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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La otra cara de la verdad (21 page)

BOOK: La otra cara de la verdad
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—Es raro que los romanos fueran tan reacios a meter en la cárcel a la gente.

—¿Aunque fueran culpables?

—Especialmente si eran culpables.

Ella levantó la mirada de su libro, intrigada.

—¿Y qué hacían con ellos?

—Les dejaban escapar una vez convictos. Tras dictarse sentencia, existía un período de gracia, y la mayoría aprovechaba la oportunidad para exiliarse.

—¿Como Craxi?

—Exactamente.

—¿Existe algún país que haya tenido en sus gobiernos a tantos convictos como hemos tenido nosotros? —preguntó Paola.

—Dicen que también los indios tienen a unos cuantos —respondió Brunetti, volviendo a la lectura.

Al cabo de un tiempo, Paola le oyó reír entre dientes y luego soltar una carcajada, y dijo levantando la cabeza:

—Reconozco que, a veces, el Maestro me ha hecho sonreír, pero nunca reír de ese modo.

—Pues escucha esto —dijo Brunetti, volviendo al pasaje que acababa de leer—: «Los filósofos declaran, acertadamente, que hasta una simple expresión facial puede ser incumplimiento del deber filial». ¿Lo copiamos y lo pegamos a la nevera? —preguntó ella.

—Un momento. —Brunetti retrocedió al principio del libro—. Por aquí tengo otro mejor —dijo hojeando con rapidez.

—¿Para la nevera?

—No —dijo Brunetti, interrumpiendo la búsqueda del pasaje—. Éste habría que ponerlo sobre todos los edificios públicos de la ciudad, tallado en piedra, quizá.

Paola agitó una mano, con apremio.

Pasaron unos momentos mientras él buscaba, yendo adelante y atrás, y al fin dio con el texto. Sosteniendo el libro con los brazos extendidos, volvió la cabeza hacia ella y dijo:

—Según Cicerón, éste es el deber del buen cónsul, pero yo lo haría extensivo a todos los políticos. —Ella movió la cabeza de arriba abajo y Brunetti volvió al texto, que leyó con voz declamatoria—: «Debe proteger las vidas e intereses del pueblo, apelar a los sentimientos patrióticos de sus conciudadanos y, en general, anteponer el bien común al suyo propio.» —Paola se quedó en silencio, reflexionando sobre lo que él acababa de leer. Luego cerró el libro y lo arrojó sobre la mesa que tenía delante.

—¡Y pensar que yo creía que mi libro era una obra de ficción!

Capítulo 19

Se despertaron con nieve. Una cierta cualidad de la luz hizo comprender a Brunetti lo ocurrido incluso antes de que acabara de abrir los ojos y despertara del todo. Miró hacia el balcón y vio un fino ribete blanco en equilibrio sobre la barandilla de la terraza y, más allá, tejados nevados y un cielo tan azul que dañaba la vista. No se veía ni un velo de nube, como si durante la noche todas ellas se hubieran disgregado y caído sobre la ciudad. Él trataba de recordar cuándo fue la última vez que había nevado de este modo, que la nieve había cuajado en lugar de diluirse enseguida en lluvia.

Tenía que averiguar el espesor. Llevado del entusiasmo, se volvió con intención de comentar el hecho con Paola, pero al ver el fino relieve blanco inmóvil a su lado, desistió y se contentó con levantarse de la cama y acercarse al balcón. El campanario de San Polo y, más allá, el de los Frari, estaban blancos. Salió al pasillo y fue al estudio de Paola, desde donde vio el campanario de San Marco y el ángel dorado y reluciente. A lo lejos repicaba una campana, pero la reverberación estaba amortiguada por la nieve que todo lo cubría, y él no habría podido adivinar de qué iglesia ni de qué dirección llegaba el sonido.

Volvió al dormitorio y otra vez se acercó al balcón. Ya se veían finas huellas de pájaro impresas en la nieve de la terraza. Un rastro terminaba en el mismo borde, como si el ave no hubiera podido resistir la tentación de lanzarse hacia aquella blancura. Sin pensar, Brunetti abrió el balcón y se agachó a palpar la nieve, para averiguar si era la húmeda y compacta, apta para hacer bolas, o la seca que volaba formando una nube si la removías de un puntapié.

—¿Te has vuelto loco? —preguntó una voz a su espalda, no menos indignada por estar amortiguada por la almohada. Quizá un Brunetti más joven habría llevado a la cama un puñado de nieve, pero éste se contentó con agacharse y dejar en ella la impronta de su mano. Era nieve seca, observó.

Cerró el balcón, fue hacia la cama y se sentó.

—Ha nevado —dijo.

Levantó la mano que había tocado la nieve y la acercó al hombro de Paola. Aunque ella estaba de espaldas y tenía la cabeza semiescondida bajo la almohada, él oyó con toda claridad:

—Si me tocas con esa mano, me divorcio y me llevo a mis hijos.

—Ya son mayores para decidir por sí mismos —respondió él con lo que creía olímpica calma.

—Yo guiso.

—Es verdad —repuso él, reconociendo la derrota.

Paola volvió a caer en coma y Brunetti se fue a la ducha.

Cuando, media hora después, Brunetti salió del apartamento, había tomado su primer café y recordado ponerse la bufanda. También se había calzado unas botas con suela de goma. Efectivamente, era nieve en polvo la que se extendía ante él, virgen hasta el primer cruce. Brunetti hundió las manos en los bolsillos del abrigo y adelantó un pie, diciéndose que lo hacía para comprobar si el suelo estaba resbaladizo. En absoluto, advirtió, complacido: era como caminar sobre plumas. Dio un puntapié, primero con la bota derecha y después con la izquierda, levantando surtidores de nieve.

Al llegar al cruce, se volvió y contempló su rastro con orgullo. Por la calle que salía al
campo
había pasado ya mucha gente abriendo surcos en cuyos bordes empezaba a fundirse la nieve. Los transeúntes caminaban despacio, con la precaución del marinero recién embarcado que aún no está muy seguro de sus piernas. Pero era gozo, no ansiedad lo que él veía en la cara de la mayoría, como los niños que salen al recreo. La gente se sonreía y, aun sin conocerse, todos tenían algo que decirse acerca de la nieve.

Brunetti compró
Il Gazzettino
en su quiosco habitual. «Reincidente», dijo para sus adentros al tomar el periódico. Vio, en primera plana, en un pequeño recuadro, un par de frases sobre el asesinato de Marghera y un envío a la primera página de la segunda sección, donde Brunetti leyó que en el complejo industrial de Marghera había sido hallado el cadáver de un hombre no identificado. El hombre había recibido un disparo y yacía en la calle, donde lo había encontrado un vigilante nocturno. Los
carabinieri
habían manifestado que seguían varias pistas y esperaban poder identificar a la víctima en breve.

El tono rutinario de la noticia asombró a Brunetti: como si el imaginario vigilante se tropezase todas las noches con un cadáver. No se daba descripción de la víctima, ni se indicaba el lugar exacto donde había sido hallada, ni se mencionaba que pertenecía al cuerpo de
carabinieri.
A Brunetti le habría gustado conocer la fuente, y el motivo, de información tan escueta como ficticia.

Al llegar al pie de Rialto, Brunetti dobló el diario y se lo puso bajo el brazo. Al otro lado del puente, dudó entre seguir a pie o tomar el
vaporetto.
Optó por esta última alternativa, seducido por la idea de pasar por delante de una Piazza San Marco nevada.

Tomó el Tres, más rápido, y se quedó en cubierta, contemplando con deleite, Gran Canal arriba, la transformación que se había producido durante la noche. Estaban blancos los muelles que bordeaban el canal, los hules que cubrían las góndolas dormidas y las estrechas
calli,
no transitadas todavía, que conducían del canal a los distintos núcleos de la ciudad. Al pasar por las Comune, observó lo sucios que muchos edificios aparecían bajo la nieve; sólo los ocres y los rojos conservaban un aspecto respetable con el contraste. Ante los
palazzi
Mocenigo, Brunetti recordó haber entrado una vez en uno de ellos con su tío, no sabía por qué. Más allá, a la derecha, el Palazzo Foscari, con los alféizares adornados por una filigrana de nieve. A la izquierda, el Palazzo Grassi, ahora, vulgar almacén de arte de segunda fila. Al pasar por debajo del puente de Accademia, vio cómo la gente se agarraba al pretil para bajar la escalera y, cuando el puente quedó atrás, observó similar cautela al otro lado: la madera es más traicionera que la piedra; sobre todo, si hace pendiente y te da la impresión de proyectarte hacia adelante.

Pasada la Piazzetta, era tan intenso el fulgor de la nieve que cubría la explanada entre la biblioteca y el palacio que Brunetti tuvo que protegerse los ojos haciendo pantalla con la mano. El bueno de san Teodoro seguía en lo alto de su columna clavando la lanza en la cabeza a su minidragón. ¡Cómo se debatía el animal por escapar! Pero sería inútil, por más que la nieve frenara a san Teodoro.

Retazos de cúpulas asomaban entre la nieve que empezaba a fundirse al sol de la mañana. Por todas partes surgían santos, pasó volando un león, las embarcaciones se saludaban con las bocinas y Brunetti cerró los ojos, dejándose inundar por aquel ambiente festivo.

Cuando los abrió, estaban frente al puente de los Suspiros, abarrotado incluso a esta hora por los turistas que no querían dejar de retratarse junto al lugar en el que tantos se habían parado por última vez camino de la prisión, la tortura o la muerte.

A partir de aquí, la nieve casi había desaparecido y, cuando Brunetti desembarcó en San Zaccaría, quedaba tan poca que las botas ya eran un estorbo, además de una afectación.

El guardia de la puerta le dedicó un saludo indolente. Brunetti preguntó por Vianello y el agente le dijo que el
ispettore
no había llegado todavía. Tampoco, el
vicequestore,
lo cual no sorprendió al comisario, que imaginaba a Patta en su casa, todavía en pijama, esperando a que alguien le escribiera una nota para comunicar que llegaría con retraso por culpa de la nieve.

Brunetti fue al despacho de la
signorina
Elettra.

Cuando él entró la joven dijo, sin preámbulos:

—No me dijo que había visto una foto de él —ella llevaba un vestido negro y una chaqueta de seda de un naranja de hábito budista, que contrastaba con la gravedad de su tono.

—Sí —respondió él sobriamente—, vi una foto.

—¿Sufrió? —esta pregunta causó en Brunetti un cierto alivio, ya que indicaba que ella sabía de la existencia de la foto pero no la había visto.

Brunetti se resistió al impulso de tratar de suavizar la realidad, y sólo dijo:

—Fue instantáneo. Debieron de pillarlo por sorpresa.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó ella.

Él recordó a Guarino tendido en el suelo con la mandíbula destrozada.

—No hacen falta explicaciones. Créame y no insista.

—¿Qué era él?

La pregunta desconcertó a Brunetti por tantas respuestas como acudían a su cabeza. Era un
carabiniere.
Era un hombre en el que Avisani confiaba plenamente. Investigaba el transporte ilegal de residuos, aunque poco más que eso sabía Brunetti de la investigación. Buscaba a un hombre de genio vivo, jugador al que no le gustaba perder, que podía llamarse Antonio Bárbaro. Estaba separado.

Mientras pasaba revista mentalmente a estas circunstancias, Brunetti tuvo que reconocer que no dudaba de nada de lo que le había dicho Guarino. Había rehuido ciertas preguntas, pero Brunetti comprendía que todo lo que le había dicho era verdad.

—Creo que era un hombre honrado —dijo.

Ella no respondió a esto, pero dijo:

—No cambia nada tener la foto, ¿verdad? —Brunetti negó con un gruñido, y ella añadió—: Pero, en cierto modo, sí. Lo hace más real.

A la
signorina
Elettra pocas veces le faltaban palabras, y tampoco Brunetti encontraba la frase adecuada. Quizá no la había.

—Aunque no era eso lo que quería decirle —empezó ella, pero, antes de que pudiera continuar, oyeron pasos y, al volverse, vieron a Patta, pero un Patta vestido como habría podido vestirse el capitán Scott de haber tenido tiempo y ocasión de equiparse en las tiendas de la Mercería. La parka beige, con capucha ribeteada de piel, desabrochada con negligencia, dejaba ver el forro y una americana Harris de espiguilla y suéter de cuello vuelto color vino, con aspecto de cachemir. Las botas de caucho eran como las que Raffi había enseñado a Brunetti en el escaparate de Duca d'Aosta la semana antes.

La nieve, que había alegrado el ánimo de casi todas las personas que Brunetti había visto camino del trabajo, parecía haber tenido en Patta el efecto contrario. El
vicequestore
saludó a la
signorina
Elettra con un movimiento de la cabeza que, tratándose de ella, nunca era seco, pero, hoy, tampoco parecía amistoso, y dijo a Brunetti:

—Venga a mi despacho.

Brunetti siguió a su superior y esperó a que éste se despojara de la parka, que puso en una de las sillas situadas frente a su mesa, con el forro por la parte de fuera, exhibiendo los cuadros Burberrys, y ofreció la otra silla a Brunetti.

—¿Esto va a traer problemas? —dijo Patta sin preámbulos.

—¿Se refiere al asesinato, señor?

—Naturalmente que me refiero al asesinato. Un
carabiniere,
un
maggiore,
nada menos, asesinado en nuestra jurisdicción. ¿Qué está pasando? ¿Es que pretenden endosárnoslo?

Brunetti no sabía si tomar las preguntas como meramente retóricas, pero la confusión y la indignación de Patta le parecieron lo bastante auténticas como para arriesgarse a responder:

—No, señor; no sé qué ocurre, pero dudo que quieran que intervengamos. El capitán con el que hablé ayer, el mismo que le llamó a usted según creo, dejó bien claro que ellos solicitan la jurisdicción.

El alivio de Patta era visible.

—Bien, pues para ellos. No comprendo cómo pudo pasarle esto a un oficial de
carabinieri.
Parecía una persona sensata. ¿Cómo pudo hacerse matar de ese modo?

Las respuestas sarcásticas se agolpaban en la lengua de Brunetti, como las furias que acosaban a un Orestes enloquecido por el arrepentimiento, pero él las ahuyentó y se limitó a decir:

—Imposible saber cómo ocurrió. Quizá eran más de uno.

—Aun así… —dijo Patta y se interrumpió, dejando en el aire el reproche por la imprudencia.

—Si a usted le parece que es lo mejor para nosotros, señor… —empezó Brunetti, con una voz en la que vibraba toda una sinfonía de reservas—. Aunque quizá… No; vale más que se encarguen ellos.

Patta lo acometió como un hurón.

—¿Qué pasa, Brunetti?

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