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Authors: Irving Wallace

La Palabra (9 page)

BOOK: La Palabra
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Randall puso su mano sobre el hombro de Johnson y habló dirigiéndose a Carey.

—Eso no es toda la historia, Tom. En realidad, el experimento fue considerado un fiasco en el mundo periodístico. Dijeron que el periódico había sido demasiado soso, demasiado opaco, demasiado sermoneador, y que el aumento en la circulación era una chiripa temporal estimulada por la novedad y la publicidad. Además, se habían publicado ediciones extras simultáneamente en Chicago y Nueva York, para vender más ejemplares. Si Sheldon hubiera continuado un par de semanas más, habría llevado el periódico a la bancarrota.

—Pura especulación —dijo Johnson de buen humor—. El hecho es que, sea cual fuere la razón, dio resultado. Los lectores no resistieron el énfasis en la moralidad, en lugar de la inmoralidad. Lo cual me trae de nuevo al punto. Esto es, que cuando Nathan oyó hablar de Sheldon, sintió el deseo de intentar lo mismo por su propia cuenta.

—¿De veras? —dijo Carey—. No recuerdo eso.

—Bueno, tú estabas en California o en alguna otra parte en ese tiempo —dijo Johnson—. Sí, la idea se gestó en Nathan durante largo tiempo y, por fin, aunque estaba tan ocupado, puso en marcha un periódico semanario llamado
Buenas Nuevas Sobre la Tierra
, y anunció que lo publicaría y editaría como Jesucristo pudiera haberlo publicado y editado. Lo lanzó (utilizando mis prensas y alguna de mi gente) dirigido a los padres de los chicos de la escuela dominical, y luego la anunció para el público en general. ¿Sabes?, tuvo una circulación de… déjame ver… cerca de cuarenta mil ejemplares semanales. Le llegaron cartas de lectores de lugares tan lejanos como California y Vermont, y aun algunos de Italia y el Japón. Fue una gran cosa, y pudo haber sido todavía mejor, sólo que Nathan sencillamente no tenía el tiempo ni las fuerzas para hacer el papel de Jesús-editor y a la vez seguir cumpliendo sus obligaciones para con su congregación.

Se habían detenido en una esquina. Ed Period Johnson hizo un gesto de despedida.

—Aquí os dejo yo —dijo, e inclinó la cabeza dirigiéndose a Randall—. De todos modos, Steven, siempre que pienso en las cosas delicadas que tu padre ha hecho en su vida, me acuerdo de las
Buenas Nuevas Sobre la Tierra
y del éxito que tuvo con ello. Él podría haber tenido éxito en cualquier cosa. Y las mejores nuevas sobre la Tierra, en este día, son que él, gracias al Señor, estará con nosotros durante largo tiempo por venir, y cada uno de nosotros (todo el mundo en Oak City) va a beneficiarse con ello. —Palmeó la mano de Randall—. Es magnífico tenerte en casa de nuevo, Steven. Te veré (a ti también, Tom) en el hospital esta noche.

Se marchó, con su andar desgarbado, calle arriba hacia el edificio de ladrillo rojizo que albergaba a su periódico. Randall y Carey lo observaron un momento, luego cruzaron la intersección y reanudaron su caminata hacia el centro de la población y el «Hotel Oak Ritz».

Marcharon en silencio un corto lapso, antes de que Tom Carey hablara por fin:

—Fue toda una historia la que Ed Period nos contó de tu padre, Steven.

—Fue puro cuento —dijo Randall, sin trazas de enojo.

—¿Cuento? —repitió Carey, desconcertado—. ¿Quieres decir que Ed Period lo inventó… todo lo de tu padre y las
Buenas Nuevas Sobre la Tierra
?

—No lo inventó —dijo Randall pacientemente—. Es verdad que mi padre publicó ese maldito periódico. Pero la última parte, lo de que la empresa haya sido un éxito, fue una absoluta patraña, como dicen aquí en Oak City. Claro que la circulación llegó a los cuarenta mil ejemplares. Pero eran gratis; mi padre los daba por nada. No creo que un centenar de personas en todo el país hayan pagado por sus ejemplares de ese ridículo semanario. Y nadie se anunciaba en él. A los pocos que querían hacerlo, mi padre los rechazaba porque Cristo no habría aceptado sus anuncios. Nadie quería leer solamente buenas noticias; ni lo quieren ahora. Porque el mundo real no es así. El periódico de papá estaba lleno de gente que amaba a la gente, que se dedicaba a la caridad, y cuyas plegarias eran siempre escuchadas. Era una vomitada de niño pequeño. Demonios, ni el mismo Cristo habría editado un periódico así en Galilea. Tampoco ninguno de sus discípulos o de los evangelistas. Esos antiguos escritores judíos y cristianos… se las vieron con mujeres adúlteras, violencia en los templos, flagelaciones, crucifixiones, de todo; con la vida, ambos lados de la vida, no solamente las cosas buenas. Las
Buenas Nuevas Sobre la Tierra
fueron malas nuevas para nuestro hogar. Se acabó después de cinco o seis números. No porque mi padre estuviera ocupado, como fantaseaba románticamente Ed Period, sino porque estaba arruinando a la familia. Mi padre perdió hasta el último centavo del ahorro familiar en ese proyecto.

Carey se veía preocupado.

—¿El dinero era… era suyo?

—No —dijo Randall—. Era mío.

—Ya veo.

Randall miró a su amigo.

—No me malentiendas, Tom. No me estoy quejando del asunto. Es sólo que he llegado a una etapa de mi vida en la que estoy hastiado y cansado de escuchar cuentos de hadas perpetuados como verdades. Estoy cansado de mentiras, de medias mentiras, de exageraciones. Demonios, ése ha sido mi negocio la mitad de mi vida. Ahora, más y más cada vez, como un rufián reformado que se vuelve puritano, me estoy interesando por la fidelidad a los hechos, por la veracidad máxima. He llegado a detestar la falsedad y a los falseadores. Se requiere un mentiroso para reconocer a otro, y yo he sido uno de ellos durante mucho tiempo. Estoy tratando de cambiar mi actitud.

—¿No estás siendo un poco duro contigo mismo?

—No, ni lo estaba siendo con mi padre tampoco. Respeto a mi viejo, de verdad. Conozco su lado bueno, igual que lo conoces tú. No tiene un hueso perverso en su cuerpo. Él es un ser humano en verdad decente; algo que yo nunca he podido ser. Pero mi padre es y ha sido siempre el ser humano más impráctico… viviendo en un estado especial llamado Euforia… responsable sólo ante algún gran (perdóname, Tom)… algún gran costal de fango en el cielo, y negligente de muchas responsabilidades para con los cristianos de la Tierra.

Carey sonrió.

—Te perdono, pero…

—Espera. No me digas que el reverendo Nathan Randall tiene algo que no tenga ninguno de nosotros… que ostenta el secreto de la felicidad, de la paz… mientras que… el resto de nosotros somos sólo unos miserables. Claro, en cierto sentido es verdad. Él siempre ha estado contento; no así su hijo, por ejemplo. Pero, ¿por qué? ¿Porque papá ha tenido fe, confianza sin reservas, y ha creído,.? Pero, ¿en qué?… ¿En un invisible Autor Divino de Buenas Nuevas, Perdón y Finales Felices? Yo no puedo jugar ese juego autoelusivo. En un sentido figurado, fui agarrado por la nuca a temprana edad (por H. L. Mencken, ese burlador de todos los
mythos
), y me fue inculcada su versión breve del Decálogo. «Creo que es mejor decir la verdad que una mentira. Creo que es mejor ser libre que esclavo. Creo que es mejor saber que ser ignorante.» Desde entonces he creído en lo que puedo ver o en lo que otros pueden probar que han visto; y sólo en eso puedo creer. Ése ha sido mi credo. Y te diré qué, Tom: apesta. Pero no puedo cambiar mi actitud a estas alturas, Tom. Estoy atascado en ella. Y te diré otra cosa (y no me importa decírtelo): envidio a mi padre. Fe ciega; ese juego es mejor.

Se volvió para observar la reacción de Carey, pero éste iba mirando fijamente hacia delante, con ceño pensativo, mientras seguían caminando.

Randall se preguntaba qué habría sin decir en la mente de su amigo. Aunque habían tomado senderos diferentes en los muchos años transcurridos después de la universidad, y era muy poco lo que aún tenían en común, el afecto de Randall por Tom Carey nunca había disminuido. Habían estado juntos en el equipo de atletismo en la secundaria y, por un tiempo, habían sido compañeros de cuarto en la Universidad de Wisconsin. Después de su graduación, Randall se había ido a la ciudad de Nueva York, y Tom Carey había escuchado la llamada y había sido aceptado por el Seminario Teológico Fuller, en California. Después de tres años en la Escuela de Teología, Carey había salido con el título de Bachiller en Divinidad. Más tarde, ya con más estudios de graduado, se había casado con una muy linda morena de Oak City, a la que Randall había llevado al baile de fin de curso de la secundaria, y se había convertido en pastor de una pequeña parroquia en el sur de Illinois.

Toda vez que Carey iba a menudo a Oak City a visitar a su madre viuda y a sus suegros, había mantenido sus vínculos con la familia Randall; en especial con el padre de Steve, al que admiraba. Ese afecto encontraba reciprocidad en el reverendo Nathan Randall. Luego, tres años antes, conforme las exigencias de la próspera parroquia y la congregación del anciano seguían aumentando y su energía decrecía con la edad, éste había mandado llamar al joven Carey y le había ofrecido un puesto como ministro asociado con un salario mejor del que percibía en Illinois. Carey iba a hacerse cargo de algunas de las tareas más rutinarias del reverendo Randall, así como a extender la participación de la Primera Iglesia Metodista en las obras sociales entre los necesitados. Por añadidura, a Carey se le había prometido que reemplazaría al viejo después de su jubilación.

Tom Carey había aceptado la oferta de inmediato y, con su mujer y seis niños, había retornado a su pueblo natal. Ahora sucedería al reverendo Randall. Se veía casi demasiado joven para ser ministro de Dios. Era ligero de complexión aunque atlético, de cabello muy corto, nariz respingada, pálido; semejaba uno de esos chiquillos que portan, al frente y espalda sostenidos por tirantes, sendos carteles de anuncio ambulante de los Boy Scouts de América. Era cabal, recto, serio, leído, inteligente, socialmente activo. No predicaba como si tuviera a Dios a su lado (al reverendo Nathan Randall, quizá; pero no a Dios). Es decir, que desdeñaba los sermones de fuego, gritos y aspavientos. Era alguien que no exageraba la nota.

Carey hablaba de nuevo, calmadamente, titubeante.

—Mencionaste la fe ciega de tu padre, Steve, su indiscutible fe, y cómo le envidiabas por ello. Estaba yo pensando precisamente en eso… en realidad, debatiendo conmigo mismo acerca de si debía discutirlo contigo. —Se humedeció los labios secos—. Señalaste que habías llegado a preferir la verdad de las cosas. Así que… quizá no te molestará escuchar la verdad.

Randall hizo más lento su paso, e inquirió:

—¿La verdad acerca de qué, Tom?

—La fe ciega de tu padre. Tú sabes cuán cerca he estado de él en estos años recientes. Bueno, para hablar honestamente, he detectado una alteración gradual en su punto de vista. Puede que tú no hayas notado nada la vez última que estuviste aquí, pero ya estaba comenzando a suceder. Tu padre nunca ha perdido la fe. Eso sería impensable. Yo diría más bien que en estos últimos años los sucesos del mundo, la conducta de los hombres, han tendido a sacudir… a sacudir, apenas ligeramente… su fe.

Esto era lo último que Randall habría esperado escuchar. No podía ocultar su perplejidad.

—¿Su fe en qué? Seguramente no en Dios, ni en el Hijo de Dios. ¿En qué, pues?

—Es difícil ser explícito. Yo diría que no precisamente su fe en Nuestro Señor… sino en la verdad literal del canon del Nuevo Testamento, en el dogma de la Iglesia, en la relevancia del ministro de Cristo sobre la Tierra respecto de los problemas de ahora, en la posibilidad de aplicar algunas de las enseñanzas de Nuestro Señor a estos tiempos intensamente científicos y rápidamente cambiantes.

—Tom, ¿me estás diciendo que sientes que mi padre ha perdido fe en la Palabra?… ¿O al menos algo de su fe?

—Es una sospecha que he abrigado recientemente.

Randall estaba angustiado.

—Si eso es verdad, es terrible, absolutamente terrible. Significaría que ahora sabe que su vida no vale nada; nada más que cenizas.

—Puede que no haya llegado a tanto, Steven. Puede que ni siquiera haya comprendido o afrontado su propia sensación de inquietud. Te lo expondré sencillamente. Empleando la sabiduría tradicional, tu padre estaba tratando de resolver la multitud de nuevos problemas a los que se tiene que enfrentar el hombre del siglo XX en este microcosmos de nuestra sociedad. Y no sólo no estaba funcionando el método, sino que cada vez era más la gente que le estaba volviendo la espalda a su mensaje. Creo que en estos últimos años se ha sentido frustrado, confuso, un poco derrotado y, finalmente, desalentado e impaciente. Creo que el doctor Oppenheimer, con todo lo preciso y lo poco imaginativo que a veces parece, tiene alguna noción de esto. Ayer al mediodía, después de que tu padre sufrió el colapso y fue hospitalizado, el doctor Oppenheimer estaba tomando un café y yo me le reuní. Los dos solos. Le pregunté si el colapso de tu padre habría sido causado por el exceso de trabajo. El doctor Oppenheimer me miró y me dijo: «Accidentes cerebrales, como los coronarios, no vienen del exceso de trabajo. Vienen de la frustración.» ¿Necesito decirte más?

Randall sacudió la cabeza.

—No, eso dice mucho. Lo que me preocupa es que… sin esa irrompible muleta, garantizada de por vida: la fe ciega, ¿cómo podrá recuperarse mi padre?

—Quizá su recuperación pueda fortalecer su fe. Te repito que los cimientos de su fe están allí, sólidos. Sólo que ahora se le pueden ver algunas grietas.

Randall podía ver el perfil del «Hotel Oak Ritz» a la distancia. Sacó su pipa, la cargó y la encendió.

—¿Y tú qué, Tom? ¿Algunas grietas visibles en ti?

—No en cuanto a mi fe en el Ser Supremo. Ni en Su Hijo. Es alguna otra cosa. —Se acarició el mentón y, eligiendo sus palabras lentamente, prosiguió—: Es… bueno, que lo que a mí me preocupa son los representantes, los mensajeros del Salvador. Han comprado y vendido la idea íntegra del materialismo. ¿Cómo estableces un reino de Dios sobre la Tierra, cuando los guardianes de ese reino idolatran la riqueza, el éxito, el poder? Igualmente desalentador es que nuestros clérigos hayan fracasado en reinterpretar, modernizar y hacer útil una fe nacida en tiempo antiguo. Han tomado demasiado poca conciencia del cataclismo social, de un mundo de comunicación instantánea, un mundo que se balancea sobre una bomba de hidrógeno, un mundo que ha enviado hombres a las estrellas. En este nuevo mundo donde el cosmos se convierte en un hecho observado por televisión, donde la muerte se vuelve una certidumbre biológica, es difícil conservar la fe en un cielo amorfo. Son muchos los adultos que son educados, preparados para afrontar la realidad (tú mismo, por ejemplo), y que no aceptan una doctrina que exige la creencia en el Mesías, en milagros y en un más allá. La mayoría de los jóvenes son demasiado independientes, están demasiado alerta y bien informados, son demasiado escépticos como para mirar con respeto una religión que ya parece mítica, anticuada, un mero narcótico. Aquellos jóvenes que desean lo sobrenatural han encontrado magia más asombrosa en la astrología, la hechicería, las filosofías del Lejano Oriente. Los soñadores idealistas buscan narcóticos mejores en las drogas, y rechazan el materialismo de las comunidades urbanas en favor de la comuna.

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