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Authors: Irving Wallace

La Palabra (3 page)

BOOK: La Palabra
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Después de aquello, y ya en el auto y conduciendo por fin, los sorbidos nasales de Clare habían seguido acentuando su incesante catarsis verbal. Cómo había amado ella a su querido papaíto, y pobrecita de mamá, y, ¿qué pasaría ahora con mamá y con ella misma y con el tío Herman y los demás? Habían estado todo el día en el hospital desde que ocurriera el colapso, temprano por la mañana. Allí estaban todos aún, esperando a Steven. Estaba mamá, y el tío Herman (hermano de mamá), y el mejor amigo de papá, Ed Period Johnson, y el reverendo Tom Carey, todos esperando a Steven.

Esperando por él, pensó Randall; el triunfador de la familia, el exitoso de Nueva York que siempre conjuraba milagros con sus cheques o a través de sus relaciones. Tenía ganas de preguntarle a Clare si habría alguien que estuviera esperando por Aquel que lo significaba todo para papá, Aquel por quien papá lo había dado todo, de quien había dependido, a favor de quien había hecho su inversión… contra el Día del Juicio; el Creador, el Jehová, Nuestro Padre que está en los Cielos. Esto quería preguntar Randall, pero se había abstenido.

—Creo que te he informado de todo lo que he podido —le había dicho Clare. Y luego, con los ojos atentos a la autopista resbaladiza y brillante por la lluvia, los nudillos blancos de unas manos aferradas con firmeza al volante, le había comunicado lo que él ya sabía—. No falta mucho, ya casi estamos llegando.

Tras de decir esto se había sumido en el silencio.

Dejando que su hermana concordara en privado con sus demonios de culpa, Steven Randall se reclinó bien en el asiento y cerró los ojos, dando la bienvenida a ese interludio para estar a solas.

Aún podía sentir dentro de sí el borujo de la agitación que había soportado todo el día, pero ahora podía analizarlo mejor, y lo curioso era que, de toda esta infelicidad, la menor parte era la que provenía de la pena por la suerte de su padre Trató de racionalizar su poco filial reacción, y concluyó que la pena era la más intensa de las emociones y, por ende, la más efímera. La intensidad misma del dolor lo hacía tan autodestructivo que el instinto de supervivencia se erguía para tenderle encima un sudario y ocultarlo del cuerpo y el alma. Había amortajado la pena, y ya no pensaba en su padre. Ahora pensaba en sí mismo (comprendiendo cuán herético le parecería esto a su hermana Clare, si lo supiera), y recordaba sus propias y recientes agonías.

No podía precisar el día en que había empezado a perder interés en su próspero y creciente negocio de relaciones públicas, pero había ocurrido uno o dos años atrás. Fue poco antes o poco después de que él y su esposa Bárbara habían tenido el enfrentamiento final y la consecuente ruptura, y ella había tomado a Judy, la hija de ambos, y se la había llevado consigo a San Francisco, donde tenía amigos.

Trató de ubicar con exactitud cuándo había ocurrido. Judy tenía trece años escasos entonces. Ahora tenía quince. Así que había sido dos años atrás. Bárbara había hablado terminantemente acerca del divorcio, pero no lo habían consumado y sólo se separaron. Randall no estaba en contra de esta situación de suspenso, toda vez que no aceptaba lo terminante, lo tajante de un divorcio. No porque temiera perder a su esposa; el lazo entre ellos se había soltado ya. Le preocupaba Bárbara sólo en la medida en que le preocupaba su propio ego. No había querido llegar al divorcio porque eso habría sido tanto como admitir un fracaso. Y más importante aún, esa ruptura definitiva podría separarlo de Judy para siempre; y Judy, aunque él nunca la había visto con frecuencia ni le había dedicado mucho tiempo, era una persona, una persona y una idea, una extensión de él mismo, que apreciaba y estimaba.

Su carrera y su negocio, a los cuales había prodigado tanta energía y devoción, habían acabado por volverse monótonos y aburridos, tanto como su matrimonio. Cada día parecía ser una fotocopia del anterior. Entraba a su antesala lujosamente decorada, donde la joven recepcionista, sensual y bien vestida, estaba siempre bebiendo café y hablando de joyas con otras dos chicas. Veía a sus jóvenes y brillantes promotores, llevando sus portafolios igual que siempre, sus gabardinas terciadas al brazo igual que siempre, llegando al trabajo, escondiéndose en sus alfombradas madrigueras, cual marmotas. Conferenciaba con ellos en sus costosos despachos privados frente a sus escritorios atestados siempre de retratos de sus esposas e hijos, por lo que uno comprendía que les eran infieles.

Ya no había emoción en la conquista de nuevos clientes, de nuevas cuentas. En el trabajo ya lo había promovido todo y a todos: la cantante negra en ascenso, el más reciente conjunto de rock, la loca actriz inglesa, el detergente milagroso, el más veloz auto deportivo, la floreciente nación africana que ambicionaba el desarrollo turístico. Ya no había encanto en la promoción de personalidades de renombre o productos prometedores. Ya no le ilusionaba el reto creativo, ni le motivaba el dinero. Cualquier cosa que hiciera, la había hecho antes. Cualquier cantidad que ganara lo hacía más rico, aunque no lo suficientemente rico.

Estaba muy, muy a salvo de la desesperanzada opresión en que vive la clase media, y Randall lo sabía; pero aun esta sentencia a vivir le parecía tan vacía como inhumana. Cada día terminaba para él como había comenzado, con odio a sí mismo y a su existencia de rueda de molino. Su vida privada, sin su esposa, sin Judy, asqueado de la carrera de ratas, proseguía inevitablemente, aunque intensificada. Había más mujeres que poseer sin amor, más embriaguez, más estimulantes y tranquilizantes, más insomnios, más almuerzos, bares, centros nocturnos e inauguraciones, y en todas partes el mismo circo viajero con las mismas caras de hombres y los mismos cuerpos de mujeres.

Recientemente había empezado a refugiarse cada vez con mayor frecuencia dentro de un viejo ensueño, una meta alguna vez perseguida de la que había sido desencaminado. Soñaba con un lugar poblado de verdes árboles, con agua sólo para beber, y sin relojerías; un lugar adonde el
New York Times
llegara con dos semanas de retraso, y donde tuviera que echar una caminata al pueblo para encontrar un teléfono o una chica con la que pudiera acostarse y con la que quisiera desayunar a la mañana siguiente. Ya no quería escribir circulares publicitarias exageradas y semifalsificadas, sino libros doctos, cultos y fidedignos en una máquina de escribir que no fuera eléctrica; no quería volver a pensar jamás en el dinero; y deseaba descubrir por qué era importante continuar viviendo en esta Tierra.

Y sin embargo, por alguna razón, no podía encontrar el puente hacia ese sueño. Se decía a sí mismo que no podía cambiar su vida porque no tenía dinero de reserva. Así que trataba de ganarlo. Durante algunas semanas se ponía a trabajar con ahínco, compulsivamente, cuidando la buena salud. Nada de alcohol, nada de píldoras, nada de tabaco, nada de veladas. Mucho frontón de mano.

Tenía treinta y ocho años de edad, uno ochenta de estatura, ojos café enrojecidos y un poco abolsados en las ojeras, nariz recta entre mejillas sonrojadas, quijada pronunciada con un indicio de barbilla bifurcada, y robusta complexión. En su período de buena salud, cuando empezaba a sentirse de veintiocho años, en lugar de treinta y ocho, y sus ojos castaños comenzaban a aclararse, al igual que las negras ojeras, y la cara redonda se hacía recta y la barbilla bifurcada se definía y destacaba, y la protuberancia estomacal se aplanaba y los bíceps casi se ponían macizos…, cuando todo esto ocurría…, se le venía abajo el incentivo para perseverar en su régimen espartano y de vida irreprochable.

Jugaba este juego, absurdo y perdido, dos veces al año. En los últimos meses, sin embargo, no lo había practicado. Además, al tratar de regularizar su vida, había intentado limitarse a una sola mujer. Una relación sostenida. Recordó que así había sido cómo Darlene Nicholson y Jalil Gibrán habían ido a dar a su apartamento de dos pisos en Manhattan.

Era en su trabajo, que consumía la mayor parte de su tiempo, donde resultaba más difícil poder hacer algo más. Wanda Smith, su secretaria particular, una joven negra de aventajada estatura, carácter suave y busto talla cuarenta, se preocupaba por él. Joe Hawkins, su adusto protegido y asociado, se preocupaba por él. Thad Crawford, su cada día más encanecido abogado, de modulada voz, se preocupaba por él.

Constantemente les reaseguraba que no iba a reventar, y para probarlo cumplía con su trabajo cotidiano. Pero aquélla era una labor gris, sin alegría.

No obstante, a veces (muy raramente, pero a veces) brillaba algún resquicio de luz. Hacía un mes, Randall había conocido, a través de Crawford, a un joven brillante y original, graduado en leyes, que estaba ejerciendo no la abogacía sino una profesión nueva dentro de una democracia competitiva capitalista: una profesión (en realidad una ciencia social) llamada Honestidad. Este joven, de cerca de treinta años de edad, con unos fantásticos bigotes de morsa y los ojos encendidos, era Jim McLoughlin. Jim había fundado el Instituto Raker, con oficinas en Nueva York, Washington, Chicago y Los Ángeles. Ésta era una organización no lucrativa, y estaba integrada por jóvenes compañeros abogados, por graduados de escuelas de administración de empresas y antiguos profesores, por periodistas rebeldes, por rastreadores profesionales de hechos, y por brillantes hijos fugitivos y errabundos de la afluente comunidad industrial de Norteamérica. Trabajando discretamente durante varios años, el Instituto Raker de Jim McLoughlin había estado investigando, como primer proyecto entre los muchos que esperaba desarrollar, una conspiración tácita y muda de las altas esferas de los negocios norteamericanos, de sus industrias y sus corporaciones, en contra del público en general y del bienestar común.

—De lo que se trata —le había dicho McLoughlin a Randall en su primer encuentro— es de lo siguiente: durante décadas, nuestros magnates de la iniciativa privada, virtuales monopolistas, han suprimido las nuevas ideas, las invenciones, los productos que hubieran hecho descender el costo de la vida para el consumidor. Estos nuevos inventos e ideas murieron al nacer o fueron sofocados por las grandes empresas, pues si hubieran llegado alguna vez al público habrían acabado con los enormes lucros de que disfruta la iniciativa privada. Hemos hecho una increíble labor detectivesca en todos estos meses. ¿Sabía usted que alguien inventó una vez una píldora que podía producir una gasolina sintética de alta calidad para automóviles?

Randall le dijo que había escuchado rumores de semejantes cosas desde que tenía memoria, pero que siempre había supuesto que tales descubrimientos eran puras fantasías; más bien anhelos sensacionales que hechos auténticos.

Jim McLoughlin había proseguido con firme resolución:

—Siempre ha sido tarea de estas altas esferas de los negocios el hacerle pensar a uno que tales descubrimientos son, como usted dice, puras fantasías. Pero puedo darle mi palabra de que tales maravillas han existido y existen todavía. Un ejemplo perfecto es la píldora de gasolina. Un desconocido genio de la química encontró una fórmula para hacer gasolina sintética, y comprimió los aditivos químicos al volumen de una tableta diminuta. Todo lo que uno tendría que hacer sería llenar su tanque de gasolina con agua corriente, echarle la pastilla… y listo: ahí tendría sesenta o setenta litros de gasolina libre de contaminantes a un costo de quizá dos centavos de dólar. ¿Cree usted que las gigantescas compañías petroleras permitirían que eso saliera al mercado? ¡Nunca en la vida! Ello significaría el fin de una industria que mueve miles de millones de dólares. Y ése es sólo un caso. ¿Qué hay de la llamada cerilla perpetua? ¿Hubo de veras una cerilla que pudiera encenderse quince mil veces? Puede usted apostar a que sí, y a que fue rápidamente suprimida por las grandes empresas.

Y luego encontramos más, mucho más.

—¿Qué más? —había inquirido Randall, definitivamente intrigado.

—Supimos de una fibra textil —prosiguió McLoughlin—, que jamás se gasta; de una hoja de afeitar, una sola hoja, que puede durar toda la vida, sin que haya siquiera que afilarla.

Y han habido varias muestras de llantas de caucho que pueden rodar casi cuatrocientos mil kilómetros sin gastarse. Ha habido también un foco especial que podía dar luz durante diez años antes de fundirse. ¿Se da usted cuenta de lo que estos productos podrían significar para la familia de bajos ingresos que lucha por sobrevivir? Pero las grandes empresas no lo permiten. A lo largo de los años los inventores han sido comprados, chantajeados, eliminados…; en dos casos sencillamente desaparecieron, y sospechamos que fueron asesinados. Sí, señor Randall, nos hemos documentado bien, y estamos exponiendo toda esa inmunda represión en un informe (un libro negro, si así prefiere llamarlo) que se titulará
El complot en contra de usted
.

—Formidable —había murmurado Randall, repitiendo el título para saborearlo.

—En el instante en que nuestro informe sea publicado —continuó McLoughlin— los grandes empresarios recurrirán a todos los medios imaginables para evitar que nuestra denuncia sea conocida por el público. Si eso les falla, tratarán de desacreditarla. Por eso he acudido a usted. Quiero que se haga cargo de la promoción del Instituto Raker y de su primera denuncia. Lo necesito para que comunique al público nuestros descubrimientos… a través de políticos que realmente se interesen, de periodistas de radio y televisión, de la Prensa, de folletos impresos, de conferencias patrocinadas. Quiero que supere usted todos los esfuerzos hechos para amordazarnos o difamarnos. Quiero que usted transmita y difunda nuestra historia por todo el país, a tambor batiente, hasta que sea tan conocida como la Enseña Nacional. No somos clientes que lo harán rico, pero tenemos la esperanza de que, al ver lo que estamos haciendo, usted se sentirá parte de un grupo ciudadano inspirado por un verdadero sentido de la honestidad, por primera vez en la historia de Norteamérica. Confío en que usted aceptará.

Randall se había sorprendido a sí mismo entusiasmado, al tiempo que consideraba el proyecto. ¿Aceptaría? ¡Vaya que sí lo haría! Estaba listo para entrar en detalles e iniciar las juntas tan pronto como Jim McLoughlin y sus cruzados lo estuvieran también. McLoughlin le había dicho que estarían preparados muy pronto; desde luego, antes de que terminara el año. Junto con un veterano equipo de estudiosos, Jim viajaría, durante algunos meses, para investigar un prototipo supersecreto de motor a vapor para automóviles, no contaminante y de bajo precio, cuya aparición y desarrollo habían sido reprimidos a lo largo de dos décadas por los magnates de la industria del motor de combustión interna en Detroit. Además, estaría en contacto con sus colaboradores, quienes trabajarían evaluando proyectos futuros que involucran a otros poderosos malhechores, entre los cuales se incluían las compañías de seguros, los monopolios de teléfonos, los contubernios de empacadoras, y las asociaciones financieras.

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