—Si quieres saber adonde quiero ir a parar —dijo el
conte
en aquel momento, y Brunetti se asombró de la coincidencia—, es a la basura —el
conte
lo miró entonces como si acabara de exponer la prueba definitiva de la validez de un silogismo o de una fórmula algebraica, y Brunetti lo miró con extrañeza.
El
conte,
que no era mal
showman,
hizo una pausa efectista. En la sala contigua, se oyó al dueño de la galería volver la página del libro.
Al fin, el
conte
dijo:
—Basura, Guido, basura. Eso quería proponerme Cataldo.
Brunetti repasó mentalmente la lista de las empresas de Cataldo, y empezó a examinarlas desde otro prisma.
—Aja —se permitió decir.
—Por lo menos, te habrás informado sobre él, ¿no? —preguntó el
conte.
—Sí.
—Y sabrás a qué se dedican sus empresas.
—Sí —respondió Brunetti—. Por lo menos, algunas de ellas. Transportes marítimos y terrestres.
—Transportes marítimos —repitió el
conte
—. Y maquinaria pesada para excavaciones —agregó—. Posee una línea marítima y camiones. Y maquinaria para el movimiento de tierras. Posee también, según he podido averiguar por mi gente que, a veces, es tan capaz como la tuya, una empresa de eliminación de residuos que se hace cargo de todas las cosas que desechamos, de las que te hablaba hace un momento:
telefonini,
ordenadores, fax y contestadores —el
conte
miró el retrato de la mujer y añadió—: El modelo más solicitado este año, trasto inservible el año que viene —Brunetti, que sospechaba adonde llevaba esto, optó por el silencio—. Es el secreto, Guido: la última novedad un año, una antigualla al año siguiente. Y, como somos tantos y compramos tanto y tiramos tantos cachivaches, tiene que haber quien se encargue de recogerlos y eliminarlos por nosotros. Antes siempre se encontraba a alguien que se alegraba de recibir los aparatos viejos: nuestros hijos heredaban nuestros ordenadores y televisores. Pero ahora todo el mundo quiere cosas nuevas, sus cosas. De modo que no sólo tenemos que pagar para comprarlas sino también para que alguien se las lleve —el tono del
conte
era sereno, descriptivo. Brunetti había oído el mismo discurso de labios de la hija y la nieta de este hombre, pero las descendientes del
conte
lo pronunciaban con cólera, no con este frío desapasionamiento.
—¿Y eso hace Cataldo?
—Sí. Cataldo es el basurero. Otras personas compran los aparatos y, cuando se cansan de ellos o cuando se les averian, él se encarga de llevárselos —como Brunetti no contestara, el
conte
prosiguió, bajando el tono—: De ahí su interés por China, Guido. China es el vertedero del mundo. Pero él ha esperado demasiado.
—¿Demasiado para aquí?
—Subestimó a los africanos —dijo el
conte.
En respuesta al inquisitivo sonido con que Brunetti reaccionó a esto, el
conte
prosiguió—: Tres barcos que fletó salieron de Trieste hace un mes —sin dar tiempo para preguntas, añadió—: Barcos cargados de residuos, sí. Un material que aquí no podría eliminarse sin grandes costes. Hace años que trabaja con los somalíes. Si he de creer lo que me dice mi gente, les ha enviado cientos de miles de toneladas. Si pagaba bien, ellos aceptaban todo lo que les mandara, sin preguntar de dónde venía ni qué era. Pero los tiempos cambian, y ha habido tan mala prensa al respecto, sobre todo, después del tsunami, que las Naciones Unidas tratan de bloquear ese tráfico, de manera que ya es casi imposible enviar algo allí —por el tono del
conte
habría sido difícil adivinar su opinión—. Además, ahora ya no es rentable. Hay que pagar a los africanos para que lo acepten —agregó, meneando la cabeza ante tan anticuadas prácticas comerciales—. Los chinos te pagan a ti para que les lleves muchas de esas cosas. Supongo que las seleccionan, aprovechan lo que pueden y envían lo realmente peligroso a vertederos del Tíbet —se encogió de hombros—. Son pocas las cosas que ellos no aceptan —miró a Brunetti largamente, como tratando de decidir si se le podía confiar cierta información. Debió de gustarle lo que veía, porque continuó—: ¿Te has preguntado, Guido, por qué los chinos han asumido el trabajo y, el gasto, de construir una línea férrea de Pekín al Tíbet? ¿Crees que el número de turistas justifica la inversión? ¿Para un tren de
pasajeros?
—Brunetti no pudo sino menear la cabeza—. Pero yo te hablaba de Cataldo y sus barcos —prosiguió el
conte
—. Ahí cometió un error de cálculo. Ahora hasta los chinos se niegan a admitir ciertas cosas, y tiene tres barcos llenos de esos residuos. No pueden ir a parte alguna ni pueden regresar hasta que se libren de la carga, porque ningún puerto europeo les permite la entrada.
Mientras el
conte
hacía una pausa para reflexionar, Brunetti se preguntó, para empezar, por qué un puerto europeo les había permitido salir, pero creyó conveniente no trasladar a su suegro la pregunta, limitándose a decir:
—¿Qué pasará con la carga?
—Cataldo tendrá que hacer un trato con los chinos. Ahora ya deben de estar al cabo de la calle. Antes o después, los chinos se enteran de todo. Y le pedirán una fortuna para aceptar esa carga —al ver el gesto de Brunetti, trató de explicar—: Cataldo fletó esos barcos. No son de su propiedad, y estarán dando vueltas por el Indico hasta que él encuentre dónde descargar. Cada día que pasa le cuesta un dineral. Y cuanto más tiempo naveguen por allí más gente sabrá lo que llevan y más dinero pedirá.
—¿Y qué es lo que llevan?
—Sospecho que residuos nucleares y sustancias químicas muy tóxicas —dijo el
conte
con la voz más fría que le había oído emplear Brunetti. Dicho esto, el
conte
volvió a fijar la atención en el retrato de la mujer. Entonces, como si pudiera leer el pensamiento de Brunetti, prosiguió sin apartar los ojos del retrato—: Te conozco, Guido, y sé cómo piensas. Por eso imagino que, después de oír lo que acabo de decirte, desearás que lo haya sabido por una especie de divina revelación —Brunetti mantuvo la cara inmóvil, sin señal de asentimiento ni de negación—. He tenido una iluminación, sí, pero me temo que no de la clase que tú preferirías, Guido —sin dar a Brunetti tiempo de preguntarse a qué podía referirse su suegro, éste añadió—: Aún no me arrepiento de mis pecados, Guido, ni he empezado a ver el mundo como lo ves tú… o Paola.
—¿Qué ha pasado entonces? —preguntó Brunetti con voz átona.
—He hablado con el abogado de Cataldo; ésa ha sido mi iluminación. Mejor dicho, uno de mis abogados ha hablado con uno de los de Cataldo, y ha descubierto que Cataldo tiene problemas financieros: ya ha puesto en venta algunas propiedades, y el banco le ha dicho que es preferible que no pida otro préstamo —el
conte
volvió la mirada del retrato a su yerno y le puso una mano en el antebrazo—. Imagino que esto es información privilegiada, Guido, y debe quedar entre nosotros.
Brunetti asintió, comprendiendo ahora por qué la
signorina
Elettra no había podido descubrir la magnitud de las dificultades financieras de Cataldo.
—La codicia, Guido, la codicia —dijo el
conte
sorprendiéndolo. El tono era descriptivo, no reprobatorio.
—¿Qué le pasará?
—No tengo ni idea. Aún no se ha hecho pública la información, pero cuando eso ocurra, y es sólo cuestión de tiempo, no podrá encontrar socio para ese proyecto de China. Ha esperado demasiado.
—¿Qué ocurrirá ahora?
—Pues que tendrá que soportar una pérdida enorme.
—¿Podrías ayudarle? —preguntó Brunetti.
—Supongo, si quisiera —dijo el
conte
volviendo la cara para mirarle a los ojos.
—¿Pero…?
—Pero sería una equivocación.
—Comprendo —dijo Brunetti, descubriendo que esto era algo que no deseaba averiguar—. ¿Qué harás?
—Oh, llevaré adelante esa operación de China, pero no con Cataldo.
—¿Tú solo?
La sonrisa del
conte
fue mínima.
—No; con otra persona —Brunetti no pudo menos que preguntarse si la otra persona no sería el abogado de Cataldo—. Todo lo que me dijo Cataldo era falso. Me pintó un panorama color de rosa de sus contactos en China, pero no era cierto. Me ofreció un trato muy ventajoso —el
conte
cerró los ojos, como si no imaginara que alguien pudiera ser tan necio como para hacerle una oferta semejante y confiar en que no investigara.
—¿Qué le respondiste? —preguntó Brunetti.
—Que no disponía del capital necesario para formar una sociedad como la que él me había propuesto.
—¿Por qué no te limitaste a decirle que no y punto? —dijo Brunetti, sintiéndose un poco ingenuo con la pregunta.
—Porque, en realidad, Cataldo me había dado siempre un poco de miedo, pero esta vez me dio lástima.
—¿Por lo que le va a pasar?
—Exactamente.
—¿Pero no tanta lástima como para ayudarle?
—Guido. Por favor.
A pesar de que Brunetti había tenido el tiempo de toda una generación para acostumbrarse a la ética financiera del
conte,
no dejó de sorprenderle la respuesta. Desvió la mirada, como si de pronto le interesara el retrato de la mujer, pero enseguida la volvió hacia el
conte.
—¿Y si se arruina?
—Ah, Guido, las personas como Cataldo nunca se arruinan. He dicho que sufriría una pérdida, no que se arruinaría. Hace mucho tiempo que se dedica a los negocios y cuenta con buenas relaciones en los medios políticos: sus amigos cuidarán de él —sonrió el
conte
Falier—. No pierdas el tiempo compadeciéndolo. Si quieres, compadécete de su esposa.
—Ya lo hago.
—Lo sé —dijo el
conte
secamente—. Pero ¿por qué? ¿Porque te inspira simpatía una persona aficionada a la lectura? —preguntó, aunque sin asomo de sarcasmo. También al
conte
le gustaba la lectura, por lo que la pregunta podía considerarse normal—. Cuando Cataldo me cortejaba, porque eso era lo que hacía, fuimos a cenar a su casa. Me sentaron al lado de la esposa, no al de él, y ella me habló de lo que estaba leyendo. Lo mismo que a ti la otra noche. Mientras me hablaba de las
Metamorfosis,
daba la impresión de que se sentía muy sola. O muy desgraciada.
—¿Por qué? —preguntó Brunetti, sorprendido por la manera en que el título de la obra le hacía pensar en la cara de la mujer y en los cambios que debía de haber sufrido.
—Bien, por un lado está lo que lee, pero por otro está esa cara. La gente enseguida piensa de ella lo que se le antoja, por tanto
lifting.
—¿Y tú qué crees que piensa la gente?
El
conte
se volvió hacia el retrato de la mujer y lo miró largamente.
—A nosotros esa cara nos parece extraña —observó señalando el cuadro con ademán negligente—. Pero en su época, probablemente, se la consideraba aceptable, quizá incluso atractiva. Mientras que, para nosotros, es una foca sebosa —y, sin poder resistir la tentación, añadió—: No muy diferente de las esposas de muchos de mis asociados —Brunetti vio la similitud, pero no hizo comentarios—. En nuestra época, Franca Marinello no resulta aceptable por su aspecto. Lo que ha hecho con su cara es muy extraño como para que no suscite comentarios —hizo una pausa. Brunetti esperaba. El
conte
cerró los ojos y suspiró—. Sabe Dios cuántas de las esposas de mis amigos han hecho eso: los ojos, el mentón y luego toda la cara —Abrió los ojos y miró al retrato, no a Brunetti—. Ella hace lo mismo, pero con una exageración que resulta grotesca. Miró a Brunetti—. Me pregunto si cuando otras mujeres hablan de ella piensan en sí mismas y si, hablando de ella como de una excéntrica, tratan de convencerse a sí mismas de que ellas nunca harían algo así, que renunciarían a llegar tan lejos.
—De todos modos, eso no explica por qué lo hizo —dijo Brunetti, recordando aquel rostro extraño, artificial.
—Sabe Dios —dijo el
conte.
Y, al cabo de un momento—: Quizá se lo haya contado a Donatella.
—¿A ella? —preguntó Brunetti, sorprendido de que Franca Marinello pudiera explicar tal cosa a alguien, y menos a la
contessa.
—Pues claro que se lo habrá dicho. Son amigas desde que Franca iba a la universidad. Donatella tiene un primo cura que es pariente de Franca y, cuando la muchacha iba a venir a Venecia, donde no conocía a nadie, le dio el nombre de Donatella. Se hicieron muy amigas —antes de que Brunetti pudiera decir algo, el
conte
agregó levantando una mano—: No me preguntes. No sé cómo. Sólo sé que Donatella la tiene en gran estima —con una amplia sonrisa entre infantil y maliciosa, preguntó—: ¿No te intrigaba que la hubiera sentado frente a ti?
Naturalmente que le intrigaba.
—Pues no —dijo Brunetti.
—Es que Donatella sabe lo mucho que Franca echa de menos poder hablar de sus lecturas. Y tú también. Así que, cuando comenté que te gustaría hablar con ella, estuvo de acuerdo.
—Y me gustó.
—Bien. Donatella se alegrará de saberlo.
—¿Y
a ella?
—¿A quién?
—A la
signora
Marinello —respondió Brunetti—. Si le gustó.
El
conte
lo miró con extrañeza, como sorprendido tanto por la pregunta como por la formalidad del tratamiento, pero sólo respondió:
—No tengo ni idea —entonces, como fatigado por esta conversación acerca de una mujer viva, señaló la pintura y dijo—: Pero estábamos hablando de la belleza. Esa mujer debió de parecer a alguien lo bastante hermosa como para pintarla o encargar su retrato, ¿no?
Brunetti reflexionó sobre la pregunta, miró el cuadro y, a regañadientes, dijo:
—Sí.
—Así pues, alguien, quizá la misma Franca, puede pensar que lo que ha hecho con su cara es hermoso —dijo el
conte
y añadió, en tono más grave—: He oído decir que alguien más lo cree así. Tú ya sabes lo que es esta ciudad, Guido, y cómo habla la gente.
—¿Quieres decir que se la relaciona con otro hombre?
El
conte
asintió.
—La otra noche Donatella insinuó algo, pero cuando pregunté debió de pensar que había dicho demasiado y puso punto en boca —no pudo resistir la tentación de añadir—: Supongo que Paola ya te habrá dado ocasión de familiarizarte con estas actitudes.