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Authors: Irving Wallace

La Palabra (56 page)

BOOK: La Palabra
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—…Pienso que usted es tan egoísta y ambicioso como aquellos con quienes yo colaboro ahora. Pero usted,
dominee
, usted es más fanático. Usted puede verlo como una necesidad, y para fines buenos, pero yo no podría trabajar para un hombre tan virtuoso, tan inflexible, tan seguro de que sólo él conoce la verdad. Yo no podría convertirme en desertor y ayudarlo a destruir aquello en lo cual finalmente he llegado a creer… la Palabra… sí, la Palabra que le habremos de dar al mundo. Un mensaje del cual usted no sabe nada y, si yo me salgo con la mía, no se enterará hasta que esté a salvo en manos del mundo entero. Buenas noches,
dominee
. Le puedo desear buenas noches, aunque no le deseo buena suerte.

Sin aliento y esperando el estruendo, se desilusionó al ver que no lo hubo. De Vroome se limitó a mover la cabeza y, por un instante, Randall sintió que había sido exageradamente melodramático y que se había sentido como un tonto, de no ser por una cosa que le exasperaba. De Vroome había criticado ferozmente a personas indefensas… a Jeffries, Wheeler, Lori Cook, Hennig, Aubert, y aun a Ángela y a su padre. El
dominee
se había revelado como un ser despiadado y vengativo, por lo que Randall no se sentía avergonzado de su reacción explosiva.

—Me parece bien —dijo De Vroome—. No trataré de convencerlo… de decirle cuán equivocado está usted… acerca de mí y de mi movimiento… o cuan equivocado está acerca de aquellos a quienes tan lealmente defiende. Ambos hemos dicho esta noche lo que teníamos que decir. Lo dejaremos así por ahora. Pero recuerde que lo he puesto al tanto de algunas realidades acerca de sus colegas y de lo que representan. Le he pedido a usted que indague la verdad por sí mismo. Y cuando lo haga, probablemente querrá volver a verme. Quizás entonces me considere a mí y a mis objetivos más amablemente y con mayor caridad. Si esto sucediera antes de que su Biblia se publique, como yo creo que ocurrirá, sepa usted que mi puerta todavía estará abierta para usted. Nuestra causa puede utilizarlo.

—Gracias,
dominee
.

Randall se había dado la vuelta para marcharse, cuando nuevamente oyó hablar a De Vroome.

—Señor Randall, un último consejo.

Ya en la puerta, Randall se giró y vio que el
dominee
De Vroome había soltado el gato y se hallaba de pie, con Plummer parado a su lado.

—Una advertencia para usted y sus colegas —De Vroome desdobló un pedazo de papel—. No pierdan el tiempo con trucos tontos e infantiles para hacerme caer en trampas —levantó una hoja de papel azul—. Me refiero a este memorándum, supuestamente confidencial, que usted hizo circular entre sus colaboradores y asesores el día de hoy, ya tarde.

Randall tragó saliva y esperó.

—Usted fingió que se trataba de un comunicado serio acerca de sus planes promocionales —continuó De Vroome—. Pero, obviamente, estaba poniendo a prueba a su personal, para averiguar si alguno de ellos era desleal y nos estaba pasando los detalles de su organización. La esperanza de usted era que si yo veía el memorándum (y lo he visto), tomaría medidas para hacerlo público, anticipándome y combatiéndolo para que, de alguna manera, usted descubriera por dónde se estaba violando su seguridad y Heldering supiera a quién tendría que eliminar para tapar el agujero. Pero usted cometió un error (dos, en realidad) puesto que es sólo un principiante en teología y, por consecuencia, sus conocimientos de Nuevo Testamento son erróneos. El contenido de su memorándum implica una imposibilidad tan palpable que cualquier erudito consciente… uno que esté profundamente enterado de los evangelios, de los conocimientos cristianos, como yo lo estoy… detectaría ese disparate de inmediato; ni por un momento lo aceptaría como un hecho, ni mucho menos lo publicaría para caer en esa ridícula trampa. No vuelva a tratar de jugar conmigo. Y, si resultara necesario, mejor deje que sus expertos se hagan cargo de esos juegos.

Randall sintió que la sangre se le subía a la cabeza. De Vroome no había detectado la verdadera trampa. Todavía existía una posibilidad.

—No tengo la menor idea de lo que me está hablando…

—¿No la tiene? Permítame ser más explícito —De Vroome contempló el papel azul—. Veamos qué es lo que usted escribió. «Confidencial. Se ha decidido que al anuncio de nuestra publicación en el palacio real (día dedicado a la gloria de Jesucristo) le seguirán doce días consecutivos dedicados a los doce discípulos que el Nuevo Testamento menciona por su nombre.» Luego menciona usted a los doce discípulos, incluyendo a Judas Iscariote —De Vroome sacudió la cabeza. Nerviosamente, Randall esperó a que el
dominee
continuara hasta leer la última frase, la oración que mencionaba el nombre clave que denunciaría al traidor de Resurrección Dos. Pero De Vroome suspendió la lectura. Bajó la hoja de papel que tenía en la mano y volvió a menear la cabeza—. Tonterías.

Randall fingió perplejidad.

—Simplemente no comprendo…

—¿Su estupidez? ¿Esperaba usted que alguien creyera que estaba hablando en serio de una promoción que celebrara una nueva Biblia dedicando doce días a doce discípulos, incluyendo a Judas Iscariote? ¿Judas… el sinónimo histórico de la deslealtad, el traidor de Cristo?

Randall sintió un sobresalto. Eso sí que había sido una tontería. No había discutido el nombre de cada discípulo con los editores. Él los había averiguado por sí mismo y había dictado el maldito memorándum con demasiada premura, habiéndolo distribuido sin molestarse en que ninguno de los expertos lo revisara.

—Y su segundo error —prosiguió De Vroome— radicó en afirmar que el Nuevo Testamento menciona a doce discípulos por su nombre, cuando cualquier teólogo (si estuviera atento) sabría que menciona a trece. Porque después de que Judas lo traicionó, Cristo lo reemplazó por Matías, el décimo-tercero de los discípulos. Si el mensaje hubiera citado que Cristo tenía trece apóstoles y hubiera sugerido dedicar doce días de promoción a sólo doce de ellos, sustituyendo a Matías por Judas, quizá me hubiera engañado y su truco habría funcionado. Pero esto… —manoteó la hoja azul con desdén— esta clase de juegos de niños no lo llevará a ninguna parte —De Vroome sonrió—. No nos subestime. Respétenos, y al final estará con nosotros.

Ansiosamente, Randall echó un vistazo a la hoja de papel azul. La última oración. Tenía que ver la última oración. Su corazón palpitaba exageradamente. Sentía que sus latidos se oían por todo el cuarto. Desesperadamente, trató de pensar en algo, cualquier cosa que hiciera que De Vroome le revelara la última oración.

—Dominee
—dijo Randall, tratando de controlar su voz—, le agradezco su pequeña disertación sobre relaciones públicas y erudición, pero me temo que no comprendo. Yo no escribí ese mensaje.

El reverendo De Vroome resopló impacientemente.

—Usted es obstinado. Todavía le gusta jugar. ¿Reconocería su propia firma?

—Por supuesto.

—¿Es ésta su firma o no?

De Vroome arrojó el memorándum azul por encima del escritorio en dirección a Randall.

Pudiendo apenas atravesar la habitación y sintiendo que las piernas le temblaban, Randall se acercó al escritorio.

Miró fijamente el memorándum. La última oración, arriba de su firma, le saltó a los ojos.

El primero de los doce días será dedicado al discípulo Mateo.

Mateo.

Randall levantó la cabeza, tratando de ocultar el triunfo que sentía incrementarse en su pecho. Hizo un esfuerzo por aparentar una expresión avergonzada de disculpa.

—Usted gana,
dominee
—le dijo—. Sí, ésa es mi firma. Me había olvidado por completo de que ese mensaje debía despacharse hoy mismo.

El
dominee
De Vroome asintió con la cabeza, satisfecho, recogiendo el memorándum y doblándolo lentamente.

—Olvídese de lo que quiera, excepto de una cosa. Nosotros sabremos cualquier cosa que sea necesario saber acerca de la nueva Biblia antes de que ustedes hipnoticen al público. Prepararemos a la gente para que resista un ataque y lo rechace. Pero si usted desea estar del lado victorioso, regresará aquí y trabajará con nosotros hombro con hombro… Ahora, el señor Plummer lo llevará a su hotel.

—Gracias, pero preferiría tomar un poco de aire fresco —dijo Randall rápidamente.

—Muy bien.

De Vroome condujo a Randall hacia la puerta y, sin decir palabra, lo despachó.

Minutos después, habiendo dejado atrás la casa del guardián y la pomposa iglesia, Randall caminó entre las sombras de los frondosos árboles que rodeaban el Westermarkt, y se dirigió hacia el farol más cercano de la desierta plaza.

Un nombre, sólo uno, resonaba en sus oídos, haciendo eco, una y otra vez, en su cerebro.

Mateo.

En ese momento no tenía la paciencia para buscar un taxi. Era la hora de la verdad. Sólo uno de los doce que habían recibido el memorándum que él había enviado esa tarde llevaba el nombre clave de Mateo.

¿Quién había recibido la nota con el incriminante nombre de
Mateo
?

¿Quién?

Bajo la luz amarillenta de un farol, Randall buscó a tientas, en el bolsillo interior de su chaqueta, la lista de los doce discípulos y las doce personas del proyecto cuyos nombres hacían juego.

Tenía la lista. La abrió. Y sus ojos la recorrieron.

Discípulo Andrés — doctor Bernard Jeffries.

Discípulo Tomás — reverendo Zachery.

Discípulo Simón — doctor Gerhard Trautmann.

Discípulo Juan — monseñor Riccardi.

Discípulo Felipe — Helen de Boer.

Discípulo Bartolomé — señor Groat.

Discípulo Judas — Albert Kremer.

Discípulo Mateo —

Discípulo Mateo.

El nombre que estaba frente al de Mateo era el nombre de Ángela Monti.

VII

H
abía sido una noche de insomnio, y ahora era la media mañana del viernes más negro que Steven Randall había conocido en toda su vida.

Había ordenado a Theo que lo condujera no al «Gran Hotel Krasnapolsky», sino al de Bijenkorf, la tienda de departamentos más grande de Amsterdam, un edificio de cinco pisos ubicado sobre el Dam.

Veinte minutos antes había llamado por teléfono a Ángela Monti desde el «Amstel»; no la había encontrado en el «Hotel Victoria», pero a la siguiente llamada la había localizado justo cuando ella entraba en el cubículo contiguo a su propia oficina, preparándose para reemplazar a Lori Cook como su secretaria.

La conversación telefónica había sido a nivel de monólogo breve… de parte de Randall.

—Ángela, tengo que verte fuera de la oficina acerca de algo muy urgente. En cualquier otro lugar. Me dijiste que has estado en Amsterdam varias veces antes. ¿Qué te parece si nos vemos en esa tienda de departamentos que está en el Dam? ¿Hay ahí alguna cafetería donde podamos sentarnos a platicar unos minutos? —El almacén tenía una cafetería en la planta baja y una en el último piso, el cuarto—. Está bien. Nos veremos arriba. Ahora mismo salgo para allá. Te espero.

Randall entró a de Bijenkorf por el lado del Dam.

Todavía era temprano, así que el gigantesco emporio aún no estaba repleto de compradores. Se dirigió a una vendedora del departamento de bolsos y sombreros y le preguntó dónde se encontraban los ascensores; ella le indicó que quedaban enfrente, al centro de la tienda.

Caminó apresuradamente entre los mostradores y los aparadores, con sus montones de joyería de fantasía, sus flores artificiales, sus discos estéreo y sus toallas, sin prestar atención, sin importarle nada, tratando sólo de concentrarse en su confrontación con Ángela Monti.

Posiblemente ella era una mentirosa, y casi seguramente una traidora. En un principio Randall había dudado de los servicios de inteligencia de De Vroome, en el sentido de que el profesor Monti se encontrara en desgracia y que Ángela le hubiera mentido y se hubiera prestado para proteger y promover personalmente a su padre. Y aun después de poseer la prueba de que Ángela estaba colaborando con De Vroome para destruir a Resurrección Dos, a Randall le resultaba difícil de creer. ¿Por qué querría ella ayudar a arruinar un proyecto, cuya destrucción también arruinaría a su amado padre? A menos de que… y ésta era realmente una posibilidad… a menos de que Ángela no amase a su padre. Por lo que Randall sabía, bien podría ser que Ángela lo odiara y que hubiera buscado la oportunidad de sabotear el proyecto originado en sus descubrimientos.

De cualquier forma, fuera cual fuere el motivo, el abominable hecho existía: la trampa que habían tendido la noche anterior había revelado sin duda que Ángela era la delatora dentro de Resurrección Dos. Una vez aclarado esto, no parecía haber mayor razón para dudar de la afirmación de De Vroome en el sentido de que Ángela era una farsante y una mentirosa. Y sin embargo, apenas ayer al mediodía, y la noche anterior, había intimado con ella más profundamente de lo que jamás había intimado con ninguna otra mujer, y la había amado y había confiado en ella como en ninguna otra. Resultaba imposible creer que ella había traicionado no sólo el proyecto, sino el amor que él le tenía. No obstante, también resultaba imposible eludir la fría evidencia de que eso era precisamente lo que ella había hecho.

En unos cuantos minutos lo sabría. Le temía a la verdad, pero debía saberla, aunque tuviera que arrancársela a Ángela.

Sentía ganas de estrangularla por haber saboteado la poca fe que apenas recientemente había adquirido. Pero hacer eso equivaldría a cometer un suicidio. Sería una confrontación sin esperanza, de la cual no habría supervivientes.

Todos los ascensores estaban ocupados, y a pocos metros vio que varios clientes tomaban una escalera eléctrica. No podía esperar. Se dirigió apresuradamente a la escalera, se subió en el escalón y se agarró del pasamanos que ascendía en movimiento.

Se bajó en el cuarto piso y miró a derecha e izquierda, hasta que encontró el letrero que decía: EXPRES BAR/EXPRES BUFFET.

Cruzó el torniquete de entrada, recibiendo de manos de una distraída empleada un boleto amarillo que debía ser perforado para mostrar lo que había ordenado. Delante de él, en una larga barra de alimentos, alcanzó a ver a Ángela llevando una bandeja en las manos e inspeccionando el menú que estaba colgado en la pared, detrás del mostrador:
warme gerechten, koude gerechten, limonade, koffie, thee, gebak
.

Se acercó a ella por detrás.

—Por favor, pídeme un té solo, nada más. Buscaré un lugar para sentarnos.

BOOK: La Palabra
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