La otra cara de la verdad (10 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La otra cara de la verdad
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—Sí, y el alquiler son diez mil.

—¡¿Al mes?! —preguntó Brunetti.

—Está en Calle dei Fabbri, comisario —dijo ella, haciéndose la ofendida porque él pusiera en duda el precio, o la exactitud de su información. Cerró la carpeta y se recostó en el respaldo de la silla.

Si él interpretaba bien su expresión, ella tenía algo más que decir, y preguntó:

—¿Y?

—Corren rumores, comisario.

—¿Rumores?

—Acerca de ella.

—¿La esposa?

—Sí.

—¿Qué rumores?

Ella cruzó las piernas.

—Quizá exagero y todo se reduzca a insinuaciones y silencios cuando se menciona su nombre.

—Yo diría que lo mismo ocurre con mucha gente de esta ciudad —dijo Brunetti, procurando no aparecer remilgado.

—Sin duda, comisario.

Brunetti decidió desentenderse de las simples habladurías y se acercó la carpeta y preguntó levantándola:

—¿Ha tenido tiempo de hacerse una idea de su valor total?

En lugar de responder, ella lo miró ladeando la cabeza como si el comisario le hubiera planteado una interesante adivinanza.

—¿Sí,
signorina?
—insistió Brunetti. En vista de que ella seguía sin responder, preguntó—: ¿Qué ocurre?

—Esa frase, comisario.

—¿Qué frase?

—«Valor total.»

Desconcertado, Brunetti sólo supo decir:

—Es el total de su activo, ¿no?

—Sí, señor, en sentido fiscal.

—¿Hay otro sentido? —preguntó Brunetti, francamente intrigado.

—El de su «valor total» como persona, marido, empresario, amigo —al ver la expresión de Brunetti, dijo—: Sí, ya sé que usted no se refería a eso, pero resulta interesante que, a veces, utilicemos el término refiriéndonos sólo al patrimonio material de una persona —dio a Brunetti la oportunidad de hacer un comentario o una pregunta y, en vista de que no los hacía, añadió—: Es una expresión reductora, como si lo único de nosotros que cuenta es el dinero que tenemos…

En una persona menos imaginativa que la
signorina
Elettra, esta especulación habría podido interpretarse como una alambicada admisión de su incapacidad para descubrir el activo de Cataldo. Pero Brunetti, que estaba familiarizado con las vías secundarias de su mente, se limitó a comentar:

—Mi esposa dijo de él que «le corre por las venas el veneno del capitalismo». Quizá eso nos ocurra a todos —dejó la carpeta en la mesa y la apartó.

—Sí —convino ella, como si no le gustara admitirlo—. Nos ocurre a todos.

—¿Qué más ha averiguado? —preguntó Brunetti, haciéndola volver al tema.

—Que estuvo casado con Giulia Vasari durante más de treinta años y se divorció —dijo la joven, pasando de nuevo al terreno de lo personal.

Brunetti decidió esperar a ver qué más podía decirle. Le parecía poco apropiado demostrar interés por Franca Marinello o revelar que ya había averiguado algo sobre ella.

—Su actual esposa es mucho más joven, como usted ya sabe, más de treinta años. Se dice que la conoció cuando acompañaba a su esposa a un desfile de moda y Franca exhibía las pieles —lanzó una mirada a Brunetti, pero él permaneció impasible—. Comoquiera que se conocieran, al parecer, él perdió la cabeza —prosiguió ella—. Antes de un mes, había dejado a su esposa y se había mudado a un apartamento —aquí hizo una pausa y explicó—: Mi padre lo conocía, y me ha contado algo de esto.

—¿Lo conocía o lo conoce? —preguntó Brunetti.

—Lo conoce, creo. Pero no son amigos, sólo conocidos.

—¿Qué más le ha dicho su padre?

—Que el divorcio no fue agradable.

—Pocos lo son.

Ella asintió.

—Mi padre oyó decir que Cataldo había despedido a su abogado porque se había reunido con el de su esposa.

—Creí que así es como se hacen esas cosas —dijo Brunetti—. Entre abogados.

—En general. Sólo me dijo que Cataldo actuó mal, pero no me explicó de qué manera.

—Comprendo.

Al ver que ella iba a levantarse, Brunetti preguntó:

—¿Ha averiguado algo más acerca de la esposa?

¿Estudió ella su expresión antes de responder?

—No mucho, comisario, aparte de lo dicho. No aparece en público con frecuencia, a pesar de que él es muy conocido —y, como si acabara de ocurrírsele, agregó—: Antes se la consideraba muy tímida.

Aunque la frase lo intrigaba, Brunetti sólo dijo:

—Entiendo —volvió a mirar la carpeta, pero no la abrió. Oyó que la
signorina
Elettra se ponía de pie. Levantó la mirada y sonrió—. Muchas gracias.

—Espero que disfrute con la lectura, comisario —dijo ella, y añadió—: por más que la información carezca del rigor intelectual de
Il Gazzettino
—y salió del despacho.

Capítulo 9

Brunetti se obligó a leer las hojas de información financiera sobre Cataldo —empresas que había poseído y dirigido, consejos de administración de los que formaba parte, acciones y obligaciones que entraban y salían de sus varias carteras— mientras dejaba vagar la imaginación por ámbitos más de su agrado que, desde luego, no estaban en aquella carpeta. Direcciones de propiedades compradas y vendidas, precios de venta declarados, hipotecas concedidas y saldadas, intereses bancarios, dividendos… Ciertas personas, a Brunetti le constaba, se apasionan por estos detalles. Esta idea lo deprimió profundamente.

Se acordó de cuando, de niño, jugando a corre que te pillo, perseguía a los compañeros, atento a las calles, conocidas o desconocidas, por las que ellos se metían. No; era más bien como cuando, en los inicios de su carrera, vigilaba a una persona fingiendo interés en todo menos en ella. Así ahora, al repasar estos datos fiscales, una parte de su mente iba sumando las cantidades que constituían el patrimonio de Cataldo, mientras, a pesar suyo, su oído de cazador seguía atento a las cosas que le había contado Guarino. Y a las que había callado.

Apartó la carpeta y, desde el teléfono de su despacho, llamó a Avisani a Roma. En esta ocasión redujo al mínimo las trivialidades y, una vez se hubieron intercambiado las chanzas suficientes, Brunetti preguntó con la voz cargada de ficticia jovialidad:

—Ese amigo tuyo del que hablamos ayer, ¿podrías ponerte en contacto con él y decirle que me llame?

—Ah, ¿detecto la primera grieta en la sinceridad de vuestra mutua confianza? —preguntó el periodista.

—No —respondió Brunetti riendo, sorprendido—; es sólo que me pidió un favor y me han dicho que está fuera y no volverá hasta últimos de semana. Necesito hablar otra vez con él antes de hacer lo que me pidió.

—Es un maestro en eso —reconoció Avisani.

—¿En qué?

—En dar poca información —en vista de que Brunetti no respondía a esto, el periodista dijo—: Creo que podré localizarlo. Le pediré que te llame hoy mismo.

—Estaba esperando que bajaras la voz y añadieras en tono misterioso: «Si le es posible.»

—Eso se da por descontado, ¿no? —dijo Avisani con voz sensata antes de colgar.

Brunetti bajó al bar de Ponte dei Greci y pidió un café que no le apetecía; para no recrearse, le echó poco azúcar y bebió de prisa. Luego pidió un vaso de agua mineral que tampoco deseaba, con semejante tiempo, y volvió a su despacho, contrariado por la imposibilidad de contactar con Guarino.

El muerto —Ranzato— tenía que haberse entrevistado con aquel otro hombre más de una vez, ¿y Brunetti tenía que creer que a Guarino no se le había ocurrido pedirle que ampliara su descripción más allá de aquel «bien vestido», ni le había sacado más información sobre él?

¿Cómo se comunicaban aquel hombre y Ranzato para organizar los transportes? ¿Por telepatía? ¿Y los pagos?

Y, finalmente, a este solo crimen se estaba prestando mucha atención. «La muerte de cualquier hombre» y toda esa poesía de la que Paola hablaba siempre. Sí, era cierto, por lo menos, en el sentido abstracto y poético, pero la muerte de un hombre, por más que nos disminuyera a todos, ya no importaba mucho al mundo ni a las autoridades, a no ser que estuviera relacionada con algo de más envergadura o que la prensa le hincara el diente y echara a correr con ella entre las fauces. Brunetti no disponía de las últimas estadísticas —él dejaba las estadísticas para Patta— pero sabía que se resolvían menos de la mitad de los crímenes y que el número de los resueltos disminuía con el tiempo.

Había transcurrido un mes desde el asesinato de Ranzato, y Guarino no había investigado la referencia al hombre que residía cerca de San Marcuola, hasta ahora. Brunetti dejó el bolígrafo y reflexionó. O les tenía sin cuidado o alguien había…

Sonó el teléfono y él optó por contestar «Sí» en lugar de dar su apellido.

—Guido —dijo Guarino alegremente—. Me alegro de encontrarlo aún ahí. Me han dicho que quería hablar conmigo.

A pesar de que Brunetti sabía que Guarino hablaba para los oídos que pudieran escuchar su teléfono o el del comisario, su jovialidad indujo a Brunetti a descuidar la precaución.

—Tenemos que volver a hablar de esto. Usted no dijo que…

—Mire, Guido —dijo Guarino rápidamente y sin merma de animación—, tengo aquí a una persona que quiere hablar conmigo, pero serán sólo unos minutos. ¿Qué le parece si nos encontramos en el bar al que suele ir usted?

—Ahí abajo, en el… —empezó Brunetti, pero Guarino le interrumpió:

—Justo. Dentro de unos quince minutos.

La línea enmudeció. ¿Qué hacía Guarino en Venecia y cómo estaba enterado de que él solía ir al bar del puente? Brunetti no quería volver al bar ni quería otro café, tampoco quería un sandwich ni otro vaso de agua fría, ni siquiera un vaso de vino. Pero entonces pensó en un ponche caliente, y sacó el abrigo del
armadio
y se fue.

Sergio le estaba acercando el vaso de ponche sobre el mostrador cuando sonó el teléfono en la trastienda. Sergio pidió disculpas, murmuró unas palabras acerca de su mujer y se alejó. Volvió antes de un minuto, tal como Brunetti esperaba, y dijo:

—Es para usted, comisario.

La fuerza de la costumbre impulsó a Brunetti a dibujar su mejor sonrisa mientras el instinto de disimular le hacía decir:

—Espero que no te moleste, Sergio. Estaba esperando una llamada, pero necesitaba algo caliente, y he pedido que me la pasaran a este número.

—No es molestia, comisario. A su disposición —dijo el barman, situándose al otro lado de la barra, para dejar paso a Brunetti hacia la trastienda.

El auricular descansaba al lado de un teléfono de disco, grande y antiguo. Brunetti tomó el auricular, tentado de introducir el dedo en uno de los orificios y hacer girar el disco.

—¿Guido?

—Sí.

—Perdone tanto melodrama. ¿De qué se trata?

—Su hombre misterioso, el bien vestido, el que dijo que se encontraría con alguien en el sitio que usted mencionó.

—¿Sí?

—¿Cómo es que lo único que me dijo de él es que vestía bien?

—Es lo que me dijeron a mí.

—¿Cuántos meses habló con el que murió?

—Mucho tiempo.

—¿Y lo único que le dijo es que el otro vestía bien?

—Sí.

—¿Y no se le ocurrió preguntar algo más?

—No creí que eso…

—Cuando termine la frase, cuelgo.

—¿Cómo?

—Es un aviso. Diga eso, y cuelgo.

—¿Por qué?

—Porque no me gusta que me mientan.

—Yo no…

—Termine esa otra frase y también cuelgo.

—¿En serio?

—Volvamos a empezar. ¿Qué más le dijo él acerca del hombre con el que hablaba?

—¿En su casa alguien tiene dirección de correo electrónico?

—Mis hijos. ¿Por qué?

—Le enviaré una foto.

—A mis hijos, no. Eso no.

—¿Entonces a su esposa?

—De acuerdo. A la universidad.

—¿Paola punto Falier arroba Ca'Foscari, punto it?

—Sí. ¿Cómo sabe esa dirección?

—La enviaré mañana por la mañana.

—¿Alguien más conoce la existencia de esa foto?

—No.

—¿Alguna razón para ello?

—Prefiero no comentar.

—¿Es la única pista que tienen?

—No es la única. Pero no hemos podido comprobarla.

—¿Y las otras?

—Sin resultado.

—Si encuentro algo, ¿adonde le llamo?

—¿Eso quiere decir que lo haría?

—Sí.

—Le daré mi número.

—Me han dicho que no estaba en el puesto.

—No es fácil comunicar conmigo.

—¿Y en el e-mail que use mañana?

—No.

—Entonces, ¿dónde?

—Siempre puedo llamarle yo a ese número.

—Sí, puede; pero yo no puedo trasladar aquí mi despacho, mientras espero su llamada. ¿Cómo me pongo en contacto con usted?

—Llame al mismo número y deje un mensaje, diga que es de parte de Pollini y a qué hora volverá a llamar. A esa hora le llamaré yo a ese número.

—¿Pollini?

—Sí; pero haga la llamada desde un teléfono público, ¿de acuerdo?

—La próxima vez que hablemos quiero que me diga lo que ocurre. Lo que ocurre en realidad.

—Ya le he dicho…

—Filipo, ¿tengo que amenazarle otra vez con colgar?

—No. No es necesario. Pero tengo que pensarlo.

—Piense ahora.

—Le diré todo lo que pueda.

—Eso ya lo he oído antes.

—No me gusta que las cosas tengan que ser así, créame. Pero es mejor para todos.

—¿También mejor para mí?

—Sí; también para usted. Ahora tengo que irme. Gracias.

Capítulo 10

Al colgar el teléfono, Brunetti se miró la mano, para ver si le temblaba. No; firme como una roca. Además, aquel dramático secretismo de Guarino le producía más irritación que miedo. ¿Qué venía a continuación, arrojar al Gran Canal botellas con mensajes? Guarino parecía un tipo bastante sensato y había aceptado de buen grado el escepticismo de Brunetti, ¿por qué insistir entonces en todas estas chorradas a lo James Bond?

Se asomó a la puerta y preguntó a Sergio:

—¿Puedo hacer una llamada?

—Comisario —dijo el hombre agitando las manos—, llame cuanto quiera —Sergio, moreno y casi tan ancho como alto, recordaba a Brunetti el oso que era el héroe de uno de los primeros cuentos que había leído. Acentuaba el parecido con aquel oso que se atracaba de miel, el voluminoso abdomen de Sergio. Y, lo mismo que el oso, Sergio era afable y generoso, aunque también gruñía de vez en cuando.

Brunetti marcó las cinco primeras cifras del número de su casa, pero entonces colgó y volvió a su sitio en el bar. El vaso había desaparecido.

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