.
Vesta, antigua diosa del hogar. Representaba todo lo que era Juana para él: la vida, el amor, la renovación de la esperanza. Aspiró la húmeda suavidad de la mañana: hacía años que no se sentía tan bien. Últimamente había estado deprimido, cansado de la vieja e inmutable rutina de la vida. Se había resignado, diciéndose que era el resultado inevitable de sus años porque se acercaba a los cuarenta y tres, la edad de un anciano.
Ahora comprendía qué equivocado había estado. Lejos de estar cansado de la vida, tenía ganas de vivir. Se sentía joven, despierto, vital, como si hubiera bebido del fabuloso cáliz de Cristo. El resto de su vida se extendía delante iluminado por las promesas. Se casaría con Juana, se irían a Benevento y vivirían juntos en paz y amor. Incluso podrían tener hijos… No era demasiado tarde. Por el modo en que se sentía en aquel momento, todo era posible.
Se puso de pie cuando la vio entrar por el portal, con la túnica revoloteando contra sus piernas. Tenía las mejillas rosadas por la marcha rápida; el cabello rizado, muy rubio, le enmarcaba la cara, acentuando los ojos verdigrises, ojos que lo atraían como estanques de luz en un santuario oscuro. Se preguntó cómo había podido hacerse pasar por hombre. A sus ojos era muy femenina y totalmente deseable.
—Juana. —La palabra era en parte un nombre, en parte una súplica.
Juana mantuvo una cauta distancia entre ambos. Sabía que si caía una sola vez en brazos de Geroldo, toda su resolución desaparecería.
—He traído un caballo para ti —dijo Geroldo—. Si partimos ahora, estaremos en Benevento en tres días.
Ella aspiró con fuerza.
—No iré contigo.
—¿No irás? —preguntó Geroldo.
—No puedo dejar a Sergio.
Durante unos momentos, Geroldo quedó demasiado sorprendido para decir nada.
—¿Por qué no? —preguntó al fin.
—Sergio me necesita. Es… débil.
—Es el papa de Roma, Juana, no un niño que necesite mimos.
—No lo mimo; lo curo. Los médicos de la sociedad no tienen conocimiento de la enfermedad que sufre.
—Sobrevivió bastante bien antes de que tú llegaras a Roma.
Era una broma inofensiva, pero a ella le dolió.
—Si me marcho ahora, Sergio beberá hasta matarse en menos de seis meses.
—Entonces déjalo —respondió Geroldo con dureza—. ¿Qué tiene que ver eso con nosotros dos?
Sus palabras la sorprendieron.
—¿Cómo puedes decir una cosa así?
—Dios santo, ¿no nos hemos sacrificado ya bastante? Dejamos atrás la primavera de nuestras vidas. ¡No desaprovechemos el tiempo que nos queda!
Ella se volvió para que él no viera cuánto la afectaban sus palabras. Geroldo la cogió por la muñeca.
—Te amo, Juana. Ven conmigo, ahora, mientras tengamos tiempo.
El contacto de su mano debilitaba su carne y arrancaba chispas de deseo. Tuvo el impulso de abrazarlo, de sentir sus labios en los de él. Avergonzada por aquellos sentimientos débiles y vergonzosos se enfadó de pronto, sin razón alguna, con Geroldo por haberlos despertado.
—¿Qué esperabas? —exclamó—. ¿Que me escapara contigo en cuanto me lo mandaras? —Dejó que la ira subiera en su interior como una ola para que acallara sus demás emociones, más peligrosas—. Aquí tengo una vida y una buena vida. Tengo independencia y respeto, y oportunidades que nunca tuve como mujer. ¿Por qué iba a abandonarlo todo? ¿Para pasar el resto de mis días confinada en una casa, cocinando y bordando?
Geroldo dijo en voz baja:
—Si fuera eso todo lo que yo quiero en una esposa, me habría casado hace mucho tiempo.
—¡Hazlo, entonces! —respondió Juana acalorada— ¡No te detendré!
En el gesto de Geroldo apareció una nota de desconcierto. Preguntó bajando la voz:
—Juana, ¿qué ha pasado? ¿Cuál es el problema?
—No hay ningún problema. He cambiado, eso es todo. Ya no soy la niña enamorada e ingenua que conociste en Dorstadt. Ahora soy mi propio amo. Y no renunciaré a eso… ni por ti, ni por ningún hombre.
—¿Te he pedido que renuncies? —le preguntó Geroldo en tono razonable.
Pero Juana no quería oír sus razones. La cercanía de Geroldo y su fuerte atracción física eran un tormento para ella, una serpiente que se le enroscaba en el cuerpo, estrangulándola. Trató con todas sus fuerzas de quitársela de encima.
—No puedes aceptarlo, ¿eh? El hecho de que no esté dispuesta a renunciar a mi vida por ti. De que soy la única mujer inmune a tus encantos.
Había tratado de herirlo y lo había logrado.
Geroldo la miraba como si viera algo nuevo escrito en su rostro.
—Creí que me querías —dijo con tono serio—. Veo que estaba equivocado. Perdóname; no volveré a molestarte. —Fue al portal, vaciló, y volvió sobre sus pasos—. Esto significa que nunca volveremos a vernos. ¿Es realmente lo que quieres?
«¡No! —quería gritar Juana— ¡No es lo que quiero! ¡No es lo que quiero en absoluto!». Pero otra parte de su ser lo rechazaba.
—Sí, es lo que quiero —dijo. Su voz le sonaba a ella misma curiosamente distante.
Una palabra más de amor o necesidad de él y Juana se habría derrumbado y habría corrido a sus brazos. Pero Geroldo dio media vuelta bruscamente y atravesó el portal. Ella oyó sus pasos en la escalinata del templo.
En un momento se habría ido para siempre.
El corazón de Juana se agitaba como una copa llena hasta el borde. Y de pronto la copa se inclinó y las emociones que la llenaban se derramaron. Corrió a la puerta.
—¡Geroldo! —gritó— ¡Espera!
El ruido de los cascos contra las piedras ahogó su grito. Geroldo galopaba hacia la calle. Un segundo después, daba la vuelta y desaparecía de su vista.
El verano romano irrumpió con fuerza. El sol golpeaba de forma inmisericorde; a mediodía el empedrado de las calles estaba tan caliente que podía hacer ampollas en los pies. El hedor del estiércol y la basura pudriéndose, intensificado por el calor, subía por el aire inmóvil y quedaba suspendido sobre la ciudad como un sudario asfixiante. Entre los pobres que vivían en húmedas chozas en las orillas bajas del Tíber, las fiebres malignas causaban estragos.
Por temor al contagio, Lotario y su ejército abandonaron la ciudad. Los romanos se alegraron de su partida porque mantener a tantos invitados había reducido al mínimo sus recursos.
Sergio fue aclamado como un héroe. La adulación del pueblo lo ayudó a suavizar su pena por la muerte de Benedicto. Movido por la energía que le daba su salud recuperada (debida en buena medida a la dieta espartana que le había impuesto Juana como penitencia), Sergio era otro hombre. Fiel a su promesa, empezó a reconstruir el Orfanato. Se reforzaron las paredes medio derrumbadas, se renovó el tejado. Se quitaron las losas de mármol travertino del templo de Minerva y se usaron para el suelo del salón principal. Se construyó una nueva capilla que se dedicó a san Esteban.
Mientras que antes Sergio estaba siempre demasiado cansado o enfermo para oficiar la misa, ahora celebraba el servicio sagrado todas las mañanas. Además, se le solía encontrar rezando en su capilla privada. Se entregaba a la fe con el mismo fervor con que antes había perseguido los placeres de la mesa porque no era hombre de hacer las cosas a medias.
Dos años de inviernos benignos y de cosechas abundantes resultaron muy favorables. Hasta las legiones de pobres que atestaban las calles de la ciudad parecían un poco menos pobres, en tanto los bolsillos de sus hermanos más prósperos se abrían y las limosnas aumentaban. Los romanos ofrecían plegarias de acción de gracias en los altares de sus iglesias, satisfechos con su ciudad y con su papa.
No sospechaban (¿y cómo habrían podido hacerlo?) la catástrofe que estaba a punto de abatirse sobre ellos.
Juana acompañaba a Sergio en una de las reuniones habituales con los príncipes de la ciudad cuando irrumpió un mensajero.
—¿Qué sucede? —preguntó Sergio con gesto preocupado.
—Santidad. —El mensajero se arrodilló—. Traigo de Siena un mensaje de la mayor importancia. Una gran flota de barcos sarracenos se ha hecho a la mar desde África. Vienen directos hacia Roma.
—¿Hacia Roma? —repitió con voz ahogada uno de los príncipes—. Seguramente es un error.
—No es un error —dijo el mensajero—. Los sarracenos estarán aquí dentro de quince días.
Hubo un silencio mientras todos los presentes asimilaban aquella noticia asombrosa. Al fin habló otro de los príncipes.
—Quizá sería conveniente transportar las sagradas reliquias a un sitio más seguro.
Se refería a los huesos del apóstol Pedro, las reliquias más sagradas de toda la cristiandad, que estaban alojados en la basílica de su nombre, fuera de la protección de los muros de la ciudad.
Romualdo, el más importante de los príncipes reunidos, echó atrás la cabeza y empezó a reír.
—¡No pensarás que los infieles atacarían San Pedro!
—¿Qué se lo impediría? —preguntó Juana.
—Pueden ser bárbaros, pero no son tontos —respondió Romualdo—. Saben que la mano de Dios los aniquilaría en el momento mismo en que pusieran un pie en la tumba sagrada.
—Ellos tienen su propia religión —señaló Juana—. No temen a nuestro Dios cristiano.
La sonrisa de Romualdo desapareció.
—¿Qué blasfemia pagana es ésa? —dijo.
Juana no dio marcha atrás.
—La basílica es un blanco seguro para el ataque, aunque no sea más que por los tesoros que contiene. Por seguridad deberíamos traer estos objetos sagrados y el sarcófago del santo dentro de los muros de la ciudad.
Sergio dudaba.
—Hemos tenido otras alarmas parecidas antes y no ha sucedido nada.
—Es cierto —dijo Romualdo, volviendo al tono burlón—, si fuéramos a asustarnos de cada avistamiento de un barco sarraceno, los huesos sagrados estarían yendo y viniendo todo el tiempo como las lanzaderas en un telar.
El coro de risas provocadas por la broma fue cortado al instante por un gesto de desaprobación del papa, que dijo:
—Dios defenderá a los suyos. El apóstol sagrado seguirá donde está.
—Al menos —propuso Juana— enviemos un mensaje a los pueblos vecinos pidiendo hombres para ayudar a defender la ciudad.
—Es época de poda —dijo Sergio—. Se requiere a todo hombre capaz de trabajar en los viñedos. No veo necesidad de poner en peligro la cosecha, de la que depende todo, cuando no hay un peligro inmediato.
—Pero, santidad…
Sergio la interrumpió.
—Confía en Dios, Juan Ánglico. No hay defensa más fuerte que la fe cristiana y la plegaria.
Juana inclinó la cabeza en señal de sumisión. Pero por dentro pensaba: «Cuando los sarracenos estén en las puertas, todas las plegarias del mundo no servirán ni la mitad de lo que serviría un batallón de buenos guerreros».
Geroldo y su compañía estaban acampados en las afueras de la ciudad de Benevento. Dentro de las tiendas, los hombres dormían profundamente después de una larga noche de juerga: un permiso que Geroldo les había concedido por la espléndida victoria del día anterior.
Hacía dos años que Geroldo mandaba los ejércitos del príncipe Siconulfo, en la campaña que éste llevaba adelante para asegurar su trono contra las ambiciones del pretendiente Radelchis. Geroldo era un jefe experimentado, que sabía enseñar a sus hombres a obedecer y a usar las armas y que sabía estimularlos para que dieran lo mejor de sí en el campo de batalla; bajo su mando, las tropas habían infligido una derrota tras otra a las fuerzas de Radelchis. La victoria del día anterior había sido tan completa que probablemente pondría fin para siempre a las ambiciones de Radelchis al trono de Benevento.
Aunque había apostados centinelas armados en todo el límite del campamento, Geroldo y sus hombres dormían con las espadas y los escudos al alcance de la mano. Geroldo no se permitía correr riesgos porque un enemigo podía ser peligroso aun después de la derrota. El calor de la venganza solía llevar a acciones feroces y desesperadas. Geroldo había oído hablar de muchos campamentos cogidos por sorpresa cuyos ocupantes habían sido asesinados antes de que tuvieran tiempo de despertarse.