Brunetti pensó en tomar otro vasito de
grappa
pero dominó la tentación y dijo:
—De acuerdo. Pero, aun así, ¿podemos pasarlo bien?
—Eso lo veremos mañana por la noche —respondió ella.
* * *
Brunetti había decidido confiar en la suerte y esperar a que alguien del Casino reconociera o recordara al hombre de la foto que Paola había traído de la universidad. De todos modos, quizá Fortuna no fuera la divinidad más indicada a la que invocar en este lugar, del que sin duda recibiría peticiones más perentorias. También comprendía que, aunque descubriera la identidad del joven, o aunque lo encontrara en persona, lo único que podría hacer, quizá, después de comprobar si tenía antecedentes, sería pasar la información a Guarino. Ni aun con un gobierno de derechas era delito tomar una foto.
Por más que Brunetti se recordaba a sí mismo que era un ciudadano particular que había venido al Casino en compañía de su señora esposa, comprendía que no era probable que pasara inadvertido, por ser el policía que, durante los últimos años, había practicado dos investigaciones en el local.
Nada más entrar, el recepcionista lo reconoció, pero, al parecer, la entidad no le guardaba rencor, y le brindó recibimiento de VIP. Él rechazó las fichas de obsequio que le ofrecían y adquirió otras por valor de cincuenta euros, de las que dio a Paola la mitad.
Hacía años que no venía; por lo menos, desde la última vez que había arrestado al director. El lugar no había cambiado mucho: reconoció a algunos crupiers, dos de los cuales también habían sido arrestados aquella última vez, acusados de haber organizado el sistema por el cual se había estafado al Casino una suma que nadie había podido calcular y que podía ascender a cientos de miles o, quizá, millones de euros. Acusados, convictos y sentenciados, habían vuelto a sus puestos de crupiers, cual funcionarios que tuvieran la plaza en propiedad. A pesar de la compañía de Paola, Brunetti ya barruntaba que no iba a pasarlo bien.
Fueron hacia las mesas de la ruleta, lo único a lo que Brunetti se creía capaz de jugar, ya que no había que contar cartas ni calcular probabilidades. Apostar. Ganar. Perder.
Al acercarse, observó a las personas agrupadas alrededor de una de las mesas, buscando la cara que había visto sólo en tres cuartos de perfil. No era muy buena la foto recibida aquella mañana, sin indicación de cuándo, dónde ni por quién había sido tomada.
Quizá, con un
telefonino.
En ella aparecía un hombre de poco más de treinta años. Estaba de pie, junto a la barra de un bar, hablando con alguien que había quedado fuera de la foto. Tenía el cabello oscuro, castaño o negro: la imagen no estaba bien definida. Sólo era visible un pómulo y una ceja entera, de ángulo muy pronunciado, ceja de personaje de dibujos animados. No se podía apreciar la estatura, pero la complexión era mediana. Tampoco se distinguía la calidad de la indumentaria: traje oscuro, camisa clara y corbata.
Brunetti y Paola se quedaron unos minutos en la parte exterior del corro de personas atraídas por la magia de la rueda, escuchando el clic, clic, clic que hacía la bola al girar, el chasquido seco con que caía en la casilla, y luego el silencio: la pérdida se encajaba sin un suspiro y la ganancia se recibía con impasibilidad. Qué falta de entusiasmo, pensó Brunetti. Debía de considerarse una ordinariez demostrar alegría.
Varios perdedores desaparecieron de la mesa, arrastrados por la marea implacable del juego y otros ocuparon sus puestos, entre ellos, Brunetti y Paola. Brunetti puso una ficha en la mesa, sin mirar dónde y esperó, observando las caras del otro lado, todas, vueltas hacia el crupier y, tan pronto como éste arrojó la bola, hacia la ruleta.
Paola, a su lado, le oprimió el brazo cuando la bola cayó en el número siete y su ficha desapareció, con otras muchas, por la ranura del olvido. Ella estaba tan compungida como si su marido hubiera perdido diez mil euros en lugar de diez. Se quedaron varias jugadas más, hasta que los hizo marchar el bovino empuje de los que estaban detrás, aguijoneados por la expectativa de perder.
Deambularon hacia otra mesa y estuvieron un cuarto de hora en la periferia, observando el flujo y reflujo de jugadores. Brunetti se fijó en un joven —no sería mucho mayor que Raffi— que estaba justo enfrente, al otro lado de la mesa. Cada vez que el crupier anunciaba las últimas apuestas, él ponía una pila de fichas en el número doce, y cada vez se las llevaba la raqueta.
Brunetti estudiaba su rostro, joven y terso. Los labios, gruesos y lustrosos, recordaban los de uno de los agrestes santos de Caravaggio, pero los ojos, sin un reflejo ni siquiera de decepción por las reiteradas pérdidas, eran distantes y opacos como los de una estatua. Ojos que ni se dignaban mirar el montón de fichas, que él distribuía de manera aleatoria —roja, amarilla, azul, como si la cuantía de la apuesta fuera lo de menos— aunque en pilas de altura similar, unas diez, ficha más o menos.
El chico perdía una y otra vez y, cuando liquidó las fichas que tenía delante, sacó un puñado del bolsillo de la chaqueta, que distribuyó al azar, sin mirarlas.
A Brunetti se le ocurrió de pronto que el chico podía ser ciego y que jugaba guiándose por el tacto y el sonido. Siguió observándolo, atento a esta posibilidad, hasta que el chico le lanzó una mirada tan cargada de hostilidad que Brunetti no pudo menos que desviar la suya, como si hubiera sorprendido a alguien cometiendo un acto obsceno.
—Vamonos de aquí —oyó decir a Paola, y sintió en el codo la presión de su mano que tiraba de él sin delicadeza hacia el espacio abierto de entre las mesas—. No soportaba ver a ese chico —añadió, poniendo voz a lo que él estaba pensando.
—Ven —dijo él—, te invito a una copa.
—Qué espléndido —exclamó ella, pero se dejó llevar al bar, donde Brunetti la convenció para que tomara un whisky, licor que ella bebía muy raramente y nunca le gustaba. Él le puso en la mano un vaso cuadrado, brindó y la observó tomar el primer sorbo. Ella frunció los labios en una mueca, quizá un tanto melodramática, y dijo:
—No sé por qué consiento en que me hagas beber esta cosa.
—Si la memoria no me falla, hace diecinueve años que dices eso, desde la primera vez que fuimos a Londres.
—Y tú sigues tratando de convertirme —respondió ella tomando otro sorbo.
—Bien bebes
grappa,
¿no? —preguntó él con suavidad.
—Sí, pero la
grappa
me gusta. Mientras que esto —dijo ella alzando el vaso—, esto me sabe a aguarrás.
Brunetti apuró su whisky y puso el vaso en el mostrador, pidió una
grappa di moscato
y tomó el vaso de Paola.
Si él esperaba que su mujer pusiera objeciones, ella lo defraudó diciendo:
—Gracias. —Tomó el vasito que le había servido el barman y, volviéndose hacia la sala que acababan de abandonar, dijo—: Es deprimente verlos ahí. Dante escribe acerca de almas como ésas. —Tomó un sorbo de
grappa
y preguntó—: ¿Son más divertidos los burdeles?
Brunetti se atragantó, escupió el whisky en el vaso, que dejó en el mostrador, sacó el pañuelo y se enjugó los labios.
—¿Qué dices?
—En serio, Guido —insistió ella amigablemente—. Nunca he estado en uno y me gustaría saber si por lo menos alguien consigue divertirse allí.
—¿Y me lo preguntas a mí? —dijo él, sin saber qué tono adoptar y optando por una jocosa indignación.
Paola no dijo nada y tomó otro sorbo de
grappa,
y al fin Brunetti dijo:
—He estado en dos, no, tres. —Hizo una seña al barman y, cuando éste se acercó, empujó el vaso de whisky hacia él y pidió otro. Cuando le fue servido, prosiguió—: La primera vez yo estaba trabajando en Nápoles. Tenía que arrestar al hijo de la madame, que vivía allí mientras estudiaba en la universidad.
—¿Qué estudiaba? —preguntó ella, tal como él esperaba.
—Administración de Empresas.
—Lógico —sonrió ella—. ¿Y se divertía alguien?
—En aquel momento, no se me ocurrió planteármelo. Fui con tres hombres y lo arrestamos.
—¿Por qué?
—Por homicidio.
—¿Y las otras veces?
—Una, en Udine. Tenía que interrogar a una de las mujeres que trabajaban allí.
—¿Fuiste en horario de trabajo? —preguntó ella, sugiriendo la imagen de unas mujeres que entraban, fichaban, sacaban medias de malla y zapatos de tacón de las taquillas, hacían pausas para el café y se sentaban a una mesa, a fumar, charlar y tomar un tentempié.
—Sí —respondió él, como si las tres de la mañana fuera hora de trabajo normal.
—¿Alguien se divertía?
—Seguramente, ya era tarde. Casi todo el mundo dormía.
—¿También la mujer a la que ibas a interrogar?
—Resultó que nos habíamos equivocado de persona.
—¿Y la tercera vez?
—Fue en Pordenone —respondió él con voz distante—. Pero alguien les avisó y cuando llegamos la casa estaba vacía.
—Ah —suspiró ella—. Con lo que me habría gustado saberlo.
—Siento no poder complacerte.
Ella dejó el vaso vacío en el mostrador y se alzó sobre las puntas de los pies para darle un beso en la mejilla.
—Me alegro de que no puedas —dijo, y añadió—: ¿Quieres que entremos a perder el resto?
Entraron en la sala y se mantuvieron detrás de los grupos que rodeaban las mesas, observando más a los jugadores que sus ganancias o pérdidas. El chico seguía atado a su rueda, cual una santa Catalina de Alejandría: a Brunetti lo apenaba verlo y tuvo que dejar de mirarlo. Este chico debería estar persiguiendo a las muchachas, animando a gritos a un estúpido equipo de fútbol o a una banda de rock, escalando montañas, haciendo algo, lo que fuera, algo impetuoso, audaz y un poco tonto, que consumiera su juvenil energía y le dejara recuerdos alegres.
Agarró del codo a Paola y casi la empujó hacia la otra sala, en la que, sentados alrededor de una mesa ovalada, los jugadores levantaban el borde de las cartas para lanzarles una mirada furtiva. Brunetti recordó los bares de su juventud, en los que hombres de aspecto rudo se reunían al salir del trabajo para jugar interminables partidas de
scopa.
Recordó los vasitos de boca ancha, con un vino tinto, casi negro, que cada jugador tenía a su derecha y del que tomaba un trago entre manos. El nivel del líquido apenas bajaba, y Brunetti no recordaba que alguno de aquellos hombres pidiera más de un vaso en una noche. Jugaban con vehemencia, arrojando la carta ganadora con una fuerza que hacía vibrar las patas de la mesa o inclinándose hacia adelante con un grito de júbilo para recoger las ganancias de la noche. ¿A cuánto ascendían, a cien liras, lo justo para pagar el vino a los contrincantes?
Recordó los gritos de ánimo de los que estaban en el mostrador y de los que jugaban al billar que, apoyados en los tacos, miraban a los que se divertían con los naipes, y comentaban las jugadas. Algunos de los jugadores se habían lavado la cara y puesto su mejor chaqueta antes de venir; otros acudían directamente del trabajo, con el mono azul y las botas.
¿Qué se había hecho de los monos y las botas? ¿Y qué había sido de aquellos hombres que trabajaban con el cuerpo y con las manos? ¿Habían sido sustituidos por los esbeltos dependientes de las tiendas y boutiques de lujo que daban la impresión de que se derrumbarían bajo una carga pesada o con una ráfaga de viento?
Sintió la presión del brazo de Paola en la cintura.
—¿Hemos de seguir con esto mucho rato? —preguntó. Él miró el reloj y vio que ya eran más de las doce—. Quizá él sólo viniera aquella noche —sugirió, tratando de ahogar un bostezo sin conseguirlo.
Brunetti miró por encima de las cabezas de los que rodeaban las mesas. Todas esas personas podrían estar en la cama, leyendo; o en la cama, haciendo otras cosas. Pero estaban aquí, mirando unas bolitas, unas cartulinas y unos dados que se llevaban lo que a ellos les había costado semanas, o quizá años, ganar.
—Tienes razón —dijo él, besándole el pelo—. Te prometí diversión y mira lo que hacemos —sintió, más que vio, cómo ella se encogía de hombros—. Hablaré con el director y le enseñaré la foto, por si reconoce al hombre. ¿Vienes conmigo o me esperas aquí?
Por toda respuesta, Paola empezó a andar en dirección a la puerta de la escalera. Él la siguió. En la planta baja, ella se sentó en un banco situado frente a la puerta del despacho del director, abrió el bolso, sacó un libro y las gafas y se puso a leer.
Brunetti llamó a la puerta, pero nadie respondió. Fue a la mesa de Recepción y pidió por el encargado de seguridad, que llegó al cabo de un minuto, en respuesta a una discreta llamada telefónica. Claudio Vasco era alto, varios años más joven que Brunetti y vestía un esmoquin tan elegante que parecía cortado por el sastre de la comisaria Griffoni. Había sido contratado en sustitución de uno de los arrestados y sonrió cuando, al estrecharle la mano, Brunetti dio su nombre.
Vasco lo condujo por el vestíbulo, pasando por delante de Paola, que no se molestó en levantar la mirada del libro, hasta el despacho del director. Sin tomar asiento, el hombre contempló la foto, y a Brunetti, que lo observaba, le pareció ver cómo repasaba mentalmente un fichero de caras. Vasco dejó caer la mano que sostenía la foto a lo largo del cuerpo y miró a Brunetti:
—¿Es cierto que usted arrestó a esos dos? —preguntó señalando con la mirada al piso de arriba en el que trabajaban los dos crupiers inculpados.
—Sí —respondió Brunetti.
Vasco sonrió y le devolvió la foto.
—En tal caso, le debo un favor. Sólo confío en que asustara a esos dos canallas lo suficiente como para que sean honrados una temporada.
—¿No para siempre?
Vasco miró a Brunetti como si éste se hubiera puesto a hablar en el lenguaje de los pájaros.
—¿Ésos? Sólo es cuestión de tiempo que piensen en algún otro sistema o a uno de ellos le dé por irse de vacaciones a las Seychelles. Dedicamos más tiempo a vigilarlos a ellos que a los clientes —dijo el hombre con gesto de fatiga. Señaló la foto con la barbilla—. Ése ha estado aquí varias veces; una noche, con otro individuo. Tiene unos treinta años, es un poco más bajo que usted y más delgado.
—¿Y el otro? —preguntó Brunetti.
—No lo recuerdo bien —respondió Vasco—. Yo vigilaba sobre todo a éste —dijo golpeando la foto con los dedos de la mano izquierda. Brunetti alzó una ceja, pero Vasco sólo añadió—: Antes de decir más, déjeme ver el registro —Brunetti sabía que se hacía una ficha de todo el que entraba en el Casino, pero ignoraba cuánto tiempo se mantenía en el archivo—. Como decía, le debo un favor, comisario —fue hacia la puerta, dio media vuelta y agregó—: Aunque no fuera así, estaría encantado de ayudarle a encontrarlo, y más si supiera que ello iba a meter en apuros a ese bellaco. —Vasco sonrió, con lo que rejuveneció diez años, y salió del despacho dejando la puerta abierta.