La otra cara de la verdad (15 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La otra cara de la verdad
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Al verle entrar, Sergio, en lugar de saludarle con su sonrisa habitual, entornó los ojos y movió ligeramente la barbilla hacia la derecha, en dirección a una de las mesas del lado de la ventana. En la última, Brunetti distinguió la cabeza de un hombre que estaba sentado de espaldas a él: cráneo estrecho y pelo corto. Desde su ángulo de observación, veía, frente al hombre, el contorno de otra cabeza, más ancha y con el pelo más largo. Reconoció la forma de las orejas, dobladas hacia abajo por la presión de una gorra de policía: Alvise, lo que permitía identificar al que estaba de espaldas como el teniente Scarpa. Ah, adiós a la idea de que Alvise pudiera volver al redil y ser uno más entre sus compañeros.

Acercándose a la barra, Brunetti movió la cabeza de arriba abajo casi imperceptiblemente y pidió un café. Algo debió de ver Scarpa en la expresión de Alvise, que le hizo volverse. El rostro del teniente permaneció impasible, pero Brunetti vio en el de Alvise algo más que sorpresa, ¿culpa, quizá? La cafetera siseó y una taza y un platillo se deslizaron rechinando en el zinc del mostrador.

Nadie habló. Brunetti saludó a los dos hombres con un movimiento de la cabeza, se volvió hacia la barra y rasgó la bolsita del azúcar. Echó el azúcar en el café y lo removió lentamente, pidió el periódico a Sergio y abrió
Il Gazzettino
sobre el mostrador, a su lado. Se puso a leer, decidido a esperar acontecimientos.

Miró la primera plana, que hacía referencia al mundo externo a Venecia y pasó directamente a la siete, falto de energía mental —y de estómago— para soportar las cinco páginas de chachara —no se le podía llamar información— política. Hacía cuarenta años que aparecían las mismas caras, pasaban las mismas cosas, se hacían las mismas promesas, con mínimas variaciones en la tipografía y los titulares. Las solapas de las americanas se estrechaban o ensanchaban según la moda, pero en el comedero estaban siempre los mismos guías de la manada. Se oponían a esto y a lo otro y, con su esfuerzo abnegado y altruista, prometían hacer caer al actual gobierno. ¿Y para qué? ¿Para que al año siguiente, mientras él tomaba café en el bar, leyera las mismas palabras, pronunciadas por la nueva oposición?

Casi sintió alivio al volver la página. La mujer convicta de infanticidio seguía en su casa, proclamando su inocencia por boca de un nuevo equipo de abogados. ¿Y a quién creía ahora responsable del asesinato de su hijo, a los extraterrestres? Más flores en la curva de la carretera en la que otros cuatro adolescentes habían muerto la semana anterior. Más basura acumulada en las calles del extrarradio de Nápoles. Otro trabajador aplastado por una máquina en su puesto de trabajo. Otro juez trasladado de la ciudad en la que había abierto una investigación de un ministro del Gobierno.

Brunetti fue a la información local. Un pescador de Chioggia, arrestado por agredir a un vecino con arma blanca, tras llegar a casa en estado de embriaguez. Más protestas por el daño causado por los cruceros en el canal de la Giudecca. Cierre de otros dos puestos en el mercado de pescado. Inauguración de otro hotel de cinco estrellas, anunciada para la semana siguiente. El alcalde denuncia el aumento del número de turistas.

Brunetti señaló los dos últimos artículos:

—Qué bien: el Ayuntamiento no se cansa de conceder licencias para la construcción de hoteles y luego se queja del número de turistas —dijo a Sergio.


Vottá á petrella, e tira á mamila
—dijo el hombre levantando la mirada del vaso que estaba secando.

—¿Qué es, napolitano? —preguntó Brunetti, sorprendido.

—Sí —respondió Sergio, y tradujo—: Tira la piedra y esconde la mano.

Brunetti soltó una carcajada:

—No sé por qué uno de esos nuevos partidos políticos no lo elige como lema. Es perfecto: haz lo que quieras y esconde las pruebas. Genial —seguía riendo, le había gustado la simplicidad de la frase.

Notó movimiento a su izquierda y oyó roce de zapatos en el suelo cuando los dos hombres se levantaron de las banquetas. Volvió otra página, atento a la noticia de la fiesta de despedida ofrecida en Giacinto Gallina a una maestra de tercero que se jubilaba después de dedicar cuarenta años a la enseñanza, en la misma escuela.

—Buenos días, comisario —dijo Alvise a su espalda, con voz fina.

—Buenos días, Alvise —respondió Brunetti apartando la mirada de la foto de la fiesta y volviéndose hacia el agente.

Scarpa, como si quisiera hacer patente su rango superior, equiparándose al comisario, se limitó a mover la cabeza hoscamente, gesto al que Brunetti correspondió antes de volver a centrar la atención en la fiesta. Los niños habían llevado flores y galletas hechas en casa.

Cuando los dos policías se fueron, Brunetti dobló el diario y preguntó:

—¿Vienen a menudo?

—Un par de veces a la semana, diría yo.

—¿Siempre están así? —preguntó Brunetti señalando a los dos hombres, que volvían a la
questura
andando uno al lado del otro.

—¿Quiere decir como si fuera su primera cita? —dijo Sergio volviéndose para colocar el vaso cuidadosamente boca abajo en la repisa que tenía a su espalda.

—Más o menos.

—Están así desde hará unos seis meses. Al principio, el teniente se mostraba distante, y el pobre Alvise tenía que sudar para complacerle —Sergio asió otro vaso, lo miró a contraluz en busca de manchas y se puso a secarlo—. El infeliz no se daba cuenta de lo que hacía Scarpa —cambiando de tono, apostilló—: Menudo gusarapo, el teniente.

Brunetti acercó la taza al barman, que la puso en el fregadero.

—¿Tienes idea de qué hablan? —preguntó Brunetti.

—No creo que eso importe. No realmente.

—¿Por qué?

—Lo único que quiere Scarpa es poder. Quiere que el pobre Alvise salte cada vez que él dice «rana» y que le ría los chistes.

—¿Por qué?

Sergio se encogió de hombros con elocuencia.

—Por eso, porque es un gusarapo. Y porque necesita alguien a quien manipular, alguien que lo trate como a todo un teniente importante, no como todos ustedes, que tienen el buen juicio de tratarlo como el mal bicho de mierda que es.

En ningún momento de la conversación se le ocurrió a Brunetti que estaba incitando a un civil a hablar mal de un miembro de las fuerzas del orden. A decir verdad, también él consideraba a Scarpa un mal bicho de mierda, de manera que el civil no hacía sino reafirmarse en la opinión que ya se había creado, con la información recibida de las propias fuerzas del orden.

Cambiando de tema, Brunetti preguntó:

—¿Ayer me llamó alguien?

Sergio denegó con la cabeza.

—Las únicas personas que llamaron ayer fueron mi mujer, para decirme que si no estaba en casa a las diez tendría problemas, y mi gestor, para decirme que ya tenía problemas.

—¿Por?

—Por el informe del inspector de Sanidad.

—¿Por qué?

—Porque no tengo un aseo para inválidos; quiero decir, disminuidos físicos —aclaró la taza y el plato y los introdujo en el lavaplatos situado detrás de él.

—Nunca he visto aquí a un inválido —dijo Brunetti.

—Tampoco yo. Ni el inspector de Sanidad. Pero eso no cambia la ordenanza que dice que he de tener un aseo para ellos.

—¿Y eso supone?

—Pasamanos. Taza especial, pulsador en la pared para descargar la cisterna…

—¿Por qué no lo acondicionas?

—Porque me costará ocho mil euros, por eso.

—Parece mucho dinero.

—Incluye los permisos —dijo Sergio enigmáticamente.

Brunetti optó por no seguir preguntando y se limitó a decir:

—Espero que puedas resolver el problema —puso un euro en el mostrador, dio las gracias a Sergio y volvió a su despacho.

Capítulo 14

Griffoni salía de la
questura
cuando llegaba Brunetti. Al verla, él apretó el paso, alzando la mano en amistoso saludo, pero, al acercarse, vio que algo andaba mal.

—¿Qué ocurre?

—Patta quiere verle. Me ha llamado preguntando dónde estaba. Me ha dicho que no encontraba a Vianello y me ha pedido que le buscara a usted.

—¿De qué se trata?

—No me lo ha dicho.

—¿Cómo estaba?

—Sonaba peor que nunca.

—¿Enfadado?

—No; no precisamente enfadado —respondió la mujer, como si ello le sorprendiera—. Es decir, en cierta manera, pero daba la impresión de que sabía que no debía enfadarse. Parecía asustado, más que enfadado.

Brunetti fue hacia la puerta, y Griffoni entró con él. Al comisario no se le ocurría qué preguntar. Patta era mucho más peligroso asustado que enfadado, ambos lo sabían. Generalmente, los enfados de Patta estaban provocados por la incompetencia ajena, pero sólo lo asustaba la idea de que el fallo pudiera serle atribuido a él, lo cual suponía una amenaza para cualquier otra persona que pudiera estar involucrada.

Juntos subieron el primer tramo de la escalera, y Brunetti preguntó:

—¿También quiere verla a usted?

Griffoni movió la cabeza negativamente y, con expresión de franco alivio, entró en su despacho mientras Brunetti iba hacia el de Patta.

No se veía a la
signorina
Elettra, que probablemente ya se habría ido a almorzar, por lo que Brunetti llamó a la puerta con los nudillos y entró.

Patta tenía el gesto adusto, los antebrazos apoyados en la mesa y los puños apretados.

—¿Dónde estaba usted? —inquirió al ver a Brunetti.

—Interrogando a un testigo,
vicequestore
—mintió Brunetti—. La comisaria Griffoni me ha dicho que quería usted verme. ¿De qué se trata? —imprimía en su voz un tono en el que la ansiedad y la diligencia se mezclaban a partes iguales.

—Siéntese, siéntese. No se quede ahí plantado.

Brunetti tomó asiento frente al
vicequestore,
pero no dijo nada.

—He recibido una llamada telefónica —empezó Patta. Miró a Brunetti, quien procuró adoptar una expresión de ávida atención, y prosiguió—: Acerca del hombre que estuvo aquí el otro día.

—¿Se refiere al
maggiore
Guarino?

—Sí; Guarino o como se llame —la voz de Patta se hizo más estridente después de pronunciar el nombre: Guarino, el causante de su enojo—. Estúpido hijo de puta —masculló Patta, sorprendiendo a Brunetti con esta palabra malsonante, insólita en su jefe, que no aclaró si la aplicaba a Guarino o a la persona que le había llamado para hablarle de él.

Quizá Guarino no había dicho toda la verdad, pero no tenía nada de estúpido, ni Brunetti lo consideraba un hijo de puta, pero se reservó la opinión, limitándose a preguntar, con voz átona:

—¿Qué ha ocurrido,
vicequestore ?

—Que se ha hecho matar, eso ha ocurrido. De un tiro en la cabeza —dijo Patta sin suavizar el tono, aunque ahora parecía que su furor estaba dirigido a Guarino, por haberse dejado matar. Asesinar.

Varias hipótesis reclamaban atención a gritos, pero Brunetti las dejó en suspenso, mientras esperaba que Patta explicara lo ocurrido. Mantenía la expresión atenta, mirando a su superior sin pestañear. El
vicequestore
levantó el puño y lo dejó caer sobre la mesa.

—Esta mañana me ha llamado un capitán de
carabinieri
preguntando si la semana pasada había tenido una visita. Hablaba con mucha reserva, no ha dado el nombre del visitante, sólo ha preguntado si había venido a verme un oficial de fuera de la ciudad. Le he dicho que yo recibo muchas visitas. ¿Creía que iba a acordarme de todas? —Brunetti no tenía nada que responder a esto, y Patta prosiguió—: Al principio no sabía de qué me hablaba. Luego sospeché que se refería a Guarino. No es que yo reciba muchas visitas —al advertir la expresión de extrañeza de Brunetti ante esta contradicción, Patta se dignó explicar—: Él fue la única persona a la que yo no conocía, de todas las que estuvieron aquí la semana pasada. Tenía que ser él —Bruscamente, el
vicequestore
se levantó, se apartó un paso de la mesa, dio media vuelta y volvió a sentarse—. Me ha preguntado si podía enviarme una foto —ahora Brunetti no tuvo que esforzarse para denotar su extrañeza—. Imagine —prosiguió Patta—, me han enviado una foto tomada con un
telefonino.
Como si pudiera reconocerlo por lo que quedaba de la cara.

Esta última frase aturdió a Brunetti, que tardó un momento en preguntar:

—¿Y lo reconoció?

—Sí. Desde luego. La bala entró en ángulo, de manera que sólo dañó la mandíbula, y pude reconocerlo.

—¿Cómo lo mataron? —preguntó Brunetti.

—Acabo de decírselo —Patta alzó la voz—: ¿Es que no presta atención? De un disparo en la cabeza. Eso basta para matar a la mayoría de la gente, ¿no cree?

Brunetti alzó una mano.

—Quizá no me he expresado claramente. ¿El que ha llamado ha dicho algo acerca de las circunstancias de la muerte?

—Nada. Sólo quería saber si lo reconocía o no.

—¿Y usted qué le ha dicho?

—Que no estaba seguro —respondió Patta, mirando a Brunetti fijamente —Brunetti contuvo el impulso de preguntar a su superior por qué había dicho eso—. No he querido darles información hasta saber más.

Brunetti no tardó en traducir esto del lenguaje de Patta al italiano vulgar: Patta quería endosar la responsabilidad a otro. De ahí esta conversación.

—¿Le ha dicho por qué le llamaba a usted? —preguntó Brunetti.

—Al parecer, sabían que él tenía una cita en la
questura
de Venecia, y han llamado preguntando por la persona que estaba al frente, para enterarse de si había venido.

Vaya, pensó Brunetti, ni siquiera una bala en la cabeza de un hombre impedía a Patta darse aires con su «persona que estaba al frente».

—¿Cuándo ha llamado?

—Hace media hora —sin disimular la irritación, Patta añadió—: Desde entonces trato de localizarlo, pero usted no estaba en su despacho —como hablando consigo mismo, murmuró—: Interrogando a un testigo.

Sin darse por enterado, Brunetti preguntó:

—¿Cuándo ocurrió?

—No lo ha dicho —respondió Patta vagamente, como si no viera por qué había de importar eso.

Haciendo un esfuerzo, Brunetti eliminó de su expresión toda muestra de interés, al tiempo que daba rienda suelta al pensamiento.

—¿Ha dicho desde dónde llamaba?

—Desde allí —respondió Patta con la voz que utilizaba para dirigirse a los débiles mentales y pusilánimes—. Donde lo han encontrado.

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