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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La otra cara de la verdad (17 page)

BOOK: La otra cara de la verdad
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El conductor siguió las indicaciones y, al doblar la esquina del edificio rojo, que se levantaba aislado en un cruce, vieron, en efecto, varios vehículos, entre ellos, una ambulancia con luces que parpadeaban. Más allá estaba un grupo de personas mirando en sentido contrario. A partir de allí, el pavimento de la calle estaba agrietado y desigual. Al otro lado de los coches, Brunetti vio cuatro enormes depósitos metálicos de fuel, dos a la izquierda y dos a la derecha. En varios puntos, las paredes estaban corroídas por el óxido. En la parte superior de uno de ellos se había recortado un cuadrado y el metal se había doblado hacia afuera, a modo de ventana o puerta. En torno a los depósitos el terreno estaba cubierto de papeles y bolsas de plástico. No crecía ni una brizna de hierba.

El conductor detuvo el coche a poca distancia de la ambulancia. Brunetti y Griffoni se apearon. Las cabezas, que no se habían vuelto con el sonido del motor, se volvieron con el chasquido de las puertas.

Brunetti conocía a uno de los
carabinieri,
con el que había trabajado años atrás, aunque entonces era teniente. ¿Rubini? ¿Rosato? Finalmente, recordó: Ribasso, y dedujo que a él pertenecía la voz que no había reconocido por teléfono.

Al lado de Ribasso estaba otro hombre con idéntico uniforme y dos hombres y una mujer cuyos trajes de papel blanco los identificaban como el equipo de criminalística. Al lado de la ambulancia, estaban dos sanitarios y, entre los dos, una camilla plegada, apoyada en el vehículo. Ambos fumaban. Ahora todos observaban la llegada de Brunetti y Griffoni.

Ribasso se adelantó y tendió la mano a Brunetti diciendo:

—Me pareció reconocerlo por teléfono, pero no estaba seguro —sonreía y no dijo más acerca de la llamada.

—Quizá veo demasiadas películas de polis duros por la tele —respondió Brunetti, que raramente veía televisión, a modo de explicación, o disculpa.

Ribasso le dio una palmada en el hombro y se volvió para saludar a Griffoni, llamándola por el nombre. Los demás, guiándose por la actitud de Ribasso, saludaron a los recién llegados inclinando la cabeza y dejaron espacio para que ambos pudieran unirse al grupo.

El cadáver de un hombre yacía boca arriba en el suelo, a unos tres metros de distancia, en el centro de un espacio delimitado por una cinta de plástico roja y blanca, sujeta a una serie de finas barras metálicas. De no haber visto la foto, Brunetti no habría podido reconocer a Guarino desde esta distancia. Le faltaba parte de la mandíbula y lo que quedaba de la cara estaba vuelto hacia otro lado. La chaqueta era de color oscuro, por lo que en ella no destacaba la sangre; pero no era así en la camisa.

Pequeñas costras de barro estaban adheridas al pantalón, a la altura de las rodillas y al hombro derecho de la chaqueta y hebras de lo que parecía fibra de plástico, a la suela del zapato derecho. Se veían huellas de pisadas en el barro helado alrededor del cuerpo, superpuestas, destruyéndose unas a otras.

—Está boca arriba —fue lo primero que dijo Brunetti.

—Exactamente —respondió Ribasso.

—¿De dónde lo habrán traído?

—No lo sé —dijo Ribasso, sin disimular el mal humor—. Los muy idiotas han estado pisoteando por ahí antes de llamarnos.

—¿Qué idiotas? —preguntó Griffoni.

—Los que lo han encontrado —dijo Ribasso, furioso—. Dos hombres de un camión que traía tubos de cobre. Se habían perdido y han girado por esa calle —dijo señalando el lugar por donde habían venido Brunetti y Griffoni—. Ya iban a dar la vuelta cuando lo han visto en el suelo y se han acercado.

Brunetti dedujo parte de lo ocurrido después, a la vista de la cantidad de huellas de pies impresas en el barro alrededor del cadáver y de los dos hoyos que había dejado uno de los hombres al arrodillarse a su lado.

—¿Podría ser que le hubieran dado la vuelta? —preguntó Griffoni, aunque por su tono de voz no parecía creerlo así.

—Han asegurado que no —fue lo más que pudo decir Ribasso—. Y no parece que sea el caso, aunque, con lo que han estado andando alrededor, han destruido todas las huellas.

—¿Lo han tocado? —preguntó Brunetti.

—Según ellos, no lo recordaban —el desagrado de Ribasso era audible—. Pero al llamar han dicho que el muerto era un
carabiniere,
o sea que han tenido que sacarle la cartera del bolsillo.

—¿Usted lo conocía? —preguntó Brunetti.

—Sí —respondió Ribasso—. Es más, yo le dije que fuera a hablar con ustedes.

—¿Acerca del hombre al que están buscando?

—Sí —y, tras una pausa—: Creí que le ayudarían.

—Lo intenté —dijo Brunetti, volviéndose de espaldas al cadáver.

La mujer de criminalística, que parecía ser la jefa del equipo, llamó a Ribasso, que se acercó a ella y ambos intercambiaron unas palabras. El capitán hizo una seña a los camilleros y les dijo que podían llevar el cuerpo al depósito del hospital.

Los dos hombres arrojaron al suelo los cigarrillos, que se sumaron a otros muchos. Brunetti los vio llevar la camilla hasta el cadáver y depositarlo en ella. Todos se apartaron, abriendo paso hacia la ambulancia por cuya puerta trasera introdujeron la camilla. El portazo rompió el hechizo que había mantenido a todos en silencio.

Ribasso habló en un aparte con el otro
carabiniere,
que se acercó al coche, se apoyó en el costado y sacó un paquete de cigarrillos. Los tres técnicos se quitaron los trajes de papel, los enrollaron y los metieron en una bolsa de plástico que arrojaron al interior de su furgoneta. Plegaron el trípode y guardaron las cámaras en un maletín metálico acolchado. Se oyeron chasquidos de puertas y zumbidos de motores, y la ambulancia se puso en marcha, seguida del vehículo de los técnicos.

Cuando se hizo el silencio, Brunetti preguntó:

—¿Por qué ha llamado a Patta?

Un gruñido de exasperación precedió a la respuesta de Ribasso.

—Ya había tratado antes con él —miró al lugar en el que había estado Guarino y luego a Brunetti—. Era preferible seguir el procedimiento oficial desde el principio. Además, sabía que él pasaría el caso a otra persona, quizá a alguien con quien pudiéramos trabajar.

Brunetti asintió.

—¿Qué le dijo Guarino?

—Que ustedes tratarían de identificar al hombre de la foto.

—¿Este caso es también suyo?

—Más o menos —dijo Ribasso.

—Pietro —dijo Brunetti invocando la confianza que se había establecido entre ellos con anterioridad—. Guarino, que en paz descanse, también intentó eso conmigo.

—Y usted lo amenazó con echarlo de su despacho —dijo Ribasso—. Él me lo dijo.

—Pues no empiece ahora usted con lo mismo —dijo un inexorable Brunetti.

Griffoni miraba a uno y otro mientras hablaban.

—De acuerdo —dijo Ribasso—. Si he dicho «más o menos» es porque él me habló del caso como a un amigo.

Como esto parecía ser todo lo que Ribasso estaba dispuesto a decir, Brunetti tanteó:

—¿Ha dicho que Guarino trabajaba para la ÑAS?

Eso explicaría su interés en el transporte de basura. La ÑAS se ocupa de todo lo relacionado con la contaminación o la destrucción del patrimonio material del país. Hacía tiempo que Brunetti consideraba el emplazamiento de esta oficina en Marghera, ancestral fuente de contaminación, una circunstancia, más que accidental, paradójica.

Ribasso asintió.

—Filipo había estudiado bioquímica. Yo diría que se unió a esa sección porque quería hacer algo útil. Quizá, incluso, importante. Se alegraron de contar con él.

—¿Cuánto hace de eso?

—Ocho o nueve años. Quizá. Hacía sólo cinco o seis que lo conocía —y, antes de que Brunetti preguntara, añadió—: Nunca habíamos trabajado juntos en un caso.

—¿Tampoco en éste?

Ribasso trasladó el peso del cuerpo de un pie al otro.

—Como le he dicho, a veces hablábamos.

—¿Qué más le dijo? —preguntó Brunetti.

Griffoni intervino:

—Ahora ya no puede perjudicarle.

Ribasso dio varios pasos hacia su coche y se volvió de cara a ellos.

—Él me dijo que esto apestaba a Camorra. El hombre asesinado, Ranzato, no era sino uno de los muchos que estaban mezclados en el asunto. Filipo trataba de averiguar cómo se transportaba todo eso.

—¿De qué cantidad se trata? —preguntó Griffoni.

—Seguramente, cientos de toneladas —apuntó Brunetti.

—Cientos de miles de toneladas sería más exacto —dijo Ribasso reduciendo a ambos al silencio.

Brunetti trataba de calcular, pero, como ignoraba el peso que podía transportar un camión, no podía ni hacerse una idea del total. Pensó en sus hijos, porque ellos y sus hijos serían los que heredaran la carga de esos camiones.

Ribasso, como intimidado por sus propias palabras, golpeó el barro helado con la punta de la bota, los miró y dijo:

—Hace una semana trataron de hacerle salir de la carretera.

—¿Cómo fue? —preguntó Brunetti—. Él no me lo dijo.

—Pudo esquivarlos. Se pusieron a su lado en la
autostrada
de Treviso y, cuando iban a echársele encima, él pisó el freno y paró en el arcén. Ellos siguieron adelante.

—¿Usted le creyó?

Ribasso se encogió de hombros y volvió al lugar en el que había estado el cadáver de Guarino.

—Alguien lo ha matado.

* * *

Brunetti y Griffoni volvieron a Piazzale Roma en relativo silencio, apesadumbrados por la visión de la muerte y helados por la larga exposición al frío y la desolación de Marghera. Griffoni preguntó a Brunetti por qué no había dicho a Ribasso que había identificado al hombre de la foto que Guarino le había enviado, y Brunetti respondió que el capitán, que sin duda estaba informado, no había considerado necesario hablarle de ello. La comisaria, que no ignoraba la rivalidad existente entre las distintas fuerzas del orden, no dijo más.

Brunetti había hecho una llamada, y una lancha los esperaba para llevarlos a la
questura.
Pero ni aun en el interior de la caldeada cabina de la embarcación, con la calefacción a tope, consiguió entrar en calor.

En su despacho, Brunetti se arrimó al radiador, resistiéndose a llamar a Avisani y excusarse por el retraso en darle la noticia hasta quitarse el frío de los huesos. Finalmente, fue a la mesa, buscó el número y marcó.

—Soy yo —dijo, tratando de adoptar un tono natural.

—¿Ha ocurrido algo malo?

—Lo peor —dijo Brunetti, y se sintió violento por el acento de melodrama que tenían sus palabras.

—¿Filipo? —preguntó Avisani.

—Vengo de ver su cadáver —dijo Brunetti. No le llegó pregunta alguna y, ante el silencio de su interlocutor, explicó—: Muerto de un disparo. Lo han encontrado esta mañana en el complejo petroquímico de Marghera.

Tras una larga pausa, Avisani dijo:

—Él siempre decía que existía esa posibilidad. Yo no le creía. Porque, ¿quién iba a imaginar? Pero… es diferente. Cuando ya ha ocurrido. Y de este modo.

—¿Te había dicho algo más?

—Soy periodista, recuerda —fue la respuesta inmediata, y casi airada.

—Creí que eras amigo suyo.

—Sí. Sí —y, suavizando el tono, Avisani explicó—: Era lo que suele ocurrir, Guido: cuantas más cosas averiguaba, más obstáculos encontraba. El magistrado encargado del caso fue trasladado y el nuevo no parecía muy interesado. Luego trasladaron también a dos de sus mejores ayudantes. Ya sabes lo que ocurre.

Sí, pensó Brunetti, él sabía lo que ocurría.

—¿Algo más? —preguntó.

—No; nada más que eso. Nada que yo pudiera utilizar. Demasiadas veces he tenido que oír eso —la línea enmudeció.

Al igual que muchas personas dedicadas a tareas policiales, hacía tiempo que Brunetti había comprendido que los tentáculos de las varias mafias penetraban profundamente en todos los aspectos de la vida, incluidas la mayoría de instituciones públicas y muchas empresas privadas. Eran innumerables los policías y magistrados, trasladados a un remoto puesto de provincias en el preciso momento en que sus investigaciones empezaban a sacar a la luz embarazosas derivaciones hacia el Gobierno. Por más que el público tratara de cerrar los ojos, la evidencia de la profundidad y amplitud de la penetración era aplastante. ¿Acaso la prensa no había proclamado recientemente que las mafias, con noventa y tres mil millones de euros de beneficios anuales, eran la tercera empresa más importante del país?

Brunetti había observado cómo la Mafia y sus primas hermanas, la N'Dragheta y la Camorra, aumentaban su poder, pasando de ocupar oscuros y aislados rincones de sus investigaciones a erigirse en motores principales del mundo del crimen. Lo mismo que aquel aristócrata inglés, protagonista de una novela que había leído de niño:

La Pimpinela Escarlata.
Trató de recordar los versos que se referían a los que trataban de encontrarlo y destruirlo: «Lo buscan por aquí, lo buscan por allá, los franceses lo buscan por doquier.»¿O era un símil mejor la Hidra de Lerna, indestructible a causa de su infinidad de cabezas? Brunetti recordaba el alborozo con que la prensa había celebrado los arrestos de Riina, Provenzano y Lo Piccolo, con la sugerencia, repetida hasta la saciedad, de que, finalmente, el Gobierno había triunfado en su larga batalla contra el crimen organizado. Como si la muerte del presidente de la General Motors o la British Petroleum pudiera provocar la caída de estos monolitos. ¿Ignoraba la gente que existían los vicepresidentes?

Si acaso, el arresto de los dinosaurios abría paso a hombres más jóvenes, con estudios universitarios, más aptos para dirigir sus organizaciones como las corporaciones multinacionales en las que se habían convertido. Y Brunetti no podía olvidar que el arresto de dos de aquellos hombres se había producido por la misma época del indulto, aquel benéfico movimiento de la varita mágica judicial, que había puesto en libertad a más de veinticuatro mil criminales, muchos de ellos, soldados de a pie de la Mafia. Ah, qué acomodaticia puede ser la ley, en manos de quienes saben sacar de ella el mejor partido.

Capítulo 16

Brunetti decidió que sería conveniente hablar con Patta acerca de Guarino, pero el guardia de la entrada le dijo que el
vicequestore
había salido hacía una hora. Aliviado, subió a su despacho y llamó a Vianello. Cuando llegó el inspector, Brunetti le informó del viaje a Marghera, donde había visto el cadáver de Guarino, tendido de espaldas.

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