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Authors: Irving Wallace

La Palabra (54 page)

BOOK: La Palabra
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—Porque los conozco personalmente, a todos y cada uno de ellos, y sé cuál es su postura. No hablaré de sus cinco editores, los promotores de la nueva Biblia; ellos están por debajo del desprecio. Sus intereses son egoístas, comerciales; su única Escritura es el libro mayor de utilidades, y su única religión es el producto nacional bruto individual. Para sobrevivir, necesitan el apoyo de personas como Trautmann, Zachery, Sobrier, Riccardi y Jeffries, así como también de los anticuados concilios eclesiásticos y las sociedades bíblicas. Éstos son aquellos cuya fe en Cristo y cuyo esmerado cuidado y protección del Señor han embrutecido y retardado a la religión y a la Iglesia durante siglos. Ellos saben que la razón básica de la existencia de la religión es la muerte, así que simultáneamente predican el falso temor y la esperanza falsa, y dejan caer una cortina de ritos y dogmas entre ellos mismos y los genuinos problemas de los seres humanos. La verdadera teología, nos dice Tillich, se refiere a aquello que debe interesarnos en esencia… la significación de nuestra existencia y nuestra vida. Sin embargo, los teólogos ortodoxos ignoran esto. Como dicen mis amigos del Centro pro Unione de Roma, éstos son los que sólo desean proteger al antiguo club religioso, al
statu quo
ortodoxo, del proceso inevitable de la disolución. Y a menos de que ellos hagan reformas, o que nos abran camino a nosotros, los reformistas, el mundo consistirá en nuevas generaciones sin religión, sin fe, sin el corazón de la supervivencia que puede crecer sólo en la fe.

—Usted me ha hablado de la necesidad de purgar la Biblia —dijo Randall—; pero, ¿cómo reformaría usted la organización de la Iglesia en sí?

—¿Quiere decir en una forma práctica?

—Sí, prácticamente.

—Para sintetizarlo… —dijo De Vroome, acariciando distraídamente al gato siamés que le restregaba la pierna mientras pensaba lo que iba a decir—. La nueva Iglesia por la cual yo abogo será una sola Iglesia, protestante y católica a la vez. Tendrá unidad cristiana. Prevalecerá un espíritu ecuménico… un mundo en una sola Iglesia. Esta Iglesia no promoverá la fe ciega, ni los milagros, ni el celibato, ni la autoridad irrefutable de su clero. Esta Iglesia rechazará las riquezas, gastará su dinero en sus fieles y no en enormes catedrales como la Westerkerk, la Abadía de Westminster, Notre Dame o San Patricio. Trabajará en la comunidad, a través de pequeños grupos que no tendrán que soportar sermones, sino que disfrutarán de las celebraciones espirituales. Integrará a las minorías, reconocerá la igualdad de las mujeres, promoverá la acción social. Apoyará el control de la natalidad, el aborto, la inseminación artificial, la ayuda psiquiátrica y la educación sexual. Se opondrá a los Gobiernos y a las industrias privadas que se dedican al asesinato, la opresión, la contaminación y la explotación. Será una Iglesia de compasión social, y su clero y sus congregaciones verdaderamente realizarán y vivirán, no sólo de palabra, el Sermón de la Montaña.

—Y, ¿no cree usted que los teólogos y los editores de Resurrección Dos también desean esa clase de cristianismo?

La boca de De Vroome esbozó una nueva sonrisa.

—¿Cree usted que ellos quieren lo que yo quiero, lo que las grandes masas quieren? Si es así, pregúnteles a ellos. Pregúnteles por qué se oponen a mi movimiento, si no es meramente para preservar sus formas tradicionales y su jerarquía. Y pregúnteles por qué, en asuntos de ética cristiana, siempre vacilan entre la avenencia y el fanatismo obstinado. La avenencia implica holgazanería. El fanatismo es fervor excesivo y, por lo tanto, carencia de amor. Existe una tercera solución (la del presente), la de resolver las necesidades inmediatas del prójimo. Pregúnteles a sus compañeros si están dispuestos a sacrificar las enseñanzas eclesiásticas dogmáticas por discusiones libres. Pregúnteles qué cosa están haciendo (ahora) acerca de las relaciones sociales, la pobreza, la desigual distribución de las riquezas. Pregúnteles si están preparados para sacrificar sus instituciones lucrativas por una comunidad cristiana universal, donde el ministro o el sacerdote no sea una persona especial, un dignatario, sino sencillamente un siervo que pueda atraer a una vida espiritual a aquellos que lo empleen. Hágales estas preguntas, señor. Randall, y cuando obtenga sus respuestas, usted comprenderá lo que ellos no comprenden. Es decir, que el principal problema de la vida no es prepararse para lo que venga después de la muerte… la cuestión esencial es cómo suministrar el cielo aquí en la Tierra, hoy en día.

El reverendo De Vroome hizo una pausa, miró a Randall durante varios segundos, y continuó, midiendo cada palabra.

—Y con respecto a esa Biblia secreta que sus amigos están preparando (sea cual fuere su contenido, las buenas nuevas que ofrezca o la sensación que provoque), no es un producto del amor. Los motivos que hay detrás de su publicación son tanto ofensivos como pecaminosos. Para los editores, el propósito es puramente económico. Para los teólogos ortodoxos, el motivo es principalmente el de desviar a millones de personas de la reforma terrenal, hipnotizarlas o amedrentarlas para que regresen a la antigua desesperanza de la Iglesia utópica, mística y ritualista. Le aseguro a usted que con esa nueva Biblia esperan aniquilar mi movimiento y barrer por completo a la Iglesia de la resistencia. Con esa Biblia pretenden revivir la religión del más allá y terminar con la religión del presente. Sí, señor Randall, sus motivos son ofensivos y pecaminosos…

Randall protestó:

—Dominee
, perdone que lo interrumpa. Yo honestamente creo que usted exagera. Su queja acerca de los editores puede ser válida, aunque yo pienso que los está juzgando muy duramente. De cualquier modo, yo no intentaré avalar sus motivos. Sin embargo, conozco al resto del personal involucrado en este proyecto, y yo creo que son personas devotas, honestas y defensoras sinceras de lo que ellos consideran una revelación divina. Por ejemplo, el doctor Bernard Jeffries, de Oxfrod, el primer teólogo que conocí. Creo que su dedicación al proyecto se deriva únicamente de su devoción a la erudición y de sus convicciones espirituales…

El
dominee
De Vroome levantó la mano.

—Deténgase ahí, señor Randall. Me da usted como ejemplo al doctor Bernard Jeffries… Pues bien, él constituye el ejemplo perfecto de lo que me preocupa. No niego que sea un hombre de pretensiones científicas, ni tengo dudas acerca de sus convicciones religiosas. Pero ésas no son las razones principales de su participación en la edición de la nueva Biblia. Existe otro motivo, que es completamente político.

—¿Político? —repitió Randall—. No puedo creerlo.

—¿No puede creerlo? ¿Nunca ha oído hablar del Consejo Mundial de Iglesias?

—Por supuesto que sí. Mi padre es clérigo. A él se lo he oído mencionar.

—¿Sabe algo acerca del Consejo? —insistió De Vroome.

Randall titubeó.

—Según recuerdo, es… es una organización internacional que abarca a la mayor parte de los grupos eclesiásticos protestantes. No puedo recordar los detalles.

—Permítame refrescarle la memoria para que, al hacerlo, le describa una mejor imagen del altruista doctor Jeffries.

El rostro del clérigo holandés, según Randall, se había congelado. La voz vibrante se había tornado más gruesa.

—El Consejo Mundial de Iglesias, con sede en Ginebra, se compone de 239 iglesias anglicanas, ortodoxas y protestantes de noventa naciones, que cuentan con 400 millones de feligreses en todo el mundo. El Consejo Mundial es la única organización fuera de Roma que posee un potencial de autoridad y de control comparable al del Vaticano. Sin embargo, desde su creación en esta ciudad en el año de 1948, y hasta el presente, en ninguna forma se ha semejado al Vaticano. Como dijo el primer secretario general durante la primera asamblea: «Somos un Consejo de Iglesias, no
el
Consejo de una Iglesia indivisa.» Y como proclamó la tercera asamblea desde la India: «El Consejo Mundial de Iglesias es una confraternidad de Iglesias que reconocen al Señor Jesucristo como Dios y Salvador de acuerdo con las Escrituras.» En resumen el Consejo es un organismo liberalmente unido de varias Iglesias con distintos antecedentes sociales y raciales que buscan una comunicación intereclesiástica, una unidad cristiana, un consenso de fe y una acción social común. Entre asamblea y asamblea, que se celebran cada cinco o seis años, un Comité Central y un Comité Ejecutivo llevan a cabo la política. Ahora bien, los dos puestos más activos dentro de la organización son los del secretario general, que trabaja tiempo completo y percibe un sueldo, y el presidente, que tiene un puesto honorario. De estos dos, el que ejerce mayor influencia es el secretario general, quien encabeza al personal de la sede en Ginebra, compuesto de doscientas personas; es el oficial de enlace y coordinación entre las Iglesias asociadas y representa al Consejo ante el mundo exterior.

—Y sin embargo, ¿no es una figura con autoridad?

—Definitivamente no, tal como andan las cosas actualmente —dijo De Vroome—. El secretario general no tiene poder judicial. Repito, tiene influencia, y un potencial para ejercer el poder. Lo cual nos lleva a su erudito, espiritual y altruista doctor Bernard Jeffries. La jerarquía de la Iglesia ortodoxa (los decanos del clero, los conservadores firmemente establecidos) está promoviendo un plan para dominar la próxima asamblea del Consejo Mundial de Iglesias, nombrar al doctor Jeffries el próximo secretario general y, a través de él, reestructurar el Consejo Mundial y convertirlo en un Vaticano protestante, con su cuartel general en Ginebra. De esa manera, los conservadores gobernarán a través de edictos y proclamaciones, harán retroceder a los seguidores de todas las Iglesias hacia la fe ciega y acabarán con todas las esperanzas de una fe popular vital y operante. Y, ¿cómo logrará esto la maquinación ortodoxa? A través de la conmoción y la propaganda que engendrará la nueva Biblia que está preparando el grupo de Resurrección Dos.

Mientras escuchaba, Randall recordó vagamente haber oído con anterioridad el nombre del doctor Jeffries relacionado con el Consejo Mundial. Trató de recordar dónde lo había oído… De Valerie Hughes, la prometida del doctor Knight, en Londres. Había existido cierta lógica en aquella alusión anterior al doctor Jeffries como candidato al secretariado general del Consejo. Ahora, de acuerdo con la versión de De Vroome, los motivos que había detrás de la candidatura reflejaban una luz distinta e indigna.

Randall dijo lo que estaba pensando.

—¿Está el doctor Jeffries al tanto de ese plan?

—¿Al tanto? —dijo De Vroome—. Él está al frente del ardid, colaborando activamente y haciendo política secreta para promoverse a sí mismo para el secretariado general. Tengo pruebas (copias de la correspondencia sostenida entre Jeffries y sus conspiradores) que sustentan lo que he dicho.

—Y, ¿cree usted que el doctor Jeffries podrá lograrlo?

—Lo logrará si la nueva Biblia de ustedes le da la suficiente publicidad, distinción e importancia.

—Permítame modificar mi pregunta y planteársela de nuevo —dijo Randall—. ¿Cree usted que lo
logrará
?

—No —respondió llanamente el reverendo De Vroome, sonriendo una vez más—. No, no lo logrará; como tampoco lo lograrán sus editores.

—¿Por qué no?

—Porque yo pretendo detenerlos, demoliendo el trampolín de Jeffries al poder… su nueva Biblia… desacreditándola y destruyéndola antes de que ustedes la puedan anunciar y distribuir en todo el mundo. Una vez que haya yo logrado eso, habrá otro secretario general en el Consejo Mundial de Iglesias. Verá usted, señor Randall,
yo
pretendo ser el próximo secretario general.

Randall mostró su asombro.

—¿Usted? Pero yo pensé que usted estaba en contra de la autoridad eclesiástica y…

—Lo estoy —dijo De Vroome bruscamente—. Por eso es que debo ser el nuevo secretario general del Consejo Mundial, para protegerlo de los hambrientos de poder. Para preservarlo dentro de la unidad cristiana. Para hacerlo aún más sensible al cambio social.

Randall estaba perplejo. No sabía si el
dominee
era honesto en las virtudes que profesaba o si era tan ambicioso y político como aquellos a quienes combatía. Y había algo más. De Vroome acababa de mencionar la necesidad de destruir la nueva Biblia. Randall pensó que debía confrontar al reverendo con la insensatez de su propósito de destrucción.

—Yo no puedo opinar acerca de quién debería ser el próximo secretario general del Consejo Mundial —dijo Randall—, pero creo que puedo y debo discutir la actitud que usted ha tomado con respecto a una versión revisada del Nuevo Testamento que nunca ha visto ni leído, y de la cual sabe muy poco. Dejando de lado las conveniencias políticas, no puedo comprender por qué desea usted destruir (ésa fue la palabra que empleó,
destruir
) una Biblia que podrá proporcionar consuelo a millones de personas; una nueva fe y una nueva esperanza. Una obra que promoverá la fraternidad y el amor; los mismos objetivos que usted persigue a través de su movimiento. ¿Cómo justifica, moralmente, la destrucción de la Palabra, cuando ignora por completo su mensaje?

De Vroome frunció el ceño.

—No necesito conocer su mensaje de antemano —dijo severamente—, porque conozco a sus mensajeros.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Que yo sé todo lo que necesita saberse de las personas involucradas en el descubrimiento, la autentificación, la producción y la promoción de su Biblia.

Por primera vez, Randall sintió que perdía la paciencia.

—¿Qué insinúa usted? —dijo irritado—. Yo he estado en contacto con todas las personas importantes del proyecto y, como ya le he dicho, he llegado a conocer algunas de ellas bastante bien. Estoy seguro de que la mayoría son decentes, sinceras, honestas y tienen integridad y buenos propósitos. Usted ni remotamente los conoce tan bien como yo.

—¿De veras? —dijo De Vroome divertidamente. Luego se puso de pie—. En tal caso, veamos qué es lo que usted sabe… y lo que yo sé… acerca de su devoto y fiel rebaño.

Enfurecido por la arrogante suficiencia del clérigo, Randall trató de contenerse mientras observaba al
dominee
De Vroome dirigirse a su escritorio. De su sotana sacó una llave, abrió un cajón, sacó una carpeta de archivo, la abrió y la puso encima del escritorio. Se sentó, sacó un grueso manojo de papeles, los hojeó, reflexionó por un momento, y levantó las hojas para que las viera Randall.

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