La maravillosa historia de Peter Schlemihl (12 page)

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Authors: Adelbert von Chamisso

Tags: #Cuento, Fantástico, Aventuras

BOOK: La maravillosa historia de Peter Schlemihl
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—¡Oiga, joven; oiga, señor!

Miré y era una vieja que decía:

—Tenga cuidado, señor, ha perdido su sombra.

—Gracias, abuela.

Le arrojé una pieza de oro por el bienintencionado consejo y me metí debajo de los árboles.

Ya en la Puerta tuve que oír otra vez del centinela:

—¿Dónde ha dejado el señor su sombra?

Y en seguida, a unas mujeres:

—¡Jesús, María y José! ¡Ese pobre hombre no tiene sombra!

La cosa empezó a molestarme y evité cuidadosamente caminar por el Sol. Pero no podía ser así en todas partes, por ejemplo, en la calle Ancha
[26]
, que tenía que atravesar y, para mi desgracia, precisamente en el momento en que unos muchachos salían de la escuela. Un condenado tunante jorobado —lo estoy viendo todavía— se dio cuenta en seguida de que me faltaba la sombra. Me delató a grandes gritos delante de toda la chiquillería literaria callejera del arrabal, que empezó a criticarme y a arrojarme basuras.

—La gente decente se preocupa de llevar su sombra cuando sale al Sol.

Para quitármelos de encima, les arrojé oro a manos llenas y salté a un coche de alquiler con el que almas compasivas me habían auxiliado.

En cuanto me encontré rodando en el coche, solo, me eché a llorar amargamente. Iba surgiendo en mí la idea de que lo mismo que en este Mundo el oro vale más que la virtud y el mérito, la sombra vale mucho más que el oro. Y, si yo antes había sacrificado la riqueza a mi conciencia, ahora había dado la sombra por el oro. ¿Qué iba a ser en este Mundo de mí?

Estaba todavía completamente trastornado, cuando el coche paró delante de mi vieja casa de huéspedes. Me horrorizó el hecho de pensar poner un pie en aquella mala buhardilla. Hice que me bajaran mis cosas, recibí desdeñosamente mi pobre equipaje, arrojé unas monedas de oro y ordené seguir hasta el más elegante hotel. El edificio estaba orientado al norte, y no tenía que temer al Sol. Despedí con oro al cochero, hice que me enseñaran la mejor habitación exterior y me encerré en ella en cuanto pude.

¿Y qué piensas que hice? ¡Ay, querido
Chamisso
! Me da vergüenza hasta decírtelo a ti. Saqué de mi pecho la desdichada bolsa y con una especie de furia, que como un incendio aumentaba cada vez más dentro de mí, saqué oro, y más oro, y más oro, y siempre más oro y lo esparcí por el suelo y anduve por encima haciéndolo sonar, y arrojé siempre más metal sobre el metal, alimentando mi pobre corazón con su brillo y su sonido, hasta que, cansado, me hundí en el rico lecho y gocé regaladamente y me revolqué en él. Así pasó el día y la tarde, no abrí las puertas; la noche me encontró tendido sobre el oro y al fin el sueño me venció.

Entonces soñé contigo. Yo estaba detrás de la puerta de cristales de tu pequeña habitación y te veía a ti en tu mesa de trabajo, entre el esqueleto y un manojo de plantas secas. Haller, Humboldt y Linneo
[27]
estaban abiertos delante de ti, y encima del sofá había un tomo de Goethe y otro del
Anillo mágico
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. Te contemplé un largo rato a ti y a todas las cosas de tu cuarto, y luego otra vez a ti, pero tú no te movías, no respirabas siquiera, estabas muerto.

Me desperté. Parecía que era todavía muy temprano. Mi reloj se había parado. Me sentía como si me hubieran dado una paliza, tenía hambre y sed; no había comido desde la mañana anterior. Aparté con desgana y asco aquel oro con el que hacía poco había saciado mi corazón. Me incomodaba, no sabía qué hacer con él, no podía dejarlo allí tirado. Intenté volver a meterlo en la bolsa… Nada. Ninguna de mis ventanas daba al mar. Tuve que arreglármelas como pude para meterlo, con mucho trabajo y amargo sudor, en un gran armario que había en la habitación y dejarlo apilado allí. Sólo quedaron algunos puñados por el suelo. Después de terminar mi trabajo, me tumbé agotado en un sillón y esperé a que comenzara a sentirse gente por la casa. En cuanto me fue posible, pedí que me llevasen comida y que viniera a verme el dueño del hotel.

Estuve tratando con aquel hombre de la futura organización de mi casa. Me recomendó para mi servicio personal a un cierto
Bendel
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, cuya fiel y comprensiva fisonomía me cautivó al instante. Él, desde entonces, me acompañó con su lealtad, consolándome en todas las desgracias de mi vida, y me ayudó a soportar mi negra suerte. Pasé todo el día en mi habitación ocupado con criados sin dueño, zapateros, sastres, y comerciantes, comprando muchas cosas caras y piedras preciosas para librarme de algo del dinero que tenía almacenado, pero parecía no haber nada capaz de disminuir el montón.

Entre tanto estaba lleno de angustiosas dudas por mi situación. No me atrevía a dar un paso fuera de la puerta y por la tarde encendía cuarenta velas en la sala antes de salir de la obscuridad. Pensaba con horror en la terrible escena con aquellos escolares. Decidí, aunque tuve que hacer acopio de valor, afrontar otra vez la opinión pública. Las noches eran entonces de Luna clara. Ya bastante tarde me envolví en una amplia capa, hundí el sombrero hasta los ojos y me deslicé, temblando como un malhechor, fuera del edificio. En una plaza apartada salí de la sombra de las casas (bajo cuya protección había llegado hasta allí) a la luz de la Luna, decidido a escuchar mi destino de la boca de los que pasaban.

Ahórrame, querido amigo, la dolorosa repetición de todo lo que tuve que sufrir. Las mujeres demostraron frecuentemente la profunda compasión que yo les provocaba; expresiones que traspasaban mi alma no menos que la burla de los jóvenes y el orgulloso desprecio de los hombres, sobre todo de los gordos y corpulentos, que proyectaban una gran sombra. Una bella y graciosa muchacha que, según parecía, acompañaba a sus padres, mientras ellos iban mirando pensativos al suelo, levantó por casualidad sus brillantes ojos hacia mí, se asustó visiblemente y, en cuanto notó mi falta de sombra, ocultó el bello rostro con su velo, bajó la cabeza y pasó silenciosa de largo.

No pude soportar más. Saladas corrientes salieron de mis ojos, y, con el corazón partido, volví tambaleándome a la obscuridad. Tuve que agarrarme a las paredes para no caer y llegué despacio y tarde a mi habitación.

Pasé la noche sin dormir. Al día siguiente mi primera preocupación fue buscar por todas partes al hombre del abrigo gris. Quizá me fuera posible encontrarle, y qué suerte si él se hubiera arrepentido, como yo, de aquel loco negocio. Hice venir a
Bendel
, que parecía inteligente y hábil, le describí exactamente al hombre que poseía un tesoro sin el que la vida era un tormento para mí. Le dije la hora y el lugar donde le había visto, le describí todos los que allí estaban y añadí todavía este dato: debía informarse cuidadosamente sobre un catalejo Dollond, una alfombra turca tejida en oro, una magnífica tienda de campaña, y los caballos negros, cosas todas que, sin decirle cómo, tenían que ver con el misterioso hombre del que no se preocupaba nadie, pero cuya aparición había destrozado la paz y la felicidad de mi vida.

Cuando terminé de hablar, saqué tanto oro, que no podía con el peso, y añadí encima piedras preciosas y joyas por más valor todavía.

—Bendel —le dije—, esto allana muchos caminos y hace fáciles muchas cosas que parecen imposibles. No seas tacaño como tampoco lo soy yo, sino vete y alegra a tu señor con noticias de las que depende su única esperanza.

Se fue. Volvió tarde y triste. Había preguntado a todos, pero nadie en casa del señor
John
, ninguno de sus invitados podía acordarse sino vagamente del hombre del abrigo gris. El telescopio nuevo estaba allí y nadie sabía de dónde había venido. La alfombra, la tienda estaban allí todavía en la misma colina, una extendida y otra armada; los criados se hacían lenguas de la riqueza de su señor, pero ninguno sabía de dónde habían llegado aquellas preciosidades. Al señor
John
le gustaban mucho, pero no le preocupaba en absoluto no saber cómo habían llegado hasta allí. Los caballos los tenían en sus establos los jóvenes que los montaban y alababan la magnificencia del señor
John
, que se los había regalado aquel día. Esto fue lo que saqué en claro de la detallada narración de
Bendel,
cuyo rápido celo y sensata conducta recibieron mis alabanzas, a pesar de un resultado tan infructuoso. Sumido en melancolía, le hice un gesto de que me dejara solo.

—Le he dado cuenta —añadió precipitadamente— de lo más importante. Sin embargo, tengo todavía que darle un recado de una persona que me encontré esta mañana a la puerta, cuando salía para el asunto en el que he tenido tan mala suerte. Estas fueron sus propias palabras:
«Dígale al señor
Peter Schlemihl
que ya no me verá más por aquí, porque me voy al mar y un viento propicio me llama al muelle. Pero de hoy en un año tendré el honor de visitarle y proponerle otro negocio que quizás acepte. Déle mis más rendidos saludos y asegúrele mi agradecimiento.»
Le pregunté que quién era, pero me dijo que usted ya le conocía.

—¿Cómo era ese hombre? —exclamé con un presentimiento.

Y
Bendel
me describió al detalle al hombre del abrigo gris, palabra por palabra, con la misma fidelidad que lo había hecho en su anterior relato al hablar del hombre por el que preguntaba.

—¡Desgraciado! —grité retorciéndome las manos—. ¡Era él!

Y se le cayeron las escamas de los ojos.

—¡Sí, era él, es verdad! —gritó espantado—. ¡Y yo, ciego, imbécil de mí, no lo he conocido y he fallado a mi señor!

Prorrumpió en los más amargos denuestos contra sí mismo llorando amargamente, y estaba tan desesperado, que me inspiró compasión. Le consolé, le aseguré repetidamente que no tenía duda alguna de su fidelidad y le envié rápidamente al muelle para seguir las huellas, si era posible, del extraño hombre. Pero aquella misma mañana habían salido muchos barcos, retenidos hasta entonces en el puerto por el viento contrario, cada uno a una costa distinta, y a distintas partes del Mundo, y el hombre gris había desaparecido como una sombra, sin dejar rastro.

III

¿De qué sirven las alas al que está sujeto con cadenas de hierro? Sólo para desesperarse aún más. Estaba como Fafner
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con su tesoro, lejos de todo auxilio humano, en la miseria con mi dinero, pero no estaba con él mi corazón, sino que lo maldecía; por él me veía apartado de la vida. Alimentando a solas mi obscuro secreto, temía al último de mis criados, a la vez que lo envidiaba, porque él tenía una sombra, él podía dejarse ver al Sol. Pasaba solo en mi habitación los días y las noches, y la tristeza me roía el corazón.

Y además otra persona se consumía ante mis ojos; mi fiel
Bendel
no cesaba de martirizarse con silenciosos reproches, porque había defraudado las esperanzas de su bondadoso señor y no había reconocido al que había ido a buscar y con el que —como se daba cuenta— estaba en relación mi triste destino. Pero yo no podía culparle; reconocía en el suceso la misteriosa naturaleza del desconocido.

Por no dejar de intentar nada, envié a
Bendel
al pintor más famoso de la ciudad, con una preciosa sortija de brillantes, para que le invitara a visitarme. Llegó, alejé a mi gente, cerré la puerta, me senté con el hombre y, después de haberle alabado su arte, llegué a mi asunto con el corazón oprimido. Antes hice prometer el más estricto secreto.

—Señor profesor —le dije—, ¿podría pintarle una sombra fingida a un hombre que ha perdido la suya del modo más desafortunado del Mundo?

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