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Authors: Irving Wallace

La Palabra (8 page)

BOOK: La Palabra
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Al acercarse más y ver aquellos rostros alargarse y sus rasgos volverse más planos, Randall trató de detectar alguna reacción de pena o de dolor. No la había. Se preguntó por qué, y se preguntó también por qué ni Bárbara ni Judy estaban presentes.

Irrumpió en el grupo sin excusarse, cortando el relato del facultativo para preguntar:

—¿Cómo está papá? ¿Qué está sucediendo?

Con la boca apretada, el doctor Oppenheimer le ofreció la mejor sonrisa que pudo.

—Buenas nuevas, Steven; lo mejor que podíamos haber deseado. Tu padre recobró la conciencia a las… debe haber sido a las seis de la mañana. Su electrocardiograma muestra una marcada mejoría. Su presión sanguínea es casi normal. Tiene el lado izquierdo parcialmente paralizado, y su habla es un poco torpe. En general, sin embargo, hay una notable recuperación. Asumiendo que no haya complicaciones inesperadas, todo indica que irá adelante a partir de hoy.

—Oh Dios —dijo Randall con alivio—. Gracias a Dios.

Se sentía débil, recién liberado de la tensión, y se inclinó sobre su madre, y la besó, y besó a Clare, que estaba llorando de nuevo, y le sonrió satisfecho al tío Herman.

Volviéndose hacia el médico, le estrechó la mano.

—Es maravilloso, un milagro —le dijo— y no puedo expresarle cuán agradecidos le estamos a usted.

El doctor Oppenheimer hizo un gesto de apreciación con la cabeza.

—Gracias, Steven, pero es tu padre quien merece todo el crédito. Precisamente le explicaba a tu madre que la rapidez y el grado de recuperación de tu padre dependerán principalmente de él mismo. La medicina puede llegar sólo hasta cierto punto. Después de que se le envíe a casa (tal vez en unas dos, tres, o hasta cuatro semanas), se iniciará un tratamiento de fisioterapia. Puede arreglarse que se lleve a cabo en su casa. Si él coopera, podrá alcanzar un sorprendente grado de rehabilitación. La meta es lograr que pueda moverse y ser independiente de nuevo. Como le estaba diciendo a tu madre, el factor clave sigue siendo el espíritu de tu padre; su voluntad, su deseo de vivir.

—Eso no le ha faltado nunca —dijo Randall.

—Es verdad —aseveró el doctor Oppenheimer—. Pero recuerda que él nunca antes había sufrido un colapso. Su actitud mental puede haberse alterado, y hay que considerar que su futuro depende de que continúe siendo la misma.

—Jesús se sintió abandonado en la Cruz. —Era Sarah Randall la que hablaba suavemente—. Y murió. Sin embargo, resucitó para salvarnos a todos.

—Con la ayuda de Dios —agregó el tío Herman.

Sarah Randall dirigió la mirada a su hermano.

—Nathan también tendrá la ayuda de Dios, Herman. Nathan se la ha ganado.

Incómodo por la mojigatería piadosa de su madre, Randall se apartó de ella y se aproximó más al médico.

—Quisiera ver a papá. ¿Puedo?

—…Bueno, ahora él debe descansar tanto como sea posible. Sin embargo, si te estás solamente un minuto, puedes entrar. Quizás esta noche puedas pasar más tiempo con él.

Randall entró al cuarto.

La transparente tienda de oxígeno estaba abierta, y la enfermera particular, que estaba extendiendo el cobertor, tapaba de vista al paciente. Cuando oyó acercarse a Randall, la mujer se hizo hacia atrás.

—Únicamente quiero verlo —explicó Randall—. ¿Está dormido?

—Está dormitando. Pero está muy bien. Estamos muy orgullosos de él.

Randall caminó hacia la cama. La vieja cabeza blanca reposaba sobre la almohada; esquelética, pero no impresionante como la noche anterior. Los ojos estaban cerrados. El color le había vuelto a la piel. Su padre roncaba suave, apaciblemente.

—Se ve mucho mejor que ayer —musitó Randall.

—Mucho mejor —coincidió la enfermera.

Cuando Randall volvió la vista a su padre, se sorprendió de encontrarse con que éste le miraba confuso.

—Hola, papá. Soy Steven. Ya estás mejorando. Pronto estarás muy bien.

En los ojos del anciano hubo un pestañeo de reconocimiento, y sus labios se estremecieron. Rápidamente, Randall se inclinó sobre él y lo besó en la frente.

Aquellos ojos se cerraron y reabrieron, y con una leve inclinación de cabeza el reverendo saludó a su hijo.

—Estás volviendo, papá —dijo Randall—. Hemos estado rezando por ti, y nuestras plegarias han sido escuchadas. Voy a seguir orando por ti…

La voz de Randall se contuvo al ver curvarse los extremos de la boca de su padre, nunca antes tan pequeña, y no pudo continuar porque no estaba muy seguro de si la mueca de sonrisa en su padre era de agradecimiento por su plegaria o de duda de que el hijo pudiera rezar por nadie. Adivinó que su padre todavía podía ver a través suyo, como siempre, y que aceptaba las muestras de sincera preocupación, pero que dudaba de cualquier manifestación repentina de compasión.

La sonrisa, tan enigmática como la del rostro de la Mona Lisa, había desaparecido; empero, su motivo y su significado habían quedado sin explicación. ¿Habría sido una sonrisa piadosa? Mas no de compasión por la falsa piedad de un hijo, sino de compasión (nacida en alguien que sabía que la creencia, la fe y la fidelidad a algo habían triunfado) por un vástago que nada tenía, sino un escepticismo ateo, y que nunca sabría de la pasión última del amor, ni de la bondad y la paz.

Randall quería hablar de esto, buscar una explicación, pero los párpados surcados de venas se habían cerrado y se habían reiniciado los ronquidos.

Sin decir palabra, se apartó del lecho y volvió al corredor. El doctor se había ido a hacer sus rondas. Los otros formaban un círculo cerca de la sala de espera, animados, charlando jovialmente.

Randall preguntó a Clare por su esposa y su hija. Habían pasado temprano, escuchando las buenas nuevas, visto a papá y se habían marchado hacía media hora. Cuando la madre de Randall le interrumpió para invitarlo a almorzar en casa, él le explicó que tenía planeado hacerlo con Judy, pero le prometió estar disponible para una cena casera antes de volver al hospital esa noche.

Puesto que no era necesario regresar a casa en ese momento, Sarah Randall decidió quedarse un poco más en el hospital con el tío Herman. Clare pensó que para ella sería mejor volver al trabajo, pero le aseguró a su madre que saldría temprano para ayudarle a preparar la cena.

—¿Alguien quiere que lo pase a dejar a alguna parte? —preguntó Clare.

Ed Period Johnson consideró que a él le convendría volver al periódico. Su hijo mayor había ido tomando gradualmente la batuta de los asuntos editoriales, pero a Ed Period le gustaba estar a la mano para supervisar las cosas. El edificio del periódico estaba tan cerca que no era preciso hacer el viaje en auto. Tom Carey, igualmente, tenía que volver a su iglesia. Tenía citas con algunos feligreses, un montón de correspondencia que contestar y un sermón que escribir.

—Me agradaría tomar un poco de aire fresco y hacer algo de ejercicio —estaba diciendo Carey—. Gracias, Clare, pero creo que me iré a pie. —Miró a Randall—. ¿Y tú, Steven? ¿Estás como para una caminata de media distancia? Ya recuerdas. La iglesia está sólo a unas cuantas manzanas de tu hotel.

Randall consultó su reloj. Aún tenía cuarenta minutos antes de almorzar con Judy, suponiendo que hubiera recibido su nota.

—Okey
—contestó—. Me afiliaré a los Peatones Anónimos.

Los tres hombres llevaban diez minutos de una caminata que había sido placentera. La humedad había bajado y el aire estaba claro bajo un meridional sol, alto y seco. Los olmos, semejantes a torres, y los robles venerables estaban ya frondosos, y ofrecían una rica variedad de verdes; los chiquillos andaban en la calle con sus bicicletas, los perros perseguían a los gatos y una mujer gorda, con la boca llena de pinzas para ropa, estaba colgando la que había lavado y saludaba con la mano a Johnson y a Carey.

Contrastando este lugar con aquel cañón de piedra oscura que es el centro de Manhattan, el pueblecito de Wisconsin se le antojaba a Randall un paraíso elíseo. Pero esto era mirar con la mirada de su corazón, empañada por la nostalgia. La de su mente era más de fiar. Comprendía mejor. Esa mente le recordó a Randall que él se había ido demasiado lejos, que había visto demasiado, vivido demasiado, para ajustarse de nuevo a la monotonía y las limitadas opciones de una comunidad tan pequeña. Ésta era una vida de medianos compromisos. Él podía sobrevivir en un extremo o en el otro, pero no aquí. Podía encontrar espacio suficiente para su incansable alma en Nueva York, entre las multitudes abrumadoras, o retirarse solo, solo o con alguien, a alguna aislada colina francesa para remontarse libremente con su imaginación creadora; destino que se podría convertir en realidad de ahí a cinco años, cuando Towery y Cosmos le extendieran, mediante un cheque, su boleto de dos millones de dólares.

Se emparejó con Ed Period Johnson y Tom Carey. Prestó atención al vivaz monólogo de Johnson, que había estado rememorando los comienzos de su estrecha amistad con el reverendo Nathan Randall y los mejores momentos de ese vínculo amistoso, así como sus gloriosas idas a pescar a los lagos, los fines de semana.

Ahora, le venían reminiscencias de algunas de las buenas acciones de Nathan.

—La mayoría de la gente, ustedes saben, tiene idea de cómo hacer buenas obras, pero en algún punto del camino se queda atascada —estaba diciendo Johnson—. Pero no el papá de Steven. No, señor. Nuestro buen reverendo fue siempre único en ese aspecto. Si le venía una idea para alguna buena acción, no importaba cuán insólita o bizarra, por Dios que iba y la llevaba a cabo. Quiero decir que encontraba una manera de hacerlo. Nathan es uno de los pocos que siempre practican lo que predican.

—Ése es Nathan, exactamente —convino Carey.

—Como cuando, un día, tuvo la ocurrencia de competir conmigo en el negocio del periodismo. ¿Te acuerdas de aquella época, Steven? ¿Recuerdas su semanario..? ¿Cómo diablos se llamaba…? Déjame ver…

—Buenas Nuevas Sobre la Tierra
—dijo Randall.

—Tienes razón, hijo. Lo llamó
Buenas Nuevas Sobre la Tierra
, por el significado original del vocablo
gospel
(evangelio), que viene de la palabra anglosajona
godspel
, que significa «buenas nuevas». Aquello fue precioso; sencillamente precioso. Se necesitaba valor; una cosa que Nathan siempre tuvo. ¿Recuerdas el periódico de tu padre, Steven?

—Sí, lo recuerdo.

Ed Period Johnson se dirigía ahora a Carey, conforme caminaban en aquella cálida tarde.

—Ésta es una historia auténtica, Tom; te lo aseguro. Steven lo atestigua. Y dice más de mi amigo Nathan que ninguna otra cosa. Ya hace sus buenos años de eso, pero un día estábamos escuchando la radio; estábamos escuchando un programa que era parte de una serie, acerca de clérigos poco conocidos en la historia y que habían realizado cosas inusitadas en el mundo secular. Así, pues, en ese programa en particular estaban relatando la vida del doctor Charles M. Sheldon, de la Iglesia Central Congregacionista de Topeka, Kansas. ¿Oíste hablar de él alguna vez, Tom?

—Puede ser. El nombre me suena conocido.

—Bueno, no me sorprendería que no hubieses oído su nombre —dijo Johnson—, porque en aquel tiempo tampoco Nathan y yo sabíamos nada de él. Pero el doctor Sheldon era un ser real. Puedes encontrar su nombre en la biblioteca, si no me crees. El doctor Sheldon fue desde Nueva York hasta Kansas a fundar su iglesia en Topeka. Hacia 1890 (Sheldon tendría entonces unos treinta y tres años), le comenzó a preocupar la asistencia dominical vespertina a su iglesia. Entonces tuvo una idea. En lugar de dar sermones, prepararía doce capítulos ficticios de una historia, cada uno terminando en una nota de suspenso, y los leería, uno por semana, a su congregación. La idea marchó bien, estupendamente bien.

—Muy listo —dijo Carey—. ¿Qué clase de historia era?

—La de un joven ministro, estremecido por las condiciones del mundo y por la manera en que la gente se comporta, que les pide a sus feligreses que prometan que durante un año actuarán en todas sus relaciones como lo habría hecho Jesús. Esta serie fue de un impacto tal que el doctor Sheldon la publicó como novela en 1897. La tituló
En Sus Pasos
. Algunos cálculos indican que del libro se vendieron treinta millones de ejemplares, incluyendo cuarenta y cinco traducciones a lenguas extranjeras. Se convirtió en el mayor éxito de librería en toda la historia, excepción hecha de la Biblia y Shakespeare.

—Fantástico —dijo Carey.

—Por supuesto que fue fantástico. Pero ahora viene algo aún más fantástico. Tres años después de que el libro fue publicado, el propietario del
Topeka Capital
, un diario con una circulación de alrededor de quince mil ejemplares, fue a ver a Sheldon y le preguntó: «¿Le gustaría a usted dirigir el
Capital
durante una semana, en la forma en que Jesús lo habría hecho?» El doctor Sheldon aceptó el reto. Quería demostrar que un periódico podía ser decente, honesto; publicar buenas noticias en lugar de sensacionalismos y, no obstante, ser un éxito. Así pues, Sheldon se sentó al escritorio del director, como apoderado de Jesucristo durante una semana.

Randall sacudió la cabeza.

—Siempre pensé que eso fue de por sí bastante sensacionalista —dijo.

—En realidad no —agregó Johnson—. Fue una maniobra de habilidad, pero del lado de la virtud.

—¿Qué ocurrió? —inquirió Carey.

—Bueno, el doctor Sheldon se dio cuenta de los problemas prácticos, desde luego —prosiguió Johnson—. Comprendió que Jesús nunca vio un automóvil, un tren, un teléfono, la luz eléctrica, un periódico o un libro impreso. Comprendió que Jesús no vio jamás una iglesia cristiana, ni una escuela dominical, ni la sociedad pacífica, ni la democracia. Empero, Sheldon sabía que Jesús había visto algo más que nunca ha cambiado. Sabía, tal como lo dijo, que el mundo interior que Cristo vio y comprendió era exactamente igual, en su mezquindad y sórdida burla de la bondad, al de los tiempos modernos. Así que, como editor en el papel de Jesucristo, Sheldon estableció algunas reglas nuevas. Se haría poco caso del escándalo, el vicio y el crimen. Los editoriales y los artículos nuevos irían firmados. Y, por primera vez, los artículos acerca de la virtud y la buena voluntad ocuparían la primera plana. Eso fue sólo el arranque. El doctor Sheldon declaró que rechazaría todos los anuncios de licores, tabaco y entretenimientos inmorales. Más aún, a sus reporteros se les dijo que ya no se iba a fumar ni a beber ni a emplear lenguaje profano en la sala de redacción del diario. ¿Me preguntabas qué sucedió, Tom? Pues lo que sucedió fue que la circulación del
Topeka Capital
dio un salto de quince mil a trescientos sesenta y siete mil ejemplares diarios, al cabo de la semana de experimento del doctor Sheldon. Había demostrado que las buenas noticias podían venderse tanto como las malas.

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