—¿Cómo? —preguntó Josh Sutter—. ¿Cómo vas a hacerlo, T.K.? ¿Vas a metértelo en la maleta?
—Tenemos más de una docena de bases militares estadounidenses a unas cuantas horas al sur de aquí. Suelo americano, caballeros. Si metemos a Jack Farrell en una, es nuestro.
—¿Esta noche? —preguntó Sutter.
—Puede que esta noche, puede que al alba. Puede que banana por la mañana. Ahora mismo estoy a un paso de distancia y no hay nada seguro. Pero, si surge algo, será después de medianoche y necesito saber si puedo contar con vosotros.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Randal—. Quiero decir, ¿qué quieres que hagamos exactamente?
—Voy a usar a dos personas para la extracción y tengo a otra cubriéndonos las espaldas. No estoy seguro de que sea suficiente una sola persona, me preocupa que entremos a por él y Chernoff saque una segunda línea de defensa detrás de nosotros. Os necesito en el perímetro para que nos informéis de lo que pasa y de la pinta que tiene. Nosotros nos encargaremos de lo que llegue, no necesito más armas, pero sí saber con antelación si viene alguien más. Y ese será vuestro trabajo.
—¿Es sólida tu pista? —preguntó Jim Randal después de mirar a su compañero.
—Es prometedora. En el peor de los casos no nos dará nada, pero, si sacamos algo, y creo que podríamos hacerlo, no voy a tener tiempo de explicarme. Os necesitaré a los dos... o tendré que hacerlo solo y rezar por no meterme en una trampa. Si es mi única opción, que así sea, aunque no os llevaréis el mérito por la detención. Por otro lado, si aceptáis, yo volveré a mi cueva y os dejaré la gloria a vosotros.
—Te agradezco que te sinceres con nosotros —dijo Randal, después de volver a mirar a su compañero y a Malloy.
—Y yo me alegro, porque acabo de meteros en medio de una conspiración criminal —fue como si los dos hombres recibieran un puñetazo en la mandíbula—. Si queréis dejarlo, será mejor que llaméis a Hans para decirle lo que os acabo de contar. Si no, formáis parte de esto, hagáis lo que hagáis esta noche.
—Nadie va a llamar a Hans —respondió Sutter. —Si cogemos a Farrell —le dijo Malloy— y los alemanes descubren lo sucedido, cosa que harán en cuanto puedan analizar la situación, pedirán que os extraditen a los dos para juzgaros aquí. Por supuesto, en Nueva York seréis unos héroes y no habrá nadie dispuesto a entregaros a los alemanes.
Intercambiaron miradas, sopesando los riesgos y las recompensas. Era un trabajo peligroso, y Malloy no quería que se metieran en el fregado sin darse cuenta antes de que se trataba de algo ilegal.
—¿Qué harán los alemanes si nos pillan? —preguntó Sutter.
—Os amenazarán, ya sabéis cómo son los polis, pero, si les dais lo que quieren, os dejarán volver a casa. Obviamente, no os permitirán volver por aquí...
—Puedo vivir con eso —respondió Randal—. ¿Qué van a querer?
—A mí. No pasa nada, si la policía acaba metida en esto, será culpa mía. Podéis contarles a los alemanes todo lo que sepáis, sin rencores.
—¿Y qué te van a hacer a ti?
—No os preocupéis por mí, es mi trabajo.
Volvieron a intercambiar miradas. No se acobardarían ni de broma, sobre todo si podían volver a Nueva York con Farrell esposado.
—Cuenta con nosotros —afirmó Randal.
—Lo que necesito es que esta noche estéis preparados para recibir una llamada. En algún momento entre medianoche y el alba. Estad vestidos y listos para moveros en cuanto digáis mi voz. —Le entregó a Randal un trozo de papel con una dirección y un número de móvil—. Id a esta dirección. Es un bar. Uno entra y se sienta a tomar algo. El otro se queda en el coche y deja el motor en marcha. ¿Estáis los dos armados?
— Tenemos una licencia provisional —respondió Randal pero Hans nos dijo que nos jugábamos el pellejo si sacábamos de verdad las armas, a no ser que se tratara de una situación de vida o muerte.
—Si nos metemos en líos, no se lo vamos a explicar a los alemanes. Nos ocuparemos de nuestros asuntos, nos esconderemos y esperaremos a la caballería. Y si me pasa algo... —Malloy dio unos golpecitos en el número de teléfono que había escrito en el papel—, llamad a este número. La persona que responda os sacará del país.
—¿Tiene nombre? —preguntó Randal.
—Claro que sí, pero no tenéis por qué saberlo. Limitaos a llamarla si os quedáis solos, y haced exactamente lo que os diga. Por ahora, id a comer algo e intentad dormir un poco antes de las doce... y estad listos para dejarlo todo atrás, llegado el caso.
—¿Te refieres al equipaje? —preguntó Sutter, preocupado.
—Os reembolsaré todo o haré que alguien lo recoja, si es posible, pero, si tenéis algo que no queráis perder, metedlo ahora en el coche. Y... quizá sea buena idea cambiar las matrículas por las de otro coche del aparcamiento.
—Eso es un delito grave —repuso Randal. Aunque no lo decía en broma, Malloy sonrió.
—Vaya, ¿crees que te extraditarán por eso?
N
EUSTADT
(H
AMBURGO
).
Malloy se sirvió espaguetis dos veces en un restaurante italiano familiar y se bebió un par de copas de vino tinto para tranquilizarse. No se molestó en tomar café. De camino a su hotel de la Neustadt, Dale Perry lo llamó.
—El abogado ha estado en la ciudad esta tarde, en su oficina, durante unas cuantas horas —le dijo—. Lleva toda la noche en casa.
—Genial. Me pasaré a verlo dentro de un par de horas.
—¿Encontraste algo sobre esos números de teléfono que te pasé?
—Estoy esperando la respuesta de mis contactos.
El cartel de «No molestar» seguía colgado en la puerta de Malloy, tal como él lo había dejado, aunque habían doblado una esquina, así que llamó. Un momento después, Ethan le abrió la puerta. Kate estaba sentada en la cama; no cabía duda de que había estado durmiendo e intentaba espabilarse. Ethan tenía aspecto de no haber dormido en un par de días.
Vestían vaqueros negros y jerséis de color oscuro. Malloy le echó un vistazo a una de las dos bolsas de lona negra que habían tirado en el suelo y vio tres AKS74, el modelo aerotransportado de la clásica Kalashnikov con la culata metálica triangular plegada a un lado, tres granadas de mano, la culata de una Cok del ejército y un surtido de munición y cargadores, chalecos antibalas, gafas de visión nocturna y herramientas.
—¿De dónde has sacado todo esto? —le preguntó a Kate. —Tengo un amigo en Zúrich —respondió ella, bostezando.
—Probablemente lo conozca —comentó Malloy, que era amigo íntimo del jefe del crimen de Zúrich, un hombre llamado Hans Barzani. De hecho, había ayudado a poner a Barzani en lo alto de la pirámide. No conocía a otra persona en Zúrich capaz de tener aquel tipo de armamento en stock.
—Dudo que conozcas a mi chico —dijo Kate, sonriendo. —Seguro que conozco a su fuente.
—Es probable, pero a mi chico no. Mi chico es... especial. Siempre que Giancarlo y Luca Bartoli no lo conozcan...
—Llevo mucho tiempo sin tratar con ellos —respondió ella. Se inclinó para ponerse los zapatos—. Y, obviamente, para esto menos todavía.
Ethan se movía por la habitación mientras hablaban, limpiando las huellas de todas las superficies. Una vez hubo terminado, abrió una de las bolsas de lona y empezó a repartir el equipo. Lo primero que sacó fueron los guantes y las gafas de visión nocturna. Después los pasamontañas, los chalecos Cobra y unos impermeables sueltos para ponérselos encima. Finalmente repartió pistolas eléctricas, esposas, unos cuantos metros de cuerda e intercomunicadores. Los intercomunicadores tenían un alcance de tres o cuatro metros como máximo. Eran de alta calidad y captaban incluso susurros y respiraciones; podían apagarse o encenderse tocando un botón.
—¿Habéis conseguido un coche? —preguntó Malloy.
—Hay un aparcamiento a la vuelta de la esquina —le respondió Ethan mientras cogía las dos bolsas—. No debería resultar un problema.
La entrada del hotel estaba oscura cuando salieron. Eran poco más de las diez y la calle estaba tranquila. En un aparcamiento público un par de edificios más allá, Ethan encontró un coche aparcado en las sombras, y metió una hoja plana y larga entre la ventana del conductor y el lateral de la puerta. Enganchó un cable del interior y dio un suave tirón, lo que hizo que el cierre saltara y pudiese abrir la puerta. Kate y Malloy entraron, mientras él sacaba algunos cables del salpicadero, cortaba la funda de goma de un par de ellos y unía los extremos pelados. El motor gruñó y entró en funcionamiento, todo ello en un impresionante plazo de treinta segundos.
Desde atrás, Malloy comentó:
—Diría que no es la primera vez.
—Odio robar coches —respondió Ethan—. Pueden salir mal un montón de cosas. —Mientras lo decía, un coche de policía pasó junto al aparcamiento.
—Ya veo a qué te refieres —repuso Malloy.
Se dirigieron al norte a través de los barrios. No lejos del puente Krugkoppel, en el extremo norte del Aussenalster, Ethan entró en un pequeño aparcamiento. En el muelle, Malloy vio varios barcos en el agua.
—Poneos las máscaras —dijo Kate—. A partir de aquí podría haber cámaras.
—¿Qué barco? —preguntó Malloy mientras bajaban por la pasarela.
Kate señaló uno anclado a unos treinta metros de la orilla.
—El bonito.
E
L
A
USSENALSTER
(H
AMBURGO
)
S
ÁBADO-DOMINGO, 89 DE MARZO DE 2008
.
EL BARCO ERA UNA LANCHA DE SEIS METROS CHRIS CRAFT de los años treinta, larga y baja. Como solo contaba con unas cuantas luces de navegación fáciles de desactivar, era prácticamente imposible verla en el lago.
Ethan cogió unas cizallas de una de las bolsas y soltó un pequeño bote neumático de su anclaje a la orilla. Remó hasta el Chris Craft, cortó el cable que lo sujetaba, le hizo un puente al motor Chrysler y llevó el barco al muelle. Malloy y Kate echaron a bordo el equipo y subieron con él.
La lancha estaba hecha con madera de caoba y adornos de cromo. Una vez en el agua, Kate apagó las luces de navegación, Ethan sacó el GPS y llevó la lancha río arriba hacia los canales.
Eran casi las once cuando llegaron a la casa de Hugo Ohlendorf. Salvo por una sola luz de seguridad en el muelle, la Propiedad estaba a oscuras. Antes de hacer nada, Kate dejó el arco oculto en las sombras, frente a la casa.
—Parece en silencio —susurró.
Ethan se metió el GPS en el bolsillo, se bajó del asiento y abrió uno de los sacos de lona. Después le entregó a Malloy uno de los Kalashnikov y cogió otro para él.
—Cuando estemos en la propiedad, yo me encargaré del perro —les dijo Ethan mientras se colocaban las armas—. T.K., tú te encargas del centro del patio hasta que te llame. Cuando tengamos la puerta de atrás, quiero que entres haciendo ruido.
—Vosotros dos sois la distracción —explicó Kate, cogiendo el segundo fusil de dardos tranquilizadores—. Yo me encargaré de la detención.
—A partir de ahora, nada de nombres —añadió Ethan, después de sacar un mazo y algunas cizallas.
Kate aceleró y giró bruscamente a la izquierda. La lancha se movió en un lento arco de ciento ochenta grados hasta llegar al lado de babor del Bayliner amarrado al muelle de Ohlendorf.
En cuanto los dos botes chocaron, el panel de la alarma de la cancela dejó escapar una alarma.
—¡Vamos! —ordenó Kate.
Malloy salió del Chris Craft y se subió al barco de Ohlendorf. Kate lo siguió fácilmente. Ethan le tiró el mazo y las cizallas, y empezó a atar los dos barcos juntos, de proa a popa.
Estaba con el segundo nudo cuando se encendieron las luces de la propiedad y la alarma rompió el silencio. Diez segundos. Malloy notó una breve punzada de pánico. Seguían en el canal, a unos cuarenta metros de la casa, con una verja de hierro entre Ohlendorf y ellos. A pesar de todo, Ethan terminó de atar los barcos, mientras Kate observaba pacientemente.
Cuanto terminó, pasó al mayor de los dos barcos, cogió el mazo y bajó al muelle de un salto. Malloy bajó con más cuidado, en deferencia a sus viejas rodillas. Kate dejó las cizallas al lado del cable que ataba el Bayliner al muelle; Ethan se dirigió a la verja y blandió el mazo.
El candado se rompió al primer golpe, y los tres corrieron hacia la casa.
El pastor alemán de Ohlendorf salió de entre las sombras sin hacer ruido. Era un perro guardián entrenado, no la mascota de la familia, así que Ethan lo derribó con un dardo tranquilizador, dejó caer el fusil y sacó un cuchillo de combate. El perro dio un respingo al recibir el dardo, pero siguió avanzando con los colmillos fuera. Ethan levantó el antebrazo izquierdo en posición defensiva. Cuando el animal se lanzó a por él, le dio un gancho de derecha en la mandíbula. El perro, pillado por sorpresa, aulló y cayó al suelo. Pasó unos segundos intentando levantarse, pero después pareció perder todo interés y se quedó tumbado en la hierba, medio dormido.
Ethan salió corriendo hacia la casa y se detuvo antes de llegar al muro, momento en el que se volvió para mirar a Kate, que trotaba detrás de él como una saltadora de altura antes de dar el brinco final para superar la barra. Pisó el muslo extendido de Ethan con el pie derecho y su hombro con el izquierdo, y, sin perder el impulso ascendente, saltó como si nada hacia el segundo piso. Ethan ordenó a Malloy que entrase mientras Kate escalaba por el tejado.
Malloy llegó a la casa justo cuando Ethan abría la puerta de una patada.
Hugo Ohlendorf y su mujer estaban leyendo en la cama cuando oyeron la alarma y vieron que los focos del exterior se encendían. Su mujer dijo una palabrota en voz baja y preguntó qué sucedía.
—Quédate aquí —le contestó Ohlendorf—. Lo averiguaré.
Puso el punto de lectura en su sitio y dejó el libro en la mesita de noche al sentarse. Cogió su Beretta 92FS de acero inoxidable y le puso el cargador que guardaba en la mesita. Tras meter una bala en la recámara, se puso las zapatillas y se levantó.
—¿Llamamos a la policía? —preguntó su mujer.
—Están de camino.
Ohlendorf había disfrutado de un largo idilio con las pistolas y solía disparar en competiciones un par de veces al mes. Aunque a sus cincuenta y tres años ya no aspiraba a las marcas más altas, sí que se consideraba un participante sólido. De hecho, había estado en su campo de tiro favorito la tarde anterior y había quedado el sexto de unos treinta seis tiradores. Un buen resultado, teniendo en cuenta a los competidores, aunque no fuese el mejor.