La maravillosa historia de Peter Schlemihl (13 page)

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Authors: Adelbert von Chamisso

Tags: #Cuento, Fantástico, Aventuras

BOOK: La maravillosa historia de Peter Schlemihl
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—¿Quiere decir la sombra que da uno en el suelo?…

—Sí, sí, exactamente.

—Pero —me preguntó—, ¿cómo puede haber un hombre tan desidioso y descuidado que pierda su sombra?

—Da igual cómo sucedió —contesté—. El caso es que —mentí descaradamente— el invierno pasado, en Rusia, adonde fue de viaje, hacía un frío extraordinario, se le heló la sombra y se le quedó pegada al suelo, y le fue imposible arrancarla.

—La sombra fingida que yo podría pintarle —contestó el profesor— sería una sombra que al más mínimo movimiento se le volvería a perder… sobre todo si estaba tan poco apegado a la sombra que tenía desde que nació, como se desprende de su relato. El que no tenga sombra que no ande al Sol; eso es lo más razonable y lo más seguro.

Se levantó y se fue mientras arrojaba sobre mí una mirada penetrante que no pude sostener. Volví a dejarme caer en la silla y me cubrí el rostro con las manos.

Así me encontró
Bendel
cuando entró. Vio el dolor de su señor y quiso salir respetuosamente en silencio. Abrí los ojos… Sucumbía bajo el peso de mi pena, por lo que sentí necesidad de compartirla. Le llamé.


¡Bendel!… ¡Bendel!
Tú eres el único que ves mi dolor y lo respetas, sin querer preguntar, sino compadeciéndote piadosamente en silencio. Ven aquí,
Bendel
, tú serás el que esté más cerca de mi corazón. No te he ocultado el tesoro que tengo en dinero, tampoco te quiero ocultar el tesoro de mis penas.
¡Bendel
, no me abandones! Me ves rico,
Bendel
, generoso, bondadoso, te figuras que el Mundo debería adorarme y me ves huir del Mundo y encerrarme…
Bendel
, el Mundo me ha juzgado y me ha rechazado, y quizá tú también te vuelvas contra mí cuando sepas el horrible secreto;
Bendel
, soy rico, generoso, bondadoso, pero… ¡Dios mío, no tengo sombra!

—¿Que no tiene sombra?… —exclamó el buen muchacho, horrorizado, y brotaron de sus ojos lágrimas transparentes—. ¡Desgraciado de mí, que nací para servir a un señor sin sombra!

Calló, y yo oculté mi rostro entre las manos.


Bendel
—añadí después temblando—, me he confiado a ti y ahora puedes traicionarme. Vete y sé testigo contra mí.

Pareció que luchaba duramente consigo mismo; finalmente se arrojó a mis pies y cogió mi mano, que humedeció con sus lágrimas.

—No —exclamó—. Diga lo que diga la gente, yo no puedo abandonar ni abandonaré a mi bondadoso señor por una sombra; me portaré bien sin pensar en mí. Me quedo con usted, le prestaré mi sombra, le ayudaré hasta donde pueda y, cuando no pueda, lloraré con usted.

Le eché los brazos al cuello, admirado de un comportamiento tan desacostumbrado, porque estaba convencido de que no lo hacía por dinero.

Desde entonces cambió mi destino y mi modo de vivir. No sabría decir con qué cuidado supo
Bendel
encubrir mi defecto. No se separaba de mí, previéndolo todo, organizándolo todo y cubriéndome con su sombra rápidamente cuando amenazaba un peligro imprevisto, pues era más gordo y alto que yo. Así me atreví otra vez a estar con los hombres y empecé a representar un papel en el Mundo. Naturalmente tuve que aparentar muchas rarezas y manías. Pero son cosas que van bien a un hombre rico y, mientras la verdad permaneciera oculta, gozaba de todos los honores y consideraciones que me venían por mi dinero. Podía esperar tranquilamente la visita prometida al cabo del año por el misterioso desconocido.

Me resultaba claro que no podía estar mucho tiempo en un sitio donde había sido visto sin sombra y donde podría ser traicionado fácilmente. Además pensaba también cómo me había presentado en casa del señor
John
; era un recuerdo deprimente. Por eso decidí hacer allí un ensayo para poder aparecer luego en cualquier otro sitio con mayor seguridad… Sin embargo me retuvo bastante tiempo mi vanidad, donde el ancla encuentra terreno más firme en los hombres.

Precisamente la bella
Fanny
, con la que volví a encontrarme en otro sitio, me dedicó alguna atención, sin acordarse de que jamás me había visto, pues ahora tenía yo agudeza e ingenio. Cuando hablaba, me escuchaban todos; y no sabía cómo, pero había logrado el arte de dominar y conducir fácilmente una conversación. Cuando vi la impresión que había hecho en la bella, me volví loco, que era lo que ella deseaba, y desde entonces la seguí con mil dificultades por donde podía, entre sombras y crepúsculos. Tenía la vanidad de que se sintiera vanidosa de mí, y ni con la mejor voluntad del Mundo podía bajarme la borrachera de la cabeza al corazón.

¿Pero a qué repetirte largo y tendido la vulgar historia? Tú mismo me la has contado muchas veces de otras buenas personas. En la vieja y conocida comedia en la que yo con tanto ánimo representaba un papel trivial, apareció de pronto una fantástica catástrofe, inesperada para ella, para mí, y para todos.

Una hermosa noche había reunido, según mi costumbre, un grupo de amigos en un jardín iluminado y me paseaba con mi dueña del brazo, un poco apartado de los demás invitados; yo me esforzaba en dirigirle frases exquisitas. Ella miraba modestamente al suelo y correspondía levemente a la presión de mi mano. De pronto, de una manera imprevista, salió la Luna de entre unas nubes… y ella vio solamente su sombra en el suelo. Se asustó, y me miró aterrorizada, luego volvió a mirar al suelo, buscando con los ojos mi sombra y lo que estaba pensando se pintó con tanta extrañeza en la expresión de su cara, que hubiera roto a reír a carcajadas, si no me hubiera recorrido la espalda un escalofrío.

La dejé caer desmayada de mis brazos, salí disparado como una flecha entre los atónitos invitados, alcancé la puerta, me arrojé en el primer coche que encontré allí parado y me volví a la ciudad, donde, para mi desgracia, esta
vez
había dejado al prudente
Bendel
. Se asustó y, cuando me vio, una palabra le descubrió todo. Se trajeron al instante caballos de posta. Llevé conmigo sólo a uno de mis criados, un pillo redomado, de nombre
Rascal
[31]
, que supo hacérseme necesario por su destreza y que no podía tener ni idea de lo que había sucedido. En aquella noche me hice treinta millas.
Bendel
se quedó para levantar mi casa, gastar dinero y llevarme después lo más necesario. Cuando me alcanzó al día siguiente me arrojé en sus brazos y le juré no volver a hacer ninguna locura y ser en lo futuro más prudente. Continuamos nuestro interrumpido viaje, pasando la frontera y la montaña y, ya en la otra vertiente, separado de aquella infeliz tierra por la alta muralla, me fui a un balneario cercano y poco visitado para reponerme de las fatigas pasadas.

IV

Tengo que pasar rápidamente en mi relato por una época en la que con mucho gusto me detendría si pudiera conjurar con el recuerdo su imagen viva. Pero los colores que le dieron vida y que la podrían hacer revivir se han apagado en mí, y, cuando quiero encontrar en mi pecho lo que en otro tiempo tan poderosamente la exaltó, dolor, felicidad, irrealizable ilusión… golpeo inútilmente en una roca de la que no brotará agua viva y siento a Dios apartado de mí. ¡Qué cambiado me parece el tiempo pasado!… En aquel balneario debía haber representado un papel heroico, pero, como me lo tenía mal estudiado y era novato en la escena, me salí del papel y me enamoré de un par de ojos azules. Los padres, engañados por la representación, hicieron todo lo posible para asegurar deprisa el asunto, y la farsa vulgar terminó en burla. ¡Y eso fue todo, todo!… Ahora lo encuentro necio e insípido, y a la vez horrible que me pueda parecer así lo que en otro tiempo me henchía el pecho con tanto poder y abundancia.
¡Mina!
Lo mismo que en otro tiempo lloré, cuando te perdí, lloro ahora por haberte perdido en mí. ¿Es que me he vuelto tan viejo?… ¡Oh triste sensatez! ¡Al menos un latido de aquel tiempo, un momento de aquella ilusión…! Pero no. ¡Solitario en el alto y desierto mar de tu amarga marea y al lado de la última copa de la que se escapa el champán
Elfe
[32]
!

Había enviado por delante a
Bendel
con unos cuantos sacos de dinero para que me organizara en el pueblecito una casa con todo lo que necesitaba. Repartió allí mucho dinero y dijo algo vagamente sobre el noble señor al que servía, pues no quise decir mi nombre. Aquello hizo pensar a la gente las cosas más raras. En cuanto estuvo dispuesta mi casa, volvió
Bendel
para recogerme. Nos pusimos en camino.

Poco menos de una hora antes de llegar al pueblo, en una explanada llena de Sol, nos cerraba el camino mucha gente, vestida de fiesta. Se paró el coche. Se oyeron campanas, música y cañonazos, un fuerte «viva» rompió el aire. Junto a la puerta del coche apareció un coro de muchachas de excepcional belleza, pero que desaparecían como las estrellas de la noche con el Sol ante una de ellas, que se destacó separándose de sus hermanas. Su alta y delicada figura se arrodilló ante mí sonrojándose avergonzada y me ofreció una corona de rosas, olivo y laurel sobre un cojín de seda, mientras hablaba algo de majestad, honor, y amor, que yo no entendí, pero que embriagó mis oídos y mi corazón por su encantador sonido argentino… Era como si ya alguna otra vez hubiera visto aquella celestial visión. El coro empezó a cantar una alabanza a un buen rey y a la felicidad de su pueblo.

Y esta acogida, querido amigo, ¡en medio del Sol!… Ella seguía arrodillada a dos pasos de mí, y yo, sin sombra, no podía saltar el abismo y caer de rodillas delante de aquel ángel. ¡Qué no hubiera dado yo por una sombra! Tuve que ocultar en lo profundo del coche mi vergüenza, mi angustia y mi desesperación.
Bendel
, finalmente, reaccionó por mí y saltó por el otro lado del coche; le dije que volviera y le alargué de mi arquilla, que tenía a mano, una rica diadema de diamantes que debía de haber adornado a la bella
Fanny
. Avanzó y habló en nombre de su señor, que ni podía ni quería aceptar tales muestras de honor; tenía que haber un error. Sin embargo, daba las gracias a los habitantes de la ciudad por su buena voluntad. En esto tomó la guirnalda que me ofrecían y puso en su lugar la diadema de brillantes. Luego alargó galantemente la mano a la bella muchacha para levantarla y alejó con un gesto a los clérigos, magistrados y demás diputaciones. No avanzó nadie más. Dijo que se apartasen para hacer sitio a los caballos, volvió a subir al coche y continuamos a galope tendido, pasando por un pórtico hecho de flores y ramas verdes, hasta la ciudad. Los cañones seguían tronando. El coche paró delante de mi casa. Apartando a un lado y a otro la multitud que había atraído la curiosidad por verme, salté veloz hacia la puerta. El pueblo daba vivas bajo mi ventana y yo hice llover doblones sobre ellos. Al atardecer la ciudad estaba toda iluminada.

Y yo aún no sabía qué significaba todo aquello y por quién me habían tomado. Envié a
Rascal
para que se enterase. Le contaron que se tenían noticias de que el rey de Prusia viajaba por el país bajo el nombre de un conde, que mi ayudante había sido reconocido y que me había y se había delatado; que se habían alegrado mucho, cuando tuvieron la certeza de que estaba allí. Naturalmente comprendían que yo debía mantener el más estricto incógnito y que habían hecho mal en querer desvelarlo tan ostentosamente. Que yo me había airado de una manera tan benévola y clemente… Seguramente perdonaría lo que habían hecho por buen corazón.

Al tunante de mi criado le cayeron aquellas cosas tan en gracia, que hizo lo que pudo, con frases dignas de reprensión, para confirmarles por lo pronto en su creencia. Me hizo un relato muy gracioso, y, cuando vio que yo me divertía con ello, se jactó de su truhanería. Y ¿tengo que confesarlo? Me halagaba también, aunque fuera de aquella manera, que me tuvieran por la suprema cabeza.

Al día siguiente por la tarde organicé una fiesta bajo los árboles que daban sombra a mi casa e invité a toda la ciudad. El secreto poder de mi bolsa, el trabajo de
Bendel
, y las rápidas ocurrencias de
Rascal
consiguieron vencer al tiempo. Fue realmente maravilloso cómo en pocas horas se ordenó todo generosa y bellamente. La magnificencia y la abundancia eran tales, la espléndida iluminación estaba tan hábilmente distribuida, que me sentí totalmente seguro. No tuve que recordarles nada, no me quedó más que alabar a mis criados.

Atardeció, llegaron los invitados y me fueron presentados. Nadie habló para nada de majestad, pero todos me llamaban con profundo respeto y humildad señor conde. ¿Qué iba a hacer yo? Me gustó lo de conde y desde aquel momento fui el conde Peter. Pero en la festiva algarabía, yo solamente deseaba
una
cosa. Y más tarde apareció: ella, la que llevaba la corona. Seguía modestamente a sus padres y parecía no darse cuenta de que era la más bella de todas. Me fueron presentados el jefe forestal, su mujer, y su hija. Le dije al viejo algo amable y amistoso, pero con la hija me quedaba como un muchacho aturrullado y no era capaz de balbucear ni una palabra. Al fin le rogué tartamudeando que se dignara honrar la fiesta tomando el puesto cuyo distintivo la adornaba. Ella me rogó ruborizada, con una mirada conmovedora, que la dispensara. Pero yo, aún más ruborizado que ella, le rendí mi homenaje lleno de profundo respeto como primer súbdito, y el gesto del conde fue una orden para todos los invitados, que se apresuraron con alegría a imitarle. La majestad, la inocencia y la gracia reinaron en unión de la belleza en aquella alegre fiesta. Los felices padres de
Mina
creyeron que se ensalzaba a su hija sólo en honor de ellos; yo mismo me sentía lleno de un indescriptible entusiasmo. Mandé poner en dos fuentes cubiertas todas las perlas, las piedras preciosas, las joyas que me quedaban de las que había comprado para verme libre del maldito dinero, y las llevé a la mesa para ofrecérselas en nombre de la reina a sus amigas y a todas las damas. Se arrojaba dinero sin medida e ininterrumpidamente sobre el pueblo en fiestas.

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