La
signora
Marinello dio un paso corto hacia Bárbaro y dijo algo que Brunetti no pudo oír. Muy despacio, ella levantó la mano, la puso en la mejilla izquierda de él y le hizo girar la cara obligándole a mirarla. Volvió a hablar y extendió la mano. Tensó los labios y movió la cabeza de arriba abajo alentadoramente.
Bárbaro entornó los ojos, desconcertado. Se miró la mano, casi pareció sorprenderse al ver en ella la pistola, y la bajó hasta medio muslo. En otras circunstancias, Brunetti se habría acercado, pero estando ella tan cerca del joven optó por permanecer a distancia prudencial, pero sin dejar de apuntarle.
Ella volvió a hablar. El joven le dio la pistola, meneando la cabeza con un gesto que a Brunetti le pareció de confusión. Ella tomó la pistola con la mano izquierda y la pasó a la derecha.
Brunetti bajó el arma a su vez y fue a guardarla en la pistolera. Cuando volvió a mirar a la pareja que estaba en el rellano, vio que Bárbaro miraba a la mujer con cara de asombro y que echaba el brazo derecho hacia atrás con el puño cerrado mientras adelantaba rápidamente la mano izquierda y la agarraba por el hombro, y Brunetti comprendió lo que iba a hacer.
Ella le disparó. Le disparó al estómago una vez y después otra y, cuando él estaba tendido a sus pies, adelantó un paso y le disparó a la cara. Llevaba un vestido largo gris perla: los dos primeros disparos mancharon la seda a la altura del estómago y el tercero salpicó de rojo el bajo de la falda.
En la escalera, las detonaciones fueron ensordecedoras. Brunetti miró a Griffoni y la vio mover los labios, pero sólo oía un fuerte zumbido que no cesó después de que ella cerrara la boca.
Vasco y su ayudante se pusieron de pie y miraron al rellano, en el que estaba Franca Marinello, aún con la pistola en la mano. Dieron media vuelta y, como un solo hombre, rápidamente, subieron la escalera y entraron en la sala de juego, de la que no llegaba sonido alguno. Brunetti vio cerrarse y tremolar las puertas, pero aún no podía oír más que el zumbido.
Brunetti se volvió hacia el rellano. Franca Marinello, con ademán negligente, arrojó la pistola sobre el pecho de Bárbaro, levantó la mirada hacia el comisario y dijo unas palabras que él no pudo oír, atrapado como estaba en aquella campana de vidrio llena de un ruido implacable.
Un sonido sordo y apagado penetró en el zumbido y, al volverse, vio acercarse a Griffoni: debían de ser sus pasos en la escalera.
—¿Está bien? —preguntó Brunetti. Ella le entendió y asintió.
Brunetti vio a Franca Marinello sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared y las piernas dobladas, lo más lejos posible del cuerpo de Bárbaro, apretando la cara contra las rodillas. Nadie había comprobado si estaba muerto, pero Brunetti sabía que el hombre que yacía en el suelo, sangrando por la cabeza sobre el mármol, era cadáver.
Lo sorprendió notar que las rodillas, rígidas, se resistían a bajar la escalera. Percibía sus propios pasos sin oírlos. Sorteando a Bárbaro, se agachó al lado de la mujer, apoyando una rodilla en el suelo. Esperó hasta estar seguro de que ella advertía su presencia y dijo, contento de poder oír su voz, aunque fuera levemente:
—¿Se encuentra bien,
signora?
Ella levantó la cabeza, mostrándole la cara, que él nunca había visto tan de cerca. Los ojos oblicuos parecían aún más extraños a esta distancia, y él observó entonces una fina cicatriz que partía de debajo de la oreja izquierda y desaparecía detrás de ella.
—¿Ya ha tenido tiempo de leer los
Fastos?
—dijo ella, y Brunetti se preguntó si se hallaría en estado de shock.
—No —respondió él—. He tenido mucho que hacer.
—Lástima. Allí está todo. Todo —apoyó la frente en las rodillas.
Brunetti se encontró sin saber qué decir. Se levantó y se volvió hacia un sonido que llegaba de arriba, sintiendo alivio nuevamente por poder oírlo. Vio a Vasco en lo alto de la escalera, una figura enorme desde este ángulo, un personaje de película de acción, Conan el Bárbaro en dibujos animados, o…
—He avisado a los suyos —dijo—. Ya no tardarán en llegar.
Brunetti miró la cabeza de la mujer silenciosa y, al otro lado del rellano, el cuerpo definitivamente quieto. Bárbaro estaba tendido boca arriba. Al mirarlo, Brunetti pensó en otro cadáver, el de Guarino, y en la terrible semejanza de estos dos hombres, tan instantánea y brutalmente privados de la vida.
Tras unos minutos de revuelo, Vasco consiguió calmar a la concurrencia de las salas de juego, con la explicación de que había ocurrido un accidente. El público se dejó convencer, volvió a dedicarse a perder dinero, y la vida siguió.
Claudia Griffoni llevó a la
questura
a la
signora
Marinello, envuelta también en un largo abrigo de piel, el mismo que llevaba la noche en que Brunetti la vio por primera vez. Él se quedó en el Casino mientras los técnicos montaban las cámaras en la escalera. Puesto que dos policías habían sido testigos de la muerte, los técnicos hicieron poco más que fotografiar el escenario, poner la pistola en una bolsa de pruebas y esperar la llegada del
medico légale.
Poco antes de las tres, Brunetti llamó a Paola y dijo a su soñolienta voz que tardaría en llegar a casa. Una vez el forense declaró muerto a Bárbaro, Brunetti regresó con los técnicos en la lancha, pero se quedó en la cubierta, con el piloto. Ninguno de los dos hablaba; el motor parecía extrañamente silencioso, hasta que Brunetti recordó los tres disparos y el trastorno auditivo que habían provocado. Miraba los edificios de la orilla sin verlos, porque le parecía seguir en aquella escalera observando lo que ocurría, sin entenderlo.
Franca Marinello decía algo a Bárbaro y él sacaba la pistola, ella le hablaba otra vez y él le daba el arma. Y entonces, mientras Brunetti miraba hacia otro lado, ocurría algo —¿volvía a hablar ella?— que lo enfurecía. Y ella disparaba. Todo tiene una explicación racional, eso Brunetti lo sabía. El efecto sigue a la causa. La autopsia revelaría qué sustancias tenía el joven en el cerebro, pero, por lo menos, mientras Brunetti lo observaba, él reaccionaba a palabras, no a sustancias químicas.
La lancha viró por el Rio di San Lorenzo y se acercó al muelle de la
questura.
Brunetti miró al interior de la cabina y vio a los dos técnicos ponerse en pie. ¿Hablarían entre ellos al regreso de estos viajes?, se preguntó.
Dio las gracias al piloto y saltó a tierra antes de que se detuviera la lancha. Llamó a la puerta de la
questura
y el agente de guardia que abrió le dijo:
—La comisaria Griffoni está en su despacho, señor.
Él subió la escalera y fue hacia la luz que salía por la puerta del fondo del oscuro pasillo. Allí se paró.
—Pase, Guido —dijo la mujer antes de que él llamara.
El reloj de la pared, a la izquierda de la mesa, señalaba las tres y media.
—Si me da un café, mato a Patta y le asciendo a su puesto —dijo ella levantando la cabeza, y sonrió.
—No nos hablaron de los gajes del oficio cuando aceptamos este trabajo, ¿verdad? —dijo Brunetti cruzando el despacho y sentándose frente a ella—. ¿Qué ha dicho?
Griffoni se pasó las manos por el pelo, con el gesto que él le había visto hacer hacia el final de las reuniones de Patta, señal de que agotaba la paciencia.
—Nada.
—¿Nada? ¿Cuánto tiempo ha estado con ella?
—Mientras veníamos en la lancha no ha dicho nada más que gracias al piloto, al que nos ha abierto la puerta y a mí —fue a llevar las manos a la cabeza pero se contuvo—. Le he dicho que podía llamar a su abogado, pero me ha contestado: «No, gracias. Prefiero esperar a mañana», como la adolescente arrestada por conducir bebida que no quiere despertar a los papas —meneó la cabeza, por la comparación o por la actitud de Marinello—. Le he dicho que, si venía el abogado y ella hacía una declaración en mi presencia, podría marcharse, y me ha contestado que quería hablar con usted. Se ha mostrado muy cortés, incluso me ha sido simpática, pero se ha negado a hablar y no he conseguido hacer que cambiara de idea. Yo preguntaba y ella contestaba «No, gracias». Es realmente extraño. Y esa cara.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Brunetti, que no deseaba entrar en ese tema.
—Abajo. En una de las salas de entrevistas.
Normalmente, decían «salas de interrogatorio». Brunetti se preguntó por qué habría ella suavizado el término, pero tampoco en eso deseaba profundizar.
—Ahora bajaré —dijo levantándose. Extendió la mano—. ¿Me da la llave?
Ella extendió las manos en ademán de resignación.
—La puerta no está cerrada con llave. Nada más entrar, se ha sentado, ha sacado un libro del bolso y se ha puesto a leer. No he podido cerrar con llave —Brunetti sonrió, comprensivo ante aquella muestra de debilidad—. Además, abajo está Giuffré y tendría que pasar por su lado para marcharse.
—Está bien, Claudia. Ahora quizá debería irse a casa y tratar de dormir. Gracias. Y gracias por venir esta noche.
Ella lo miró y preguntó, sin poder ocultar el nerviosismo:
—Los oídos… ¿Aún le zumban?
—No. ¿Y a usted?
—Pues no. Sólo un murmullo. Mucho más débil, pero aún hay algo.
—Descanse y por la mañana, si aún lo nota, vaya al hospital. Dígales lo ocurrido. Quizá ellos puedan recomendarle algo.
—Gracias, Guido, eso haré —dijo ella y alargó el brazo para apagar la lámpara de sobremesa. Se levantó y Brunetti la ayudó a ponerse el abrigo y la esperó en la puerta del despacho. Juntos bajaron la escalera, sin hablar. En la planta baja, ella dijo buenas noches. Brunetti se alejó por el pasillo en dirección a la luz que salía de una de las habitaciones del fondo.
Se detuvo en la puerta y Franca Marinello alzó la mirada del libro.
—Buenos días —dijo él—. Siento que haya tenido que esperar.
—Oh, no se preocupe. No importa. De todos modos, no duermo mucho. Además, tenía el libro.
—Estaría más cómoda en su casa.
—Sí, seguramente. Pero pensé que usted preferiría que hablásemos esta noche.
—Sí, creo que es importante —dijo él entrando en la habitación.
Como si estuviera en el salón de su casa, ella señaló con la barbilla la silla que tenía enfrente, y él se sentó. La mujer cerró el libro y lo dejó sobre la mesa, pero él no pudo leer el título porque no veía el lomo.
Ella observó la dirección de su mirada.
—La
Cronografía
de Pselo —dijo poniendo una mano sobre el libro. Brunetti reconoció el título y el autor, pero nada más—. Trata de la decadencia —añadió.
Eran casi las cuatro y Brunetti ansiaba dormir. No era momento ni ocasión para hablar de libros.
—Deseo hablar de los hechos de esta noche, si es posible —dijo llanamente.
Ella ladeó el cuerpo, como tratando de mirar detrás de él.
—¿No debería estar presente otra persona con una grabadora o, por lo menos, un taquígrafo? —preguntó con ligereza, haciendo como si bromeara.
—Debería, pero eso puede esperar. Prefiero que antes hable usted con su abogado.
—Pero, ¿no es éste el sueño de todo policía, comisario?
—No sé a qué se refiere
—Brunetti empezaba a impacientarse y estaba muy cansado para disimularlo.
—¿Una sospechosa que desea hablar, sin grabadora ni abogado?
—Aún no sé muy bien de qué es usted sospechosa,
signora
—dijo él tratando de hablar con desenfado, sin conseguirlo, según advirtió él mismo—. Y nada de lo que pueda decir tiene mucho valor, sencillamente, porque, al no estar grabado ni filmado, siempre podrá negar haberlo dicho.
—Me temo que estoy deseando decirlo —él observó que se había puesto seria, incluso grave, a pesar de que la cara no lo denotaba, sólo la voz.
—Entonces le ruego que lo diga.
—Esta noche he matado a un hombre, comisario.
—Lo sé. La vi hacerlo,
signora.
—¿Cómo interpreta lo ocurrido? —preguntó ella, como si le pidiera opinión acerca de una película que habían visto ambos.
—Eso no importa. Lo que cuenta es lo ocurrido.
—Ya lo ha visto. Le he disparado.
Él sintió que lo invadía el cansancio. Había subido a lo alto del depósito por la parte de fuera y bajado por la de dentro, había visto la mano de Pucetti, con la piel colgando y el vendaje manchado de sangre. Había presenciado cómo esta mujer disparaba a un hombre. Y estaba muy cansado para seguir hablando, hablando, hablando.
—También he visto cómo usted le hablaba y, a cada cosa que le decía, él hacía algo distinto.
—¿Qué le ha visto hacer?
—He visto que nos miraba, como si usted le hubiera advertido de nuestra presencia, y entonces le ha dicho algo más y él le ha dado la pistola y, cuando usted ya la tenía, he visto que él echaba el brazo hacia atrás, como si fuera a golpearla.
—Iba a golpearme, no le quepa duda, comisario.
—¿Puede decirme por qué?
—¿A usted qué le parece?
—
Signora,
lo que a mí pueda o no pueda parecerme no importa. Lo que importa es que la comisaria Griffoni y yo vimos que iba a golpearla.
Ella lo sorprendió al decir:
—Es una lástima que aún no los haya leído.
—¿Cómo?
—Los
Fastos:
«La fuga del rey». Sí, es una obra menor, pero otros escritores la han encontrado interesante. Me gustaría que se le dedicara la atención que merece.
—
Signora
—dijo Brunetti secamente, echando la silla hacia atrás y levantándose bruscamente—. Son casi las cuatro y estoy cansado. Cansado por haber estado la mayor parte de la noche a la intemperie pasando frío y, si me permite decirlo, cansado de jugar al ratón y el gato por el jardín de la literatura —quería estar en casa, durmiendo en una cama caliente, sin zumbido en los oídos ni provocaciones de nadie.
La máscara no acusó el efecto de estas palabras.
—Bien —dijo la mujer suspirando—. En tal caso, esperaré a que se haga de día y llamaré al abogado de mi marido —se acercó el libro, miró a Brunetti a los ojos y dijo—: Gracias por venir a hablar conmigo, comisario. Y gracias por haber hablado conmigo las otras veces —abrió el libro—. Es bueno descubrir que puedo interesar a un hombre por algo más que la cara.
Con una última mirada y algo que podía ser una sonrisa, volvió a la lectura.
Brunetti se alegró de que ella desviara de él la atención. No había nada que decir a esto, ni respuesta ni pregunta.