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Authors: Irving Wallace

La Palabra (4 page)

BOOK: La Palabra
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—No espere noticias mías ni de mis colaboradores durante algún tiempo —le había advertido el joven McLoughlin—. Nuestro paradero siempre será confidencial. Tenemos que trabajar en secreto. Eso lo aprendí hace mucho. De otra manera, las grandes camarillas de negocios, y sus títeres en diversas ramas del gobierno, tendrían a sus gorilas encima de nosotros, anticipándosenos y desbaratando nuestros planes. Yo solía creer que tal actividad de Estado policíaco era imposible en un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Pensaba que lo que se hablaba de vejámenes semejantes era pura paranoia juvenil e insensatez melodramática. Pero no es así. Cuando al lucro se le convierte en sinónimo de patriotismo, cualquier medio parece justificado para preservar ese lucro. Maldito sea el público… en nombre del público. Así que, para proteger al público, para exponer las mentiras y los fraudes, tenemos que operar como las guerrillas. Cuando menos por ahora. Una vez que, a través de usted, podamos salir a lo abierto, los métodos honestos y la gente prevalecerán, y tendremos todo el apoyo y la seguridad que necesitamos. Estaré en contacto con usted, señor Randall… o lo intentaré. Pero de todos modos, esté preparado para nuestra marcha avante; con su ayuda, se hará en seis o siete meses, como por noviembre o diciembre. Eso es definitivo.

—De acuerdo —respondió Randall, de verdad emocionado—. En seis o siete meses vuelva conmigo. Estaré listo y esperando, y nos lanzaremos.

—Estaremos dependiendo de usted, señor Randall —había dicho McLoughlin desde la puerta.

El período de espera para la cuenta del Instituto Raker recién se había iniciado, cuando un prospecto de cambio mucho más radical le vino a caer del cielo a Randall. Cosmos Enterprises, el consorcio internacional multimillonario, presidido por Ogden Towery III, había irrumpido en su vida. Como un imán colosal, Cosmos Enterprises peinaba los Estados Unidos y el mundo entero, atrayendo y absorbiendo negociaciones exitosas y relativamente pequeñas para incrementar su programa de diversificación. Buscando puntos de invasión en el ramo de las comunicaciones, el equipo de Towery había visto en Randall y Asociados a una prometedora firma de relaciones públicas. Se habían entablado pláticas preliminares entre los abogados de ambas partes. Las negociaciones marchaban sin tropiezos. Todo lo que faltaba, antes de redactar los papeles para revisión y firma, era una entrevista entre Towery y Randall.

Esa misma mañana, temprano, Towery se había presentado en Randall y Asociados y había inspeccionado las instalaciones junto con sus ayudantes. Finalmente, tuvo una junta con Randall, a puerta cerrada, a solas, frente a frente, en su oficina con mobiliario Hepplewhite del siglo XVIII.

El inaccesible Towery, una leyenda en los círculos financieros, tenía el aspecto espigado de un ranchero próspero. El hombre, oriundo de Oklahoma, puso su sombrero Stetson sobre su regazo al tiempo que tomaba asiento en la silla tapizada de cuero. Habló con voz vigorosa, como quien está acostumbrado a ser escuchado.

Randall había escuchado, porque veía en su visitante al ángel de la libertad. Por la gracia de este multimillonario, Randall podría realizar en pocos años su largamente acariciada fantasía; aquel paraíso, aquella felicidad con árboles verdes, sin teléfono, con una máquina de escribir manual y con seguridad para el resto de su vida.

Fue hacia el final del monólogo de Towery cuando sucedió lo único malo… algo verdaderamente horrendo.

Towery le había estado recordando a Randall que, aunque Cosmos Enterprises sería la propietaria de su firma, él estaría aún completamente a cargo de la compañía bajo un contrato de administración por cinco años. A la expiración del convenio, Randall tendría el derecho a optar por quedarse o irse con el suficiente dinero extra en efectivo y con acciones de la empresa, lo que le haría rico e independiente.

—Éste seguirá siendo su negocio mientras permanezca usted con nosotros, señor Randall —estaba diciéndole Towery—. Así que continuará manejándolo como lo ha hecho hasta ahora. No tendría sentido que nosotros interfiriésemos en una operación exitosa. Mi política, en cualquier firma que incorporo a mi grupo, es la de mantener siempre las manos fuera.

En ese instante, Randall cesó de escuchar. Una sospecha le había asaltado, y decidió poner a prueba al ángel de la libertad.

—Aprecio su actitud, señor Towery —Je dijo—. Lo que entiendo que está diciéndome es que mi oficina puede tomar sus propias decisiones acerca de las cuentas que aceptará y los clientes que manejará, sin supervisión alguna de Cosmos.

—Absolutamente. Hemos visto sus contratos, su lista de clientes. Si no los aprobáramos, no estaría yo aquí.

—Bueno, no todos los clientes están en los archivos que usted ha visto, señor Towery. Hay algunos nuevos que no han sido formalizados todavía. Tan sólo quiero estar seguro de que usted va a dejarnos promover a quienquiera que deseemos.

—Desde luego. ¿Por qué no? —replicó Towery. En eso, una de sus cejas bronceadas se arqueó lentamente—. ¿Por qué se imagina usted que nos atañería?

—Es que algunas veces nos encargamos de clientes que pudieran considerarse como contenciosos. Y me preguntaba yo…

—¿Como cuál? —interrumpió con presteza—. ¿Qué clase de cuentas?

—Hace unas dos semanas hice un convenio verbal con Jim McLoughlin, para encargarme del primer informe del Instituto Raker.

Towery se enderezó, recto como una vara. Era muy alto, aun sentado. Su rostro pareció de repente estar esculpido en piedra y bronce.

—¿Jim McLoughlin? —exclamó Towery como si estuviera soltando una obscenidad.

—Y su… y el Instituto Raker.

Towery se puso en pie.

—Ese montón de anarquistas comunistas —dijo bruscamente—. Ese McLoughlin. A él se la está pasando Moscú, usted ya lo sabe. O tal vez no lo sabía…

—No fue ésa mi impresión.

—Escúcheme, Randall,
yo sí sé
. Esos radicales… ni para mearme encima de ellos. No merecen estar en un país como éste. En el momento mismo en que empiecen a fomentar problemas, los vamos a botar de aquí. Se lo prometo a usted. —Miró de soslayo a Randall y, al momento, una fina, apenas esbozada sonrisa cruzó su rostro—. Es que usted no tiene la información que nosotros tenemos, Randall; por eso comprendo que le estén tomando el pelo. Ahora que lo he puesto al tanto de los hechos, ya no tendrá que ensuciarse levantando semejante escoria.

Towery, haciendo una pausa para examinar a Randall, observó su afligida reacción. Al instante, abandonando su actitud de ataque, Towery se tornó aplacador.

—No se preocupe. Sigo en lo prometido. Nada de interferencias en su negocio…, salvo cuando descubramos a alguien tratando de subvertirlo a usted, y a Cosmos de paso. Estoy seguro de que el problema no volverá a presentarse. —Le extendió su enorme mano. —¿De acuerdo, señor Randall? Por lo que a mí concierne, usted ya es parte de la familia. A partir de aquí nuestros abogados pueden encargarse del asunto. Deberemos tener todo firmado y sellado en ocho semanas. Para esa fecha quiero que cene conmigo. —Le guiñó un ojo—. Usted va a ser un hombre rico, señor Randall; rico e independiente. Yo creo en la diseminación del dinero. Lo felicito.

Así había sido, y al volver a sentarse, ya a solas, en su silla giratoria de alto respaldo, Steven Randall comprendió que nunca hubo alternativa. Adiós, Jim McLoughlin y Raker. Hola, Ogden Towery y Cosmos. Ni la más remota alternativa. Cuando uno tiene treinta y ocho años, y se siente de setenta y ocho, ya no juega en la «liga de la honestidad», al precio de dejar pasar la única ocasión de la gran oportunidad. Y sólo hay una gran oportunidad: libertad con dinero.

Había sido un mal momento, uno de los peores de su vida, y le había quedado un nauseabundo sabor en su garganta. Fue a su baño privado y vomitó, y luego se dijo a sí mismo que había sido algo que había desayunado. Estaba de vuelta en su escritorio sin sentirse mejor, cuando Wanda le llamó por el interfono para informarle que Clare le llamaba de larga distancia desde Oak City.

Fue entonces cuando se enteró de que su padre acababa de sufrir un ataque de gravedad, que iba camino al hospital y nadie sabía si viviría.

En las horas que siguieron, el día se había vuelto un caleidoscopio de vertiginosa actividad; de citas a cancelar, de solicitud de reservas, de cosas personales a poner en orden, de informar a Darlene y a Joe Hawkins y a Thad Crawford de lo que había sucedido, de innumerables telefonemas a Oak City, y de irse apresuradamente al Aeropuerto John F. Kennedy.

Y ahora se daba cuenta de que era de noche en Wisconsin, y él estaba en Oak City, y su hermana le había lanzado una mirada.

—¿Venías durmiendo? —le preguntó ella.

—No —respondió Randall.

—Allí está el hospital —dijo Clare, señalándoselo—. No puedo decirte cuánto he estado rezando por papá.

Randall se incorporó para sentarse bien, mientras Clare introducía el auto al atestado estacionamiento que se estrechaba a lo largo del costado del «Hospital Good Samaritan» de Oak City.

Una vez que Clare hubo hallado lugar y acomodado el auto, Randall descendió e hizo movimientos para dar descanso a los tensos músculos de sus hombros. Aguardando tras el vehículo, Randall no se dio cuenta, hasta entonces, de que se trataba de un flamante sedán «Lincoln Continental» recién estrenado.

Cuando Clare se le reunió, Randall señaló el «Lincoln» con un gesto.

—Un señor coche, hermanita. ¿Cómo lo haces, con un sueldo de secretaria?

Un ceño ensombreció la cara amplia, brillante de Clare.

—Me lo dio Wayne, si te empeñas en saberlo.

—Un señor jefe. Espero que su esposa sea siquiera la mitad de generosa… con los amigos de su marido.

Clare le lanzó una mirada furibunda.

—Viniendo de ti, eso es para reírse.

Ella abrió la marcha a buen paso por la calzada circular que llevaba, entre hileras flanqueantes de robles, a la entrada del hospital; y Randall, lamentándose de haber arrojado una piedra hasta su casa de cristal, la siguió lentamente.

Había estado en el cuarto privado al que había sido trasladado su padre desde el pabellón de cuidados intensivos, haría casi una hora. Había permanecido sentado en una silla recta, bajo el entrepaño donde había un televisor desconectado y una enmarcada reproducción de Cristo en sepia, de cara a la cama de metal. Para entonces, casi vacío de emoción, con las piernas cruzadas, sintió que se le estaba durmiendo la derecha. Las descruzó. Estaba empezando a sentirse inquieto, y ya le urgía fumar.

Haciendo un esfuerzo, Randall trató de involucrarse en la actividad que había en torno al lecho de su padre. Pero, como si estuviera hipnotizado, su mirada estaba fija en la tienda de oxígeno y en el bulto que yacía envuelto en un cobertor, dentro de la tienda.

Lo peor de esa experiencia fue la primera ojeada a su padre. Había entrado al cuarto llevando consigo la imagen de cómo lo había visto la última vez. Su padre, el reverendo Nathan Randall, todavía a los setenta años, tenía una figura imponente. A los ojos de su hijo, evocaba nada menos que uno de esos patriarcas magníficos que pudieran haber sido tomados del Éxodo o del Deuteronomio. Igual que Moisés a su avanzada edad, «no era débil su vista, ni había menguado su fuerza natural». Su ralo cabello blanco cubría gran parte de la cúpula de su frente, y su alargada, franca faz, de perpetuo perdón, tenía apacibles ojos azules y rasgos regulares, exceptuando la nariz un tanto aguzada. Randall nunca había visto el rostro de su padre sin las profundas arrugas que ahora le marcaban, pero que sólo acrecentaba una apariencia autoritaria que no correspondía a la realidad. El reverendo doctor Randall había llevado siempre en torno suyo un aura difícil de definir; algo privado, secreto, místico, que sugería que era uno de los elegidos en constante comunicación con Nuestro Señor Jesucristo, y que era confidente de Su sabiduría y consejo. Sus feligreses metodistas (al menos algunos) pensaban esto de su reverendo Nathan Randall, y por ende creían en él y en su Dios.

Era este vítreo perfil de su padre el que Randall había traído al cuarto del hospital, y ésa la imagen que se había hecho trizas instantáneamente. Porque lo que Randall vio dentro de la transparente tienda de oxígeno era una ruina, el remedo de un ser humano, como las cabezas marchitas de las momias egipcias o los fantasmales sacos de huesos de Dachau. El brillante cabello blanco se veía opaco, sin vida, amarillento. Los venosos párpados se cerraban sobre unos ojos perdidos en la inconsciencia. El rostro estaba enflaquecido, demacrado, manchado. La respiración se hacía trabajosa y áspera. Parecía que en todos los miembros tuviera agujas ensartadas y sondas conectadas.

Para Randall había resultado aterrador ver a alguien tan íntimo, de la misma sangre y de la misma carne, alguien tan invulnerable, tan seguro, tan creyente, tan confiado, tan bondadoso y merecedor de bondad, postrado en esa condición vegetal y desvalida.

Al cabo de algunos minutos, Randall se había vuelto, conteniendo las lágrimas, en busca de una silla, y no se había movido desde entonces. Había estado allí una enfermera diminuta, de tipo eslavo, polaca tal vez, trabajando concienzudamente en el perímetro de la cama, afanándose en cambiar y recolgar frascos invertidos y tubos que pendían, y en revisar los gráficos que contenían la ficha de datos clínicos. Luego de un lapso indeterminado, treinta minutos quizás, el doctor Morris Oppenheimer había llegado para aunarse a la enfermera particular. Un hombre sólido, rechoncho, de más que mediana edad, que se movía con fácil eficiencia y confianza en sí mismo. Había saludado a Randall con un rápido apretón de manos, una frase de comprensión y simpatía y la promesa de darle en breve el más reciente informe sobre la condición de su paciente.

Durante un rato, Randall observó al médico examinar a su padre, y luego, exhausto, cerró los ojos y trató de evocar una oración apropiada. Sólo podía articular en su mente:
Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre…
, y el resto ya no venía a su memoria. Su mente, vagando a lo largo de los sucesos del día, inexplicablemente se detuvo en los senos fantásticos de Wanda, su secretaria, y de ahí regresó a la noche anterior, cuando había estado besando, en efecto, los senos de Darlene; y luego, avergonzado, retornó a la realidad de su padre. Recordó la última vez que había visitado a su padre y a su madre, hacía más de dos años, y la vez anterior a ésa, más de tres años atrás.

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