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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (40 page)

BOOK: La meta
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—¿Sabéis? — digo finalmente —, es peor incluso que malgastar tiempo produciendo inútiles informes pomposos. Este exceso de cuidado sobre «la forma idónea de disponer las cosas» se manifiesta de otras maneras perjudiciales.

—¿Qué quieres decir? — me pregunta Lou.

—Me refiero a los continuos vaivenes a que estamos tan familiarizados; organizar la empresa de acuerdo a líneas de producto y después de acuerdo con criterios funcionales,
y
viceversa. Decidir que la empresa está gastando demasiado dinero en esfuerzos duplicados y entonces pasar a un sistema más centralizado. Diez años después, queremos apoyar la iniciativa individual y volvemos a descentralizar. Casi todas las grandes empresas oscilan, cada cinco o diez años, de la centralización a la descentralización, y vuelta otra vez.

—Sí — dice Bob —. Como presidente de una empresa, cuando no sabes qué hacer si las cosas no van bien, siempre puedes barajar las cartas, reorganizar. — Irónicamente continúa —: «¡Esto funcionará! ¡Esta reorganización resolverá todos nuestros problemas!»

Nos miramos unos a otros. Si no fuese tan dolorosamente cierto, nos echaríamos a reír.

—Bob — digo finalmente —. Esto no es divertido. Las únicas ideas relativamente prácticas que tenía en mente respecto a lo que debo hacer como director de la nueva división estaban todas basadas en reorganizar la misma.

—¡Oh, no! — exclaman todos.

—Entonces, de acuerdo — digo volviéndome hacia la pizarra —. ¿Qué se supone que debe hacer uno con este montón de figuras de colores si no es ordenarlas de alguna manera? Resulta obvio que trabajar directamente con ellas es algo totalmente inútil. El primer paso debe ser ordenar los hechos de acuerdo con algún orden o clasificación. Tal vez, a partir de ahí, podamos actuar de alguna otra manera que no sea redactar informes o reestructurar la empresa, pero, definitivamente, el primer paso debe ser poner algún orden en este follón.

Mientras continúo mirando a la pizarra, me asalta una nueva duda:

—¿De cuántas diferentes maneras podemos ordenar los hechos recogidos?

—Obviamente, los podemos ordenar por el color — responde Lou.

—O por el tamaño — añade Stacey.

—O por la forma — Bob mantiene su postura.

—¿Alguna otra posibilidad? — pregunto.

—Sí, por supuesto — dice Ralph —. Podemos dividir la pizarra con una cuadrícula imaginaria y ordenar las figuras en relación a sus coordenadas —. Al ver nuestro gesto de extrañeza, aclara:

—Esto nos proporcionará la posibilidad de construir diferentes estructuras de acuerdo a la posición relativa de las figuras en la pizarra.

—Qué gran idea — dice Bob sarcásticamente —. Yo utilizaría mejor la técnica de los dardos: lanzaría un dardo y comenzaría a ordenar las figuras en cuanto al orden en que quedasen enclavadas. Todos estos métodos tienen el mismo sentido; al menos mi última sugerencia ofrece alguna satisfacción.

—De acuerdo, chicos — digo con firmeza —. La última sugerencia de Bob ha dejado claro el hecho con que nos estamos enfrentando: que no tenemos ni la más mínima idea de lo que estamos haciendo. Si estamos buscando algún orden arbitrario y podemos elegir entre tantas posibilidades, ¿qué sentido tiene dedicar tanto esfuerzo en recopilar tantos datos? ¿Qué ganamos con ello, aparte de impresionar a la gente con algunos gruesos informes o lanzar a la empresa hacia otra reorganización con el único fin de no mostrarnos a nosotros mismos el hecho de que no entendemos realmente lo que estamos haciendo? Este camino de primero recopilar datos y familiarizarse con los hechos parece que no conduce a ningún sitio. No es más que un ejercicio inútil. Vamos, necesitamos otra forma de atacar el tema. ¿Alguna sugerencia?

Al no haber ninguna respuesta, digo:

—Suficiente por hoy. Seguiremos mañana, a la misma hora y en el mismo sitio.

34

—Bien, ¿alguien ha encontrado algo positivo, algún progreso? — intento iniciar la reunión lo más alegremente posible. No es exactamente así como yo me siento, me he pasado toda la noche dando vueltas en la cama, buscando una salida que finalmente no he encontrado.

—Creo que tengo algo — dice Stacey —. No es un avance exactamente, pero…

—Espera — dice Ralph.

Una interrupción por parte de Ralph. Eso es algo nuevo. En un tono de disculpa, explica:

—Antes de ver las cosas desde otro ángulo me gustaría volver al punto donde estábamos ayer. Creo que nos precipitamos demasiado con nuestra decisión de que la clasificación de datos no puede conducir a nada bueno. ¿Puedo explicarme?

—Por supuesto — dice Stacey, casi con alivio.

—Bien — Ralph se remueve, aparentemente incómodo —. Como todos sabéis, o tal vez no, estudié Química en el bachillerato. No lo recuerdo muy bien, pero cierto suceso histórico se quedó grabado en mi memoria. Anoche estuve revisando mis apuntes y creo que lo encontraréis interesante. Se trata de una historia sobre un ruso memorable llamado Mendeleev, y ocurrió hace menos de ciento cincuenta años.

Al darse cuenta de que ha atrapado nuestra atención, su tono se hace más seguro. Ralph es un padre de familia con tres hijos pequeños, probablemente está acostumbrado a relatar historias.

—Desde el principio, ya en los tiempos de la antigua Grecia, se había postulado que, bajo la enorme variedad de materias existentes, debía existir un conjunto simple de elementos a partir de los cuales se componían todas las otras sustancias.

Según va adentrándose en su historia, su voz se va haciendo más rica en inflexiones.

—Los griegos consideraron inocentemente que los elementos eran aire, tierra, agua y…

—Fuego — Bob completa la lista.

—Correcto — dice Ralph.

Qué talento desperdiciado, es un verdadero cuenta-cuentos, pienso para mí mismo. ¿Quién lo habría sospechado?

—Desde entonces, como todos sabéis, se ha probado que la tierra no es un elemento básico sino que está compuesto a su vez de muchos diferentes minerales más básicos. El aire está compuesto de diversos tipos de gases e incluso el agua es una composición de elementos más elementales, hidrógeno y oxígeno. La puntilla para la ingenua teoría griega llegó al final del siglo XVIII, cuando Lavoisier mostró que el fuego no es una sustancia sino un proceso, el proceso de unión al oxígeno.

—Después de muchos años, gracias al trabajo ingente de los químicos, los elementos más básicos emergieron y, a mediados del siglo XIX, fueron identificados sesenta y tres elementos. De hecho, la situación se parecía a nuestra pizarra llena de figuras de colores. Círculos, rectángulos, estrellas y otras figuras de diferentes colores y tamaños llenaban un espacio sin orden aparente. Un verdadero lío.

—Muchos intentaron organizar los elementos pero nadie pudo ofrecer nada que no fuese inmediatamente rechazado como un ejercicio arbitrario e inútil. Se llegó al punto de que la mayoría de los químicos descartaron la posibilidad de encontrar un orden genérico y concentraron sus esfuerzos en hallar más hechos fehacientes en relación con las combinaciones de elementos que dan lugar a otros materiales más complicados.

—Eso tiene sentido — señala Bob —. Me gusta la gente práctica.

—Sí, Bob — le sonríe Ralph —, pero hubo un profesor cuyo parecer era que ello equivalía a ocuparse de las hojas sin que nadie hubiera encontrado todavía el tronco.

—Buena puntualización — dice Lou.

—Así que este peculiar profesor ruso, quien, por cierto, enseñaba en París, decidió concentrarse en revelar el orden subyacente que gobierna los elementos. ¿Cómo lo haríais vosotros?

—La forma está descartada — dice Stacey, mirando a Bob.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que tienes contra las formas? — pregunta él.

—Descartada — repite —. Algunos de los elementos son gases y otros líquidos.

—Vale, tienes razón — pero Bob continúa —: ¿Pero qué pasa con el color? A ti te gustan los colores, ¿no? Algunos gases tienen color, como la clorina verde, y se puede decir que otros tienen un color transparente.

—No está mal — dice Ralph, ignorando su aparente intento de ridiculizar la historia —. Desafortunadamente, algunos elementos no tienen un color fijo. Toma el carbono puro, por ejemplo. Aparece como grafito negro y más raramente como un brillante diamante.

—Prefiero los diamantes — bromea Stacey.

Todos reímos y entonces, respondiendo al gesto de Ralph, hago una prueba:

—Probablemente tendremos que buscar una medida más numérica. De esta forma podremos ordenar los elementos sin que se nos critique por preferencias subjetivas.

—Muy bien — dice Ralph. Probablemente nos confunde con sus hijos —. ¿Qué sugieres como medida correcta? — me pregunta.

—No estudié Química — respondo —, ni siquiera en el bachillerato. ¿Cómo podría saberlo?

Pero, puesto que no quiero ofender a Ralph, continúo:

—Algo como peso específico, conductividad eléctrica, o algo más imaginativo como el número de calorías absorbidas o emitidas cuando un elemento es combinado con un elemento de referencia como el oxígeno.

—No está mal, nada mal. Mendeleev tomó básicamente la misma referencia. Decidió utilizar una medida cuantitativa que fuera conocida para cada elemento y que no cambiase en función de la temperatura o del estado de la sustancia. Era la cantidad conocida como peso atómico, el cual representa el ratio entre el peso de un átomo del elemento dado y el peso de un átomo del elemento más ligero, hidrógeno. Este número proporcionó a Mendeleev un identificador numérico único para cada elemento.

—¡Vaya una cosa! — Bob no puede controlarse —. Exactamente como suponía, ahora pudo organizar todos los elementos de acuerdo con sus pesos atómicos ascendentes, como soldados en una fila. ¿Pero qué tiene eso de bueno? ¿Qué se puede sacar de práctico? Como ya dije, niños jugando con soldados de plomo pretendiendo que hacen algo muy importante.

—No tan deprisa — responde Ralph —. Si Mendeleev se hubiera parado aquí, yo aceptaría tu crítica, pero dio un paso más allá. Él no ordenó los elementos en fila. Se dio cuenta de que cada séptimo soldado representa básicamente el mismo comportamiento químico, aunque con intensidad ascendente. Por tanto, organizó los elementos en una tabla con siete columnas.

—De esta forma, todos los elementos fueron observados de acuerdo a su peso atómico ascendente, y en cada columna encuentras elementos con el mismo comportamiento químico en intensidad ascendente. Por ejemplo, en la primera columna de su tabla estaba el litio, que es el más ligero de todos los metales, y que, cuando se sumerge en agua, se calienta. Justo debajo está el sodio que, cuando se sumerge en agua, se inflama. Así, el siguiente en la misma columna es el potasio, el cual reacciona aún más violentamente en contacto con el agua. El último es el cesio, que se inflama incluso en la atmósfera normal.

—Muy bonito, pero, como yo sospechaba, no es más que un juego de niños. ¿Cuáles son las implicaciones prácticas? — Bob nos devuelve a tierra.

—Había ramificaciones prácticas — responde Ralph —. Verás, no todos los elementos habían sido encontrados ya cuando Mendeleev creó su tabla. Esto produjo algunos agujeros en su tabla, a lo cual reaccionó «inventando» los apropiados elementos restantes. Su clasificación le aportó la capacidad para predecir su peso y otras propiedades. Tienes que estar de acuerdo en que esto es un verdadero logro.

—¿Cómo fue aceptado por los otros científicos de su tiempo? — pregunto con curiosidad —. La invención de nuevos elementos debió de haber sido recibida con algún escepticismo.

—Escepticismo es poco. Mendeleev se convirtió en el hazmerreír de toda la comunidad. Especialmente mientras su tabla no estaba tan netamente ordenada como os la he descrito. El hidrógeno estaba flotando allí arriba en la tabla, de hecho en ninguna columna, y algunas filas no tenían ningún elemento en su séptima columna, sino un batiburrillo de varios elementos, todos apelotonados en un punto.

—¿Y qué pasó al final? — pregunta Stacey con impaciencia

—. ¿Sus predicciones se convirtieron en realidad?

—Sí — dice Ralph —, y con sorprendente precisión. Pasaron varios años, pero mientras vivió todos los elementos que Mendeleev predijo fueron descubiertos. El último de los elementos que él «inventó» fue descubierto dieciséis años más tarde. Había predicho que se trataría de un metal gris oscuro. Y así fue. También adelantó que su peso atómico estaría alrededor de 72; en realidad fue 72,32. Pensó que su gravedad específica estaría alrededor de 5,5 y fue 5,47.

—Apuesto a que nadie se rió entonces de él.

—Desde luego que no. La actitud pasó a ser de admiración y su tabla periódica es vista hoy tan básica como los diez mandamientos.

—Sigue sin impresionarme — dice mi testarudo sustituto. Me siento obligado a apuntar:

—Probablemente el mayor beneficio fue el hecho de que gracias a la tabla de Mendeleev la gente no tenía que perder el tiempo buscando más elementos. — Y volviéndome hacia Bob digo —: Verás, la clasificación ayudó a determinar, de una vez por todas, cuántos elementos existen. Poner un nuevo elemento en la tabla habría trastocado el orden completo.

Ralph tose azorado:

—Disculpa, Alex, pero no fue así. Sólo diez años después de que la tabla fuese totalmente aceptada, se descubrieron varios elementos nuevos, los gases nobles. Resultó que la tabla debería haber tenido ocho columnas en lugar de siete.

—Tal como ya había dicho — salta Bob con voz triunfante —. Aunque funcione, no es posible fiarse.

—Tranquilo, Bob. Tienes que admitir que la historia de Ralph tiene mucho interés para nosotros. Sugiero que nos preguntemos cuál es la diferencia entre la clasificación de los elementos químicos de Mendeleev y nuestros muchos intentos por ordenar nuestras formas de colores. ¿Por qué su clasificación era tan poderosa y la nuestra tan arbitraria?

—Precisamente eso — dice Ralph —, la nuestra era arbitraria y la suya…

—¿Qué era? ¿No arbitraria? — Lou completa la frase.

—Olvídalo — accede Ralph —. Esa no es una respuesta seria. Estoy jugando con las palabras.

—¿Qué es lo que queremos decir exactamente por arbitraria y no arbitraria? — pregunto.

Puesto que nadie responde continúo:

—De hecho, ¿qué es lo que estamos buscando? Estamos intentando colocar los hechos en algún orden. ¿Qué clase de orden estamos buscando? ¿Un orden arbitrario que sobrepongamos externamente a los hechos, o estamos intentando revelar un orden intrínseco, un orden que ya existe allí?

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