—Un momento, comisario —dijo Pucetti. Se acercó a Brunetti, le metió la linterna en el bolsillo y se puso de rodillas, a modo de taburete—. Ponga el pie en mi hombro, señor. Le será más fácil.
Cinco años atrás, Brunetti habría desdeñado el ofrecimiento; ahora levantó el pie derecho sin vacilar, pero, al sentir la tensión de la ropa en el pecho, bajó el pie y se desabrochó el abrigo, luego apoyó el pie en el hombro de Pucetti y agarró el segundo travesaño. Trepando e izándose al mismo tiempo con soltura, puso los dos pies en el primer travesaño de la escala. Al empezar a subir oyó hablar a Pucetti y luego a Vianello. El roce de suelas en metal que sonaba debajo de él lo impulsaba a seguir subiendo. Un zapato golpeó el costado del tanque con un tañido bronco.
Brunetti había disfrutado con la primera película de SpiderMan, que había visto con los chicos. Ahora tenía la sensación de que también él trepaba por el costado de un edificio, agarrándose a la pared gracias a sus poderes especiales. Subió otros diez travesaños, se paró y fue a mirar a los hombres que tenía debajo, pero lo pensó mejor y siguió subiendo.
La escala terminaba en una plataforma del tamaño de una puerta. Afortunadamente, tenía barandilla. Una vez arriba, Brunetti se situó en un extremo, para dejar espacio a los otros. Sacó la linterna e iluminó la plataforma a la que se encaramaron, primero, Vianello y, después, Pucetti. Vianello se puso en pie y miró hacia la luz con gesto de fatiga. Brunetti enfocó rápidamente a Pucetti, que estaba radiante. Qué emoción, qué emoción.
Brunetti iluminó la pared del depósito y vio, en el extremo de la plataforma más próximo a él, una puerta. Hizo girar el picaporte y la puerta cedió suavemente. Al otro lado había una plataforma idéntica. Él entró y dirigió la luz a su espalda, para que ellos pudieran seguirle.
Brunetti hizo chasquear los dedos: al cabo de un momento, el sonido reverberó repitiéndose hasta diluirse. Él golpeó la barandilla con la gruesa carcasa de plástico de la linterna y, al cabo de un momento, repercutió un eco más hondo y potente.
Iluminó entonces una escalera que bajaba por el interior de la pared hasta el fondo del depósito. La luz no llegaba al final de la escalera; sólo podían ver parte de ella y la oscuridad circundante impedía calcular la distancia hasta la base.
—¿Bien? —preguntó Vianello.
—Bajemos —dijo Brunetti.
Para reafirmarse en su intuición, apagó la linterna. Los otros contuvieron la respiración: oscuridad visible. Los pueblos de la Antigüedad conocían esta oscuridad, que las gentes de hoy sólo pueden fabricar artificialmente, para sentir el escalofrío del miedo. La oscuridad era esto: esto y nada más.
Brunetti encendió la linterna y sintió que sus compañeros se relajaban mínimamente.
—Vianello —dijo—. Daré la linterna a Pucetti y tú y yo bajaremos delante, cogidos del brazo —pasó la linterna a Pucetti diciendo—: Usted síganos y vaya iluminando el camino.
—Sí, señor —dijo Pucetti.
Vianello ladeó el cuerpo y tomó del brazo al comisario.
—En marcha —dijo Brunetti.
Vianello, en la parte exterior, apoyaba una mano en la barandilla y daba el brazo a Brunetti: una pareja de jubilados a los que, inesperadamente, se les había complicado el paseo de la tarde. Pucetti les alumbraba enfocando con la linterna el peldaño que habían de pisar y los seguía guiándose más por el instinto que por la vista.
En los peldaños se amontonaba la herrumbre, y Brunetti, que bajaba pegado a la pared, notaba cómo ésta se descascarillaba con el roce de la manga, y hasta le parecía percibir el olor de la corrosión. Descendían hacia la estigia negrura y, a cada paso, a medida que se acercaban al fondo, se hacía más intenso el tufo a petróleo, óxido, metal, a no ser que la sensación de sumirse en la total oscuridad les aguzara los sentidos.
Aunque sabía que ello era imposible, a Brunetti le parecía que el depósito estaba más oscuro ahora que cuando habían entrado.
—Voy a pararme, Pucetti —dijo, para que el joven no chocara con ellos. Se detuvo y Vianello, bien sincronizado, hizo otro tanto—. Ilumine el fondo —dijo a Pucetti, que se asomó a la barandilla dirigiendo la luz hacia la oscuridad.
Brunetti miró hacia arriba y vio una mancha grisácea que debía de ser la puerta por la que habían entrado. Lo sorprendió observar que habían dado más de media vuelta al depósito. Se volvió y siguió con la mirada el haz luminoso: aún estaban a cuatro o cinco metros del fondo. A la luz de la linterna, el suelo relucía y centelleaba con brillo incandescente. No era líquido porque, al igual que el barro del exterior, la superficie se rizaba en sólidas ondulaciones y remolinos a la luz de linterna, como un mar inmóvil de un vino oscuro.
Un escalofrío recorrió el brazo de Vianello, y, de pronto, Brunetti notó el frío.
—¿Qué hacemos ahora, señor? —preguntó Pucetti haciendo oscilar la linterna para abarcar mayor campo de visión. A unos treinta metros, la luz incidió en una superficie vertical, y él la hizo subir lentamente, como obligándola a trepar por la ladera de una montaña. Pero el obstáculo no tenía más de cinco o seis metros de alto, y la superficie iluminada estaba formada por barriles y recipientes de plástico, unos negros, otros grises y otros amarillos. No estaban apilados con gran esmero. Algunos de la parte alta se habían ladeado, apoyándose unos en otros fatigosamente y los de las hileras exteriores se inclinaban hacia el interior, como pingüinos acurrucados unos contra otros en la noche antartica.
Sin necesidad de que se lo ordenaran, Pucetti enfocó con la linterna un extremo del montón y, lentamente, lo dirigió hacia el otro extremo, para que pudieran contar los barriles de la primera fila. Cuando la luz llegó al extremo, Vianello dijo en voz baja:
—Veinticuatro.
Brunetti había leído que los barriles tenían una capacidad de ciento cincuenta litros, o quizá era más. O menos. Más de cien, desde luego. Trató de hacer un cálculo mental, pero sin saber el volumen exacto ni cuántas hileras había detrás de las que podían ver, era imposible calcular el total; sólo, que cada hilera representaba, por lo menos, doce mil litros.
De todos modos, sin conocer el contenido, la cantidad no significaba nada. Cuando lo supieran podrían deducir la magnitud del peligro. Todos estos pensamientos y cálculos le pasaron por la cabeza mientras la luz se deslizaba por la superficie de los barriles.
—Echemos un vistazo —dijo Brunetti en voz baja —él y Vianello bajaron hasta el último peldaño—. Déme la linterna, Pucetti.
Brunetti se desasió del brazo de Vianello y bajó al suelo del depósito. Pucetti pasó junto al
ispettore
y se reunió con Brunetti.
—Voy con usted, comisario —dijo el agente, iluminando el lodo que estaban pisando.
Vianello levantó un pie, pero Brunetti lo frenó poniéndole la mano en el brazo.
—Antes quiero ver cómo podemos salir de aquí —advirtió que todos hablaban en voz baja, como si fuera peligroso despertar eco.
En lugar de responder, Pucetti resiguió con la luz toda la escalera hasta arriba.
—Por si tenemos que movernos con rapidez —añadió Brunetti. Tomó la linterna de la mano de Pucetti, que lo estaba iluminando—. Esperen aquí —ordenó, y se alejó, deslizando la mano izquierda por la pared del depósito. Avanzó lentamente hasta encontrar la puerta y los ojos de las dos cerraduras.
Un poco más allá, descubrió lo que esperaba encontrar: el cerrojo de una pequeña salida de emergencia practicada en la puerta.
No vio señal de que el cerrojo estuviera conectado a una alarma. Descorrió el cerrojo y la puerta se abrió hacia afuera girando sobre unos goznes bien engrasados. Le dio en la cara un aire cargado de olores, que hizo aún más perceptible la pestilencia del interior. Pensó en dejar la puerta abierta, pero renunció a la idea. La cerró y volvieron el frío y el hedor.
Brunetti regresó junto a los otros. Antes de que pudiera decir algo, Pucetti se acercó y lo tomó del brazo, gesto que le pareció conmovedor por lo que tenía de protector. Cogidos del brazo, avanzaron pisando con cautela la helada superficie y parándose a cada paso, para asegurarse de que tenían los pies bien asentados sobre aquel suelo desigual, de manera que tardaron algún tiempo en llegar al centro de la primera fila de barriles.
Brunetti los recorrió con la luz, en busca de indicios de su contenido u origen. Los tres primeros no los mostraban, aunque la marca de la calavera y las tibias hacía superfluos tales detalles. El siguiente barril tenía restos de una etiqueta arrancada, en los que se veían dos pálidas letras cirílicas. El recipiente que venía a continuación estaba limpio, lo mismo que los tres siguientes. Un barril situado cerca del extremo de la fila tenía un reguero de una sustancia de un verde sulfuroso que salía por debajo de la tapa y había formado una costra en el suelo. Pucetti soltó el brazo de Brunetti y fue más allá del último barril. Brunetti dobló la esquina e iluminó el lateral de la estiba.
—Dieciocho —dijo Pucetti al cabo de un momento. Brunetti, que había contado diecinueve, asintió y retrocedió para examinar el barril de la esquina. Vio una etiqueta de color naranja justo debajo de la tapa. No sabía alemán, pero ésta era una de las lenguas que podía reconocer.
«Achtung!»
Esto estaba bastante claro.
«Vorsicht Lebensgefahr».
También este barril tenía una fuga en la parte superior y una mancha verde oscuro al pie, en el barro.
—Me parece que ya hemos visto bastante, Pucetti —dijo y volvió hacia donde creía que esperaba Vianello.
—Bien, comisario —dijo Pucetti, y empezó a andar hacia él.
Brunetti se detuvo a cierta distancia de Pucetti, llamó a Vianello y, cuando éste contestó, dirigió la linterna hacia la voz. Ninguno de los dos vio lo que ocurría. Brunetti sólo oyó que, a su espalda, Pucetti ahogaba una exclamación —de sorpresa, no de miedo— seguida de un largo chirrido que después identificó como el sonido que hizo el pie de Pucetti al resbalar en el barro helado.
Algo le golpeó en la espalda y, durante un momento, Brunetti sintió terror al imaginar que era uno de aquellos barriles. Luego se oyó un ruido sordo, seguido de silencio y de un grito de Pucetti.
Brunetti se volvió lentamente, moviendo los pies con precaución y apuntó con la linterna en dirección a la voz de Pucetti. El agente estaba de rodillas y gemía suavemente mientras se enjugaba la mano izquierda frotándola en la pechera de la chaqueta. Luego introdujo la mano entre las rodillas sin dejar de frotar contra la tela del pantalón.
—
Oddio, oddio
—murmuraba el joven, y Brunetti vio con asombro que se escupía en la mano antes de volver a enjugarla. Luego se puso en pie tambaleándose.
—Vianello, el té —gritó Brunetti haciendo girar la linterna furiosamente, sin saber ya dónde estaban Vianello y la puerta.
—Estoy aquí —dijo el
ispettore,
y al momento Brunetti lo captó con la luz, termo en mano. Brunetti empujó a Pucetti hacia adelante y lo asió del antebrazo acercando la mano del agente a Vianello. En la palma y parte del dorso había restos de una sustancia negra que había enjugado en la ropa. La piel que asomaba entre lo negro estaba roja, tenía ampollas y sangraba.
—Esto va a doler, Roberto —dijo Vianello. Situó el termo a bastante altura de la mano del joven. Al principio, Brunetti no entendía por qué lo levantaba tanto, pero cuando vio cómo humeaba el líquido dedujo que el
ispettore
pretendía que se enfriara por lo menos un poco antes de llegar a las quemaduras de Pucetti.
Brunetti oprimió con más fuerza el antebrazo del agente, pero no era necesario. Pucetti comprendió y se mantuvo inmóvil mientras el té le resbalaba por la mano, Brunetti echó el cuerpo hacia atrás, a fin de mantener la luz más firme. El vapor se elevaba del líquido que iba cayendo. El tiempo parecía haberse detenido.
—Bien —dijo Vianello finalmente, dando el termo a Brunetti.
El
ispettore
se quitó la parka y arrancó una tira del forro polar. Dejó caer la chaqueta en el barro y pasó la tela entre los dedos del joven con el cuidado y la delicadeza de una madre. Cuando hubo limpiado la mayor parte de la sustancia negra, recuperó el termo y vertió más té en la mano de Pucetti, dándole la vuelta cuidadosamente, para asegurarse de que el líquido llegaba a todas partes antes de caer al suelo.
Cuando el termo estuvo vacío, Vianello lo tiró y dijo a Brunetti:
—Dame tu pañuelo —Brunetti se lo dio y Vianello envolvió con él la mano de Pucetti, anudándolo en el dorso. Recogió el termo, rodeó los hombros del joven con un brazo y dijo a Brunetti:
—Vamos al hospital.
El médico de Pronto Soccorso del hospital de Mestre tardó casi veinte minutos en limpiar la mano de Pucetti, primero, con un baño en un suave líquido limpiador y después con un desinfectante, para reducir el riesgo de infección de lo que, esencialmente, eran quemaduras. Dijo que quien le había lavado la mano probablemente se la había salvado o, por lo menos, había impedido que las quemaduras fueran mucho más graves. Aplicó una pomada y un abultado vendaje en forma de guante de boxeo blanco, le dio un analgésico y le dijo que, a partir del día siguiente y durante una semana fuera diariamente al hospital de Venecia, para que le cambiasen el vendaje.
Vianello estaba con Pucetti mientras Brunetti, en el pasillo, hablaba con Ribasso, al que finalmente había localizado, no sin dificultades. El capitán de
carabinieri,
lejos de mostrarse sorprendido por el relato de Brunetti, dijo, una vez el comisario acabó de hablarle de lo ocurrido a Pucetti:
—Pues aún pueden dar gracias a que mis tiradores de primera decidieran no intervenir.
—¿Qué?
—Mis hombres los han visto entrar y subir por la escala, pero uno de ellos ha decidido comprobar la matrícula. Menos mal que iban en un coche de la policía, o habrían tenido problemas.
—¿Cuánto tiempo llevan allí? —preguntó Brunetti, haciendo un esfuerzo por hablar con naturalidad.
—Desde que encontramos al
maggiore.
—¿Esperando? —preguntó Brunetti, buscando posibilidades apresuradamente.
—Desde luego. Es raro que lo dejaran tan cerca de donde está la cosa —dijo Ribasso, sin más explicación. Y añadió—: Antes o después, alguien ha de ir a por lo que han dejado allí.
—¿Y si no van?
—Irán.