La Papisa (48 page)

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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: La Papisa
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En aquel momento, sin embargo, tales ideas estaban lejos del espíritu de Geroldo. Yacía boca arriba con las manos cruzadas en la nuca y las piernas abiertas. A su lado, una mujer cubierta con su capa respiraba regularmente, con un sonido rítmico roto ocasionalmente por un ronquido.

A la luz del alba, Geroldo lamentaba la breve ráfaga de pasión que lo había hecho llevarla a su cama. Había habido otros encuentros fugaces como aquél en el curso de los años, cada uno menos satisfactorio y menos memorable que el anterior. Porque Geroldo seguía alentando en su corazón el recuerdo de un amor que nunca podría ser olvidado.

Sacudió la cabeza con impaciencia. Era inútil volver al pasado. Si Juana hubiera compartido sus sentimientos, no lo habría rechazado.

La mujer se giró hacia un lado. Geroldo le tocó el hombro y ella despertó abriendo sus bonitos ojos pardos que le dirigieron una mirada sin profundidad ni significado.

—Ya es de día —dijo Geroldo.

Cogió unas monedas de su saco y se las tendió.

Ella las hizo sonar y sonrió con alegría.

—¿He de venir esta noche, mi señor?

—No, no será necesario.

Ella pareció decepcionada.

—¿No te he gustado?

—Sí, sí, por supuesto. Pero nos iremos esta noche.

Más tarde la vio cruzar el prado; sus sandalias golpeaban la hierba seca produciendo un sonido sordo. Encima, el cielo nuboso adquiría un tono gris claro.

Pronto sería un nuevo día, otra vez.

Siconulfo y sus jefes ya estaban reunidos en el gran salón cuando entró Geroldo. Evitando las cortesías habituales, Siconulfo anunció bruscamente:

—Acabo de recibir un mensaje de Córcega. Setenta y tres barcos sarracenos han partido de la costa africana. Traen unos cinco mil hombres y doscientos caballos.

Siguió un silencio atónito. Era difícil imaginarse una flota tan grande. Eburis, uno de los
fideles
de Siconulfo, soltó un leve silbido.

—Sea lo que sea lo que pretenden, es algo más que una excursión pirata sobre nuestras costas.

—Su curso apunta a Roma —dijo Siconulfo.

—¡Roma! ¡No puede ser! —dijo otro de sus
fideles
.

—¡Absurdo! —exclamó un tercero—. Nunca se atreverían.

Geroldo apenas si los oía. Sus ideas corrían más deprisa.

—El papa Sergio necesitará nuestra ayuda —dijo.

Pero no era en Sergio en quien pensaba. Con un solo golpe, la noticia de la flota sarracena había borrado la amarga herida de hacía dos años. Sólo una cosa importaba: ir adonde estaba Juana y hacer todo lo que estuviera en su poder para protegerla.

—¿Qué sugieres, Geroldo? —preguntó Siconulfo.

—Mi príncipe, déjame llevar nuestras tropas a defender Roma.

Siconulfo hizo un gesto de duda.

—Supongo que la Ciudad Santa tendrá sus propios defensores.

—Sólo la familia
Sancti Petri
, una milicia papal que es un grupo pequeño e indisciplinado. Caerán como el trigo de verano ante las hoces sarracenas.

—¿Y la Muralla Aureliana? Los sarracenos no podrán atravesarla.

—La muralla parece fuerte —admitió Geroldo—, pero varias de sus puertas están mal protegidas. No soportarán un asedio sostenido. Y la tumba de san Pedro está enteramente desprotegida porque se encuentra fuera de sus muros.

Siconulfo lo pensó. No le agradaba comprometer a sus tropas en una causa que no fuera la suya propia. Pero era un príncipe cristiano, con el debido respeto por la Ciudad Santa y sus lugares sagrados. La idea de unos bárbaros infieles desvalijando la tumba del apóstol era desoladora. Además, se le ocurrió que podía haber algún beneficio personal en mandar hombres a la defensa de Roma. El papa Sergio podía recompensarlo con uno de los ricos territorios papales que bordeaban las tierras de Siconulfo. De modo que le dijo a Geroldo:

—Puedes contar con tres divisiones. ¿Cuánto tiempo necesitarás para preparar la marcha?

—Las tropas están endurecidas por las batallas y listas. Podemos salir de inmediato. Si el tiempo sigue siendo bueno, estaremos en Roma en diez días.

—Quiera el cielo que sea suficiente. Dios sea contigo, Geroldo.

En Roma prevalecía una sensación de calma fantasmal. Desde que había llegado la advertencia inicial desde Siena, hacía dos semanas, no se había sabido nada de la flota sarracena. Los romanos gradualmente empezaron a relajar su vigilancia y a convencerse a sí mismos de que los informes sobre el avance del enemigo habían resultado falsos después de todo.

La mañana del 23 de agosto amaneció brillante de promesas. La misa se celebró en la catedral de Santa María de los Mártires, conocida en los tiempos paganos como el Panteón, una de las más bonitas iglesias de Roma. Fue un servicio especialmente hermoso con el sol filtrándose por la abertura circular en la gran cúpula de la basílica y proyectando un halo dorado sobre toda la congregación. De vuelta al
Patriarchium
el coro cantó gozosamente:
Gloria in excelsis Deo
.

El canto murió en sus labios cuando entraron en la plaza de Letrán inundada por el sol y vieron una multitud de ciudadanos rodeando ansiosamente a un mensajero agotado y cubierto de barro.

—Los infieles desembarcaron —anunció con acento sombrío el mensajero—. Tomaron la ciudad de Porto, mataron a todos sus habitantes y profanaron todas las iglesias.

—¡Cristo nos ayude! —gritó alguien.

—¿Qué será de nosotros? —exclamó otro.

—¡Nos matarán a todos! —gritó un tercero, ya en plena histeria.

La multitud parecía a punto de estallar en un peligroso desorden.

—¡Silencio! —La voz de Sergio se alzó sobre el alboroto—. ¡Cese este espectáculo indigno! —Era la voz de la autoridad llamando a la obediencia—. ¿Qué pasa? —siguió—. ¿Somos ovejas o cobardes? ¿Somos niños de pecho para creernos tan indefensos? —Hizo una pausa dramática antes de responderse—: ¡No! ¡Somos romanos! ¡Y ésta es Roma, la ciudad de san Pedro, la llave del reino de los cielos! Tú eres Pedro, dijo Cristo, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia. ¿Qué tememos? ¿Es que Dios va a permitir que su sagrado altar sea profanado?

La multitud se tranquilizó. Surgieron voces aisladas en respuesta.

—¡Sí! ¡Escuchad al papa! ¡Sergio tiene razón!

—¿No tenemos nuestros guardias y nuestra milicia? —Con un gesto del brazo, Sergio señaló a los guardias papales, que respondieron alzando sus lanzas y sacudiéndolas con fuerza—. La sangre de nuestros antepasados corre por sus venas; están armados con la fuerza de Dios Todopoderoso. ¿Quién podrá prevalecer contra ellos?

La multitud soltó un rugido de triunfo. El pasado heroico de Roma seguía siendo fuente de orgullo y los triunfos militares de César, Pompeyo y Augusto seguían vivos en la conciencia de cada ciudadano.

Juana miraba asombrada a Sergio. ¿Podía ser aquella figura heroica el mismo anciano enfermo, malhumorado y desalentado que ella había conocido hacía dos años?

—¡Que vengan los infieles! —gritó Sergio—. ¡Que alcen sus armas contra esta fortaleza sagrada! ¡Se romperán los corazones contra nuestros muros protegidos por Dios!

Juana sentía la excitación, la ola que se hinchaba y rompía sobre la multitud en un arrollador tumulto de emociones. Pero sus propios pies estaban plantados con demasiada firmeza en la realidad para dejarse llevar. «El mundo no es como nos gustaría que fuera —pensó—, por mucha habilidad que alguien tenga para conjurarlo».

El pueblo estaba en pie, las cabezas altas, los rostros iluminados. Alrededor de Juana retumbaban las voces al unísono.

—¡Sergio! ¡Sergio! ¡Sergio! ¡Sergio!

Por orden de Sergio, el pueblo pasó los dos días siguientes ayunando y rezando. Los altares de todas las iglesias estaban iluminados por una enorme cantidad de cirios votivos. Por todas partes se informaba de milagros. La estatua dorada de la Virgen en el oratorio de san Cosme había movido los ojos y cantado una letanía. El crucifijo del altar de san Adrián había vertido lágrimas de sangre. Estos milagros eran interpretados como signos de la divina bendición y gracia. Día y noche el sonido del
Hosanna
resonaba en iglesias y monasterios mientras el clero de la ciudad se ponía a la altura del desafío lanzado por el papa y se preparaba para enfrentarse al enemigo con la fortaleza invencible de su fe cristiana.

Al rayar el alba del 26 de agosto empezaron a sonar gritos en las murallas:

—¡Ya vienen! ¡Ya vienen!

Los gritos aterrorizados del pueblo penetraron incluso en la gruesa piedra de las paredes del palacio.

—Debo ir a los parapetos —anunció Sergio—. Cuando el pueblo me vea, sabrá que no tiene nada que temer.

Arighis y los otros
optimates
protestaron diciendo que era demasiado peligroso, pero Sergio se mantuvo inflexible. Al fin lo acompañaron, de mala gana, hasta la muralla y se cuidaron de elegir un sitio donde ésta fuera especialmente alta y brindara más protección.

Hubo una gran aclamación cuando Sergio subió los escalones. Todos los ojos se volvieron hacia el oeste. En el aire se alzaba una gran nube de polvo que brillaba. Los sarracenos salieron de ella al galope rápido, con sus ropas ligeras ondeando tras ellos como las alas de gigantescas aves de presa. Resonó un terrible grito de guerra, un largo y agudo ulular que subió y quedó temblando en el aire provocando un escalofrío de terror en todos los que lo escuchaban.


Deo, juva nos
—dijo temblando uno de los curas.

Sergio alzó un pequeño crucifijo lleno de piedras preciosas y gritó:

—Cristo es nuestro salvador y nuestro escudo.

Las puertas de la ciudad se abrieron y la milicia papal salió a hacer frente al enemigo.

—¡Muerte al infiel! —gritaban, sacudiendo espadas y lanzas.

Los ejércitos chocaron con gran ruido de metales, más fuerte que el de mil yunques. En un momento se hizo evidente que había una desigualdad imposible de fuerzas; la caballería sarracena cayó sobre las primeras filas de la infantería romana, cortando y matando con sus cimitarras curvas.

La milicia en la retaguardia no podía ver la matanza en la vanguardia. Convencidos de la victoria presionaban hacia delante, empujando con las espaldas a los que los precedían. Línea tras línea, los hombres eran llevados sin piedad hacia las espadas sarracenas y caían; sus cadáveres se amontonaban y formaban un traicionero obstáculo para los que venían detrás.

Era una matanza. Aterrorizada, la milicia retrocedió en un desorden desesperado.

—¡Corred! —gritaban dispersándose como semillas llevadas por el viento—. ¡Corred por vuestra vida!

Los sarracenos no se molestaron en perseguirlos porque su victoria les había valido un premio mucho mayor: la desprotegida basílica de San Pedro. La rodearon como un enjambre oscuro. No desmontaron sino que subieron con sus caballos las escalinatas y echaron abajo las puertas.

Detrás de la muralla, los romanos esperaban sin aliento. Pasó un instante. Y otro. No hubo ningún trueno que abriera el cielo ni un mar de llamas enviado por Dios; en lugar de eso se oía el ruido inconfundible de madera y metal arrancados y destrozados. Los sarracenos estaban saqueando el altar sagrado.

—No puede ser —susurró Sergio—. Dios Santo, no puede ser.

Emergió de la basílica una banda de sarracenos blandiendo la cruz de Constantino. Se decía que había muerto gente sólo por atreverse a tocarla. Y en aquel momento los sarracenos la hacían volar por el aire y se reían frotándosela entre las piernas en una parodia obscena y bestial.

Con un gemido, Sergio bajó el crucifijo y cayó de rodillas.

—¡Santidad! —Juana corrió hacia él.

El papa hacía un gesto de dolor con una mano en el pecho. «Una contracción del corazón», pensó Juana, alarmada.

—Alzadlo —ordenó.

Arighis y varios de los guardias levantaron en vilo a Sergio y lo llevaron a una casa vecina, donde lo tendieron sobre un grueso colchón de paja.

Sergio respiraba con fuertes jadeos. Juana preparó una infusión de bayas de espino y raíz de valeriana y se la dio. Pareció que se tranquilizaba porque su color mejoró y empezó a respirar con más facilidad.

—¡Están en las puertas! —gritaba la gente fuera—. ¡Cristo nos ayude! ¡Están en las puertas!

Sergio trató de levantarse, pero Juana lo hizo acostar otra vez.

—No debéis moveros.

El esfuerzo le había costado: se apretaba los labios con fuerza.

—Habla por mí —dijo—. Vuelve su espíritu hacia Dios… Ayúdalos… prepáralos… —Su boca se agitaba, pero no salían las palabras.

—Sí, santidad, sí —asintió Juana. Era lo único que podía tranquilizarlo—. Haré lo que decís. Pero ahora debéis descansar.

Sergio asintió y dejó caer la cabeza. Los párpados le temblaron y se cerraron: la medicina empezaba a hacer efecto. No había nada que hacer salvo dejarlo dormir y confiar en la eficacia del remedio.

Juana lo dejó bajo el ojo solícito de Arighis y salió a la calle. Muy cerca sonaba un ruido de algo que se desgarraba, fuerte como un trueno. Se detuvo atemorizada.

—¿Qué sucede? —le preguntó a un grupo de guardias que pasaba.

—¡Los cerdos idólatras están tratando de echar abajo las puertas! —gritó un guardia alejándose.

Volvió a la plaza. El terror había puesto frenética a la multitud. Los hombres se arrancaban los pelos de las barbas; las mujeres chillaban y se arañaban las mejillas con las uñas hasta hacerse sangre. Los monjes de la abadía de San Juan estaban arrodillados todos juntos, con las capuchas caídas sobre la espalda y los brazos alzados al cielo. Varios de entre ellos se desgarraban las túnicas y empezaban a azotarse con bastones, en un loco intento de propiciar la ira de Dios. Alarmados por este comportamiento, los niños lloraban y sus voces agudas se unían al coro discordante de los rezos.

«Ayúdalos —le había pedido Sergio—. Prepáralos». Pero ¿cómo?

Juana subió los escalones de la muralla. Recogiendo el crucifijo que Sergio había dejado caer lo alzó para que todos lo vieran. El sol se reflejó en sus piedras preciosas produciendo un arco iris de luz.


Hosanna in excelsis
—empezó en voz alta. Las claras notas agudas del cántico sagrado se difundieron sobre la multitud, fuertes, dulces y seguras. Los que estaban más cerca de la muralla alzaron el rostro hacia el sonido familiar. Curas y monjes unieron sus voces en el canto, arrodillados en el empedrado junto a obreros y costureras—
Christus qui venit nomine Domini…

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