Read La Palabra Online

Authors: Irving Wallace

La Palabra (10 page)

BOOK: La Palabra
12.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Pero, Tom, en años recientes ha habido entre los jóvenes un renacimiento dramático del interés por la religión. Millares de ellos, agrupados en lo que llaman La Gente de Jesús y Los Fanáticos de Jesús, se han encendido con la vieja figura tradicional del Padre; se han encendido con Sus ideas acerca del amor y la fraternidad. Los he visto, y he visto todas esas óperas de rock, comedias musicales, discos, libros, periódicos, estandartes, todos celebrando a Cristo. ¿No hay una promesa en todo eso?

Carey esbozó una sonrisa descolorida.

—Un poco, un poco, pero no mucho. Nunca he contado con ese renacimiento. Es como si los jóvenes (algunos de ellos, cuando menos) hubieran emprendido un nuevo viaje. Pero me temo que es un viaje corto. Porque es un viaje hacia atrás, hacia el tiempo pasado en búsqueda de la paz en una antigüedad nostálgica… En lugar de eso, deberían tratar de que esa antigüedad sea remodelada, modernizada y transportada desde el pasado para los que viven en el presente. Su viaje nada tiene que ver con la fe duradera. Ese Cristo de ellos… es un Beatle, es un Che y, finalmente, es un vejestorio. No, Steven; se necesita un Cristo más perdurable y una Iglesia mejor. Cualquier renacimiento podría tener suficiente fuerza para subsistir, desarrollarse y tener significado; pero solamente si pudiera conectarse con la Iglesia establecida.

—Bueno, ¿y por qué no podría? —preguntó Randall.

—Porque la Iglesia establecida no se identifica con esa gente o, en verdad, con la mayoría de la gente hoy en día. La Iglesia simplemente no está sosteniendo el paso; no llega al suficiente número de seres humanos, ni los retiene. La rigidez de la Iglesia cristiana, su lentitud para reconocer los problemas terrenales inmediatos y afrontarlos, me decepcionan profundamente a mí también. Confieso mi pecado. Me sorprendo a mí mismo comenzando a dudar de lo que predico.

—¿No ves ninguna esperanza en lo absoluto, Tom?

—Un ligero viso de esperanza. Pero puede ser demasiado tarde. Sospecho que la única esperanza para la supervivencia de la cristiandad organizada radica en el desarrollo de la reforma eclesiástica mundial, o en el crecimiento del movimiento radical o clandestino de la Iglesia en todo el mundo. El futuro de la religión ortodoxa puede depender del ascenso al poder de un clérigo como el reverendo Maertin de Vroome (el protestante revolucionario de Amsterdam).

—Sí, he leído acerca de él.

—Un ministro como De Vroome no está encadenado al pasado. Él piensa que la Palabra tiene que ser releída y luego revisada, revivida, repredicada. Cree que debemos dejar de hacer énfasis en la idea de que Cristo fuera alguna vez no solamente una realidad, sino el Hijo de Dios, el Mesías. Él siente que ese Jesús, al igual que las supersticiones acerca de los milagros y la Ascensión, los sucesos posteriores a la Resurrección, destruyen la efectividad del Nuevo Testamento y limitan a la Iglesia en su actividad. La única cosa importante en los evangelios, insiste De Vroome, es la sabiduría básica de Cristo. Hijo de Dios o del Hombre o meramente un mito, no importa lo que sea… es Su mensaje, o el que se le atribuye, el que debe ser arrancado de un tirón del siglo primero, revitalizado y aplicado prácticamente al siglo XX en los propios términos del siglo XX.

—¿Cómo sería posible hacer eso? —inquirió Randall.

—No estoy seguro —admitió Carey—, pero De Vroome siente que puede hacerse. Creo que él está de acuerdo con Dietrich Bonhoeffer quien, a pesar de su conservadurismo, trató de ubicar a la Iglesia dentro del mundo real; trató de darle un programa de acción humanística y participación social. De Vroome dice que la Palabra, en términos modernos, en lenguaje moderno y en realización también, debe ser llevada a los ghettos del mundo y a los palacios, a las Naciones Unidas, a las plantas nucleares, a las oficinas de Gobierno, a las prisiones; que debe ser dispersada fuera de la jerarquía de todas las Iglesias cristianas y llevada hacia abajo, a través de los púlpitos del mundo, a las congregaciones de grandes multitudes. Hecho esto, la Palabra funcionará, y la religión y la fe vivirán, y la civilización sobrevivirá. Sin esta revolución eclesiástica, De Vroome prevé la muerte de la religión, de la fe y, finalmente, de la Humanidad. Puede estar en lo cierto. Pero él representa a la minoría, y el Establecimiento (el Concilio Mundial de Iglesias de Ginebra; la Iglesia Católica representada por el Vaticano) se resiste al cambio drástico y trata de suprimirlos, a él y a los otros rebeldes, y de mantener el
statu quo
. Los clérigos se sienten más seguros en el siglo primero. Pero sus congregaciones no. He allí el problema. Por eso tu padre vio, y yo veo ahora, que cada vez hay más bancos vacíos en muchas iglesias, año tras año. En una década esto podría alcanzarnos, y yo me encontraría predicando en un templo vacío.

—Tom…, ¿no hay algo que puedas hacer?

—Dentro del sistema, probablemente no. Fuera de él, quizá… pero estoy demasiado… demasiado condicionado a los viejos métodos, y soy demasiado tímido para convertirme en radical. Para mí, para muchos de nosotros, que sentimos que la religión está estancada y encajonada, sólo queda una posibilidad, y yo sigo pensando en ella. Sigo pensando en salirme de la Iglesia. A veces siento que haría mayor bien al abandonar mi púlpito e ingresar a la enseñanza seglar, o al trabajo y la reforma sociales. Pienso que podría realmente enfrentarme a las necesidades humanas, tales como son, y acaso dar con unas cuantas soluciones del momento. No lo sé. Simplemente no sé qué haré.

—Espero que no abandones la Iglesia —dijo Randall, conmovido— al menos no ahora. Egoístamente, me temo que eso le rompería el corazón a mi padre.

Carey se encogió de hombros.

—Steven, ¿puede uno quebrantar un corazón que ya está quebrantado? Olvídalo. Si fuera yo a considerar seriamente mi renuncia, sólo lo haría después de que supiera que tu padre está fuerte y sano.

Se detuvieron en un cruce. Carey continuó hablando:

—Si la Iglesia no puede reformarse, sólo hay una cosa que pueda salvarla. Un milagro. Así como los judíos, en tiempos del nacimiento de Cristo, esperaban un Mesías que los salvara de la opresión de los romanos, e ignoraron al Cristo que no los salvó y meramente murió en una cruz, incapaz de salvarse a Sí mismo, nosotros necesitamos un auténtico Mesías. Si un Cristo, o el Cristo, pudiera aparecer nuevamente, y reiterar Su mensaje… el mensaje que no fue escuchado cuando lo llevó por primera vez a Judea…

—¿A qué mensaje te refieres, Tom?

—Tener fe. Perdonar. Dos conceptos nuevos para el siglo primero y dos conceptos que deberían ser renovados en el siglo XX. Si Cristo retornara a la Tierra con ese mensaje… bueno, creo que los Gobiernos y la gente podrían mirarse unos a otros y empezar a hacer algo que valiera la pena respecto a la esclavitud, la pobreza, la miseria, el materialismo, la injusticia, la tiranía, los armamentos nucleares. El Segundo Advenimiento, o alguna señal que lo anticipara, podría restaurar la esperanza y salvar al mundo. Pero, como te dije, ése sería un milagro, ¿no? ¿Y quién cree en milagros en la era de la ciencia de la computadora, la televisión, los cohetes a la Luna?… Allí está tu hotel, Steven. Lamento haberte estirado tanto la oreja. Gracias por escucharme. Fue terapéutico para mí, y tú eres uno de los pocos agnósticos en quienes confiaría. Te veré esta noche.

Carey se fue, y el entusiasmo que Randall sintió antes por la sobrevivencia de su padre se había desvanecido. Se sentía indefenso; más aún al recordar la cita a almorzar que esperaba tener con su hija. Judy era otro de los seres perdidos, sin fe, con pesadillas en lugar de sueños, y que probablemente necesitaba algo más que sólo un padre para salvarse. También Judy necesitaba de un milagro. Pero ¿quién podría hacer un milagro en este tiempo de vértigo?

Habían estado casi media hora en el reservado de la apenas concurrida cafetería que estaba situada en el sótano, bajo el vestíbulo del «Hotel Oak Ritz».

A su llegada al hotel, Randall había telefoneado a la
suite
de Bárbara y le había contestado Judy, diciendo que había estado esperando ansiosa la hora de almorzar. Él la había esperado en la cafetería, y ella se había disculpado por llegar tarde porque había andado indagando en busca de un restaurante orgánico que sirviera alimentos no adulterados. Sus amigos andaban metidos en eso; en la semilla de trigo, el fríjol de soya, los pudines de algarroba, las hierbas, la miel; ella ya lo había probado y le había gustado. Como era de esperarse, no había dado con semejante restaurante de alimentos salubres en Oak City, pero suponía que unas cuantas comidas de aumentos impuros no la destruirían del todo.

Para ahora, Randall había terminado su emparedado caliente de costilla de res, y observaba a su hija acabar de mascar enérgicamente el suyo de ensalada de huevo y sorber su limonada. A sus ojos, Judy era una belleza absoluta. Su piel no tenía mácula alguna, y sus ojos radiantes, su nariz fina y respingada y sus labios carnosos le daban la apariencia de una criatura absolutamente virginal, aún no lastimada por la vida. Aunque su cuerpo maduro, moldeado, enfundado en un pantalón vaquero azul y una ajustada blusa blanca, contradijeran la imagen inicial de adolescencia.

Era imposible creer que este ser joven y nuevo, esta niña de sólo-quince-años-sobre-la-Tierra, esta niña de naturaleza pura que se rehusaba a corromper su cuerpo con alimentos envenenados por aditivos, preservativos, emulsiones o pesticidas, hubiera nutrido cuerpo y mente, por la vía intravenosa, con una jeringa hipodérmica y una droga fuerte y viciosa. Pensó discutirlo con ella.

En la media hora que había transcurrido desde su encuentro, luego de que ella le había devuelto el abrazo, pero no el beso, Judy había estado curiosamente distraída, nerviosa, lejana. La conversación había sido titubeante. Ella había divagado en torno a los efectos purificadores de los alimentos orgánicos, había pasado de allí a su descubrimiento de los escritos de Alan Watts, y luego había mencionado cuánto disfrutaba con su maestro de francés muy de onda, en la nueva escuela.

En cierto momento, habiendo agotado la charla trivial e incomunicativa, Judy le había preguntado acerca de su trabajo. Como él sabía que realmente no le interesaba, le había dicho poco, describiéndole principalmente un grupo de rock (Las Llantas de Repuesto) al que su oficina le estaba haciendo la promoción. En la punta de la lengua había tenido lo de su encuentro con Jim McLoughlin y el trabajo del Instituto Raker, porque le latía que esto la habría intrigado y le habría dado mayor mérito al padre a los ojos de la hija, pero se había contenido justo a tiempo. Se había contenido porque había recordado, con una sensación de hundimiento, que iba a rechazar a McLoughlin y su cuenta, y que no habría manera de justificar esto ante su Judy.

Ella había hecho a un lado su plato y estaba llevándose la servilleta de papel a los labios.

—Ahora, ¿qué tal un postre? —le preguntó él con fingido entusiasmo.

—Ojalá pudiera —dijo Judy—, pero nunca entraría yo en esos nuevos pantalones que compré. Te diré qué. Tomaré un poco de chocolate, si

también lo tomas.

Trató de recordar si era chocolate lo que solía compartir con Judy las mañanas de los domingos, cuando ella tenía nueve o diez años y desayunaban juntos. Simplemente no podía recordarlo.

—Justo lo que estaba yo pensando —dijo él, deslizándose al extremo del reservado y voceando la orden a la camarera.

Volvió a su sitio frente a ella y comprendió que era su turno. Había querido ese almuerzo no sólo para verla, sino también para sondear sus sentimientos respecto a la determinación de su madre de obtener el divorcio y volver a casarse. Era difícil entrar en esto ahora porque los riesgos eran grandes, pero si lo eludía, pudiera no presentarse otra oportunidad. Tenía que averiguarlo. Y el increíble asunto ése de las drogas. Eso también.

No hacía más de una hora que le había dicho a Tom Carey que se estaba interesando cada vez más por la verdad.

Así, pues, la verdad tenía que ser.

—Judy, aún no hemos hablado acerca de tu escuela, y…

La muchacha había estado hurgando en su bolso de cañamazo, pero ahora alzó la vista cautelosamente.

—…y quiero saber qué pasó allí —dijo él—. Supe que te expulsaron por un lío de drogas.

—Sabía que mamá te lo diría. Si por ahí hubiera un Muro de las Lamentaciones, iría y se lo contaría también.

—Bueno, ¿quieres hablar de eso?

—¿Qué hay que decir? Ocurrió que me pescaron. A la mayoría no los sorprenden. Los estúpidos cerdos de la junta de la facultad estaban temerosos de que yo pudiera corromper a los otros… qué chistoso… corromperlos yo… nueve de cada diez están realmente enviciados, disparados al espacio. Pues nada, que la junta de la facultad me dijo que me fuera; aunque yo era la más lista de mi clase.

Randall trató de evitar el tono de Padre Severo y Progenitor Reprobatorio.

—¿Por qué las drogas fuertes, Judy? ¿Por qué era eso tan importante?

—No fue la gran cosa. Fue como… bueno… como una experiencia, eso es todo. Era un asunto mío. Quería explorar mis percepciones. Tú sabes… alivianar mi cabeza. Algunos otros no pueden con el asunto, pero yo sentía que sí podía. Lo habría dejado fácilmente sin la gran bronca.

Randall titubeó. Ahora venía un terreno aún más peligroso. Se resolvió a abordarlo.

—¿Qué hay de ese doctor Burke que has estado viendo? ¿Cómo marcha eso?

Casi podía ver cómo, paso a paso, se erguían las defensas de ella.

—No sé qué decirte —dijo ella suavemente—, excepto que es psiquiatra. ¿No lo dice todo, eso?

—No me dice si estás progresando con él.

—Si te refieres a las aceleradas… Mi madre diría que me ha hecho reducir a cincuenta kilómetros por hora. —La chica afrontó los ojos de su padre brevemente, y abandonó el aire petulante—. Si quieres saber cómo ando de aquello… estoy limpia. Ya no las uso.

—Me alegra oír eso.

La camarera había traído por fin los vasos de chocolate; Judy tomó un sorbo y anunció, con contagioso buen ánimo, que estaba delicioso.

Randall no cejaría.

—Ese doctor Burke —empezó con tono casual—, ¿te agrada en lo personal?

Los ojos de Judy parecieron brillar.

—¿El viejo Arthur? Oh, es de onda. Digo, su barba; a ti te mataría. No le entiendo la mitad de lo que me dice, pero él se esfuerza. Es un buen tipo.

Randall se sintió débil y herido; traicionado.

BOOK: La Palabra
12.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Face/Mask by Boutros, Gabriel
A Magnificent Crime by Kim Foster
Roots of Murder by Janis Harrison
Honeysuckle Love by S. Walden
The Black Book of Secrets by F. E. Higgins
The Dish by Stella Newman
A Perfect Stranger by Danielle Steel