—Entonces, ¿por qué hacer que pareciese que Farrell estaba huyendo? —preguntó Kate—. No lo entiendo, ¿qué ganaban?
—El que contrató a Chernoff se enteró de lo que yo estaba haciendo con la investigación de la Comisión y decidió silenciar a Farrell antes de que pudiera causar problemas. Mientras estaba en ello, pidió a Irina que desfalcase aproximadamente cuatrocientos sesenta millones de dólares. Para ocultar sus huellas, hizo que pareciese que Farrell era el culpable y que había huido con el dinero. El asalto policial al Royal Meridien aumentó la presión, y la persona a la que utilicé para iniciar la investigación contra Farrell me envió para que lo hiciese desaparecer.
—¿Estás diciendo que el jefe de Chernoff sabía que tú estabas metido en esto antes de que Farrell desapareciese? —preguntó Ethan.
—Sabían que los tres estábamos metidos en esto. Por lo que sé, éramos los objetivos del asesinato múltiple que mencionó Ohlendorf.
—Pero eso fue... ¡hace un par de meses!
—La fase uno era colocar a Irina Turner. Era la especialista que Chernoff necesitaba. Trasladó el dinero fuera del país y, al parecer, mató a Farrell. Después vino la huida fingida y, finalmente, la publicidad. La fuga en el último minuto del Royal Meridien era el cebo diseñado para atraernos a los tres a Hamburgo.
—¿Y por qué no buscarte a ti en Nueva York y a nosotros en Zúrich?
—Si nos hubiesen matado a los tres en Hamburgo, mi gente habría negado saber lo que estaba haciendo allí, pero se enteraría de que estaba en una misión y eso habría respondido a todas sus preguntas. Si alguien me hubiese matado de un tiro en Nueva York (o si hubiese sufrido un simple infarto), se habrían interesado por mis actividades, y eso los habría conducido hasta Farrell, Robert Kenyon y el Consejo de los Paladines. Así que, en vez de acabar con la investigación, habrían conseguido generar mucho más interés.
—¿Cómo podían saber que tú instigaste la investigación contra Farrell? —preguntó Kate.
—Hice algunas preguntas sobre Robert Kenyon. En algunos casos, contraté a gente para que investigase ciertas direcciones o se hiciese con ciertos informes. Al parecer, el asesino de Robert Kenyon descubrió lo que estaba haciendo y decidió que Farrell era un riesgo que no podía permitirse.
—Giancarlo me dijo que tenía que olvidarme de esto. Me dijo que, si no lo hacía, no podría protegerme ni a mí, ni a Ethan.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace unas semanas, en la fiesta.
—Más o menos cuando desapareció Farrell... —Malloy pensó un momento en ello—. Así que te estaba diciendo que no fueras a Hamburgo...
—Él no podía saber lo que iba a pasar.
—Quizá se puso en contacto contigo para averiguar si mi investigación estaba relacionada con el asesinato de Robert Kenyon.
Kate meditó sobre el tema, aunque no dijo nada.
—¿Cómo saben lo de nosotros tres? —preguntó Ethan.
—Helena Chernoff trabajaba para Julián Corbeau cuando los tres acabamos con él. Tenía nuestros nombres y, como mínimo, alguna información básica sobre nosotros. Supuse que los paladines la habían contratado para matarnos, pero quizá le proporcionara a alguien parte de la información sobre mí antes de prepararnos la trampa en Hamburgo. Eso significa que está asociada con parte o con todas las personas que hemos estado investigando..., que no es solo una asesina a sueldo.
—Hay una cosa que no entiendo —repuso Ethan—. Si mataron a Jack Farrell porque sabía demasiado, ¿por qué se molestaron en perseguirnos?
—Porque Farrell no es el único que tenía la información que buscamos. Creo que Ohlendorf podría habernos llevado hasta el asesino de Kenyon, y me parece que Giancarlo y Luca saben la verdad. De hecho, en estos momentos, creo que tenemos que reconocer que Ethan estaba en lo cierto desde el principio: los paladines o alguna facción dentro de ellos están relacionados con la muerte de Kenyon.
—Hay nueve paladines —comentó Ethan.
—Ohlendorf representaba a cuatro: Johannes Diekmann y los otros tres miembros fundadores. Si eliminamos a los miembros eméritos de la ecuación, nos quedan Jack Farrell, el padre de Farrell, Robert Kenyon, Hugo Ohlendorf, y Giancarlo y Luca Bartoli..., todos ellos en activo cuando murió Robert Kenyon. Ahora están todos muertos menos Luca y Giancarlo.
—No sabemos con certeza si Farrell está muerto —repuso Ethan.
—Farrell era un empresario. Por lo que veo, no estaba involucrado en gran cosa, salvo en el blanqueo de dinero y las estafas de las bancarrotas con Giancarlo. Creo que no era capaz de organizar algo como lo que nos pasó en Hamburgo.
—Por eso contrató a Chernoff.
—Vale, es una posibilidad —respondió Malloy encogiéndose de hombros—, al menos hasta que encontremos el cadáver.
—¿Y los otros dos paladines? —preguntó Kate. —David Carlisle sustituyó a Kenyon. Christine Foulkes se unió al consejo un par de años después, cuando murió el padre de Farrell. Supongo que Carlisle podría estar implicado, ya que parece que ganó mucho con la muerte de lord Kenyon, pero Foulkes no tiene sentido. La pondría con Diekmann y los de la alta sociedad, que, en realidad, no están relacionados con las actividades delictivas.
—Entonces, ¿qué sabemos de Carlisle? —preguntó Kate. —Ese tipo es un fantasma —respondió Malloy alzando los brazos para expresar su frustración—. Tiene una dirección permanente en París, un apartamento en la ciudad, pero en realidad nunca está allí. Nunca. Distintas personas usan el apartamento de vez en cuando, hay un servicio doméstico fijo y, a veces, alguien se pasa a recoger el correo y abastecer la despensa, pero nadie, ni siquiera el casero, conoce al señor Carlisle.
—Se menciona mucho su nombre en los informes anuales que sacan los paladines —dijo Ethan—. He visto fotografías suyas y resúmenes de sus actividades. Aparte de eso, no encuentro nada sobre él.
—Yo he visto algunos informes de crédito, algún que otro movimiento en su pasaporte británico, pero nada concluyente —añadió Malloy.
—¿Qué sabemos de su historia? —preguntó Kate. —Solo algunas pinceladas. Nació y creció en Liverpool. De joven anduvo por los muelles hasta acabar alistándose en las fuerzas armadas. No le queda familia directa y sus primos no lo han visto desde que era niño. Los viejos amigos del colegio ni siquiera lo recuerdan, así que, o es un individuo aterrador, o no tiene una gran personalidad. Por lo que veo en los que sí lo recuerdan, podría ser una mezcla de ambas cosas. —Sirvió en el SAS británico seis años —añadió Ethan. —La gente con la que estuvo en el servicio aéreo especial le contó a mis investigadores que era un solitario. También comentaron que se le daba bien lo que hacía, pero que, por supuesto, el SAS no acepta a los mediocres. Después dejó el servicio en circunstancias sospechosas, por lo que tengo entendido, y desapareció de la faz de la tierra durante unos tres años: sin trabajos, sin viajes, sin contactos con los viejos amigos. Eso suele deberse a alguna actividad delictiva... o a la vida en la calle. Su pasaporte vuelve a aparecer en algunos viajes por África y Sudamérica, y trabajando para una empresa de seguridad que tiene contratos con algunas de las compañías petrolíferas más importantes.
—¿Un mercenario? —preguntó Ethan.
—Lo llaman seguridad, pero, en algunos de esos lugares, una persona con las credenciales correctas puede ganar entre seiscientos y mil dólares al día. Estuvo en eso un par de años y después empezó a viajar por los Balcanes, en la época en la que era el último lugar al que querría ir una persona sensata. Más o menos por aquel entonces, Robert Kenyon estaba por allí. Como Carlisle había servido bajo el mando de Kenyon durante la guerra de las Malvinas, supongo que trabajaban juntos, aunque no tengo ni idea de en qué.
—Robert estaba comprando cuadros y muebles antiguos —le dijo Kate.
—Lo más probable es que Robert trabajase para la inteligencia británica —repuso Malloy sonriendo—. Sabemos que su abuelo materno fue espía del MI6 después de la guerra y que fue el responsable de la creación de los Caballeros de la Lanza Sagrada, como tapadera para varias actividades detrás del Telón de Acero. Puede que lord Kenyon estuviese comprando y vendiendo antigüedades en los países de los Balcanes, pero te aseguro que algo más estaría haciendo —Kate lo miró sin decir nada—. Durante muchos años, ningún europeo quiso tener nada que ver con los Balcanes. Al menos, no oficialmente, así que la gente iba en secreto. Los paladines enviaban ayuda humanitaria a la región, una tapadera excelente para las actividades encubiertas.
—¿Crees que Carlisle se esconde por algo que pasó en los Balcanes? —preguntó Ethan.
—Podría ser, aunque la gente realmente peligrosa está ya muerta o encerrada. Más bien tiendo a pensar que está aliado de algún modo con Chernoff en sus asesinatos. También podría suministrar mercenarios y armas a distintos lugares. Al menos, es lo que diría por su perfil.
—Quizá Carlisle no trabajase para Kenyon —dijo Ethan—. Quizá trabajase para el otro bando.
—Eso explicaría por qué procura no dejarse ver, pero no su relación con los paladines.
—Me da la impresión de que deberíamos hablar con él —comentó Kate.
—Cuando empecé a investigar este asunto el año pasado tenía tres opciones viables, aparte de Giancarlo y Luca Bartoli: Jack Farrell, Hugo Ohlendorf y David Carlisle. Había muchas razones para ir a por Farrell, pero, obviamente, solo nos queda Carlisle. Así que, si podemos encontrarlo, ¡sin duda hablaremos con él!
—Puede que Giancarlo sepa dónde está —dijo Ethan mirando a Kate—. Podríamos preguntárselo, ¿no?
—Quizá esté dispuesto a decirle a Carlisle cómo encontrarnos...
—Después de lo que pasó en Hamburgo, no estoy seguro de que sea buena idea —respondió Malloy sacudiendo la cabeza.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Ethan.
—Curarnos —dijo Malloy—. Esperar. Examinar la información nueva del ordenador de Chernoff que nos llegará mañana. Si era socia de Carlisle, la información tendría que estar ahí. Si llega lo bastante deprisa, quizá encontremos a ese tipo antes de que se oculte. Pero, por ahora, a no ser que queráis hablar con Giancarlo o Luca sobre su participación en la muerte de Robert, es lo que hay.
—Eso está descartado —repuso Kate.
—Quieres saber lo sucedido y ellos tienen la información... —empezó a responder Malloy.
—Son mi familia, T.K.
—Casi toda la violencia tiene lugar en el seno familiar. —No es una opción.
Malloy miró a Ethan en busca de apoyo, pero estaba solo.
—Bueno, pues buscaremos a David Carlisle —concluyó.
Z
ÚRICH
(S
UIZA
)
M
ARTES, 11 DE MARZO DE 2008
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Malloy llamó a Gwen desde el teléfono del hotel cuando regresó a su habitación. Era última hora de la noche en Nueva York, pero Gwen respondió como si estuviese esperando la llamada. Le dijo a su mujer que todavía no era seguro, pero que quizá regresara a casa en unos días. Se quedaba sin pistas. Gwen respondió que lo echaba muchísimo de menos. El repuso que también la echaba de menos, y, al decirlo, se dio cuenta de lo solo que estaba. La palabra casa empezaba a sonarle muy bien.
Se preparó para acostarse después de la llamada, pero decidió que, en realidad, todavía no estaba listo. Tenía el horario completamente trastocado. Abrió su botella robada de Hart Brothers Scotch, se sentó y repasó los archivos sobre Hugo Ohlendorf que había sacado del ordenador de Dale.
Estaba claro que Dale Perry había encontrado a Ohlendorf a través de su contacto con un matón de Hamburgo en pleno ascenso. Gracias a aquellas reuniones, Dale supo que el abogado estaba metido en algo, aunque no sabía qué era, ni hasta qué punto estaba involucrado. Por tanto, el espía había realizado un completo estudio sobre aquel hombre durante varios meses. Había apuntado todas las organizaciones a las que pertenecía, incluidos los Caballeros de la Lanza Sagrada, y su participación como representante de Johannes Diekmann y los tres berlineses que habían ayudado a financiar la Orden en el verano de 1961. A pesar de haber pasado casi mil horas con la investigación, Dale no había descubierto mucho que Malloy no supiera ya.
La Orden de los Caballeros de la Lanza Sagrada había tomado forma bajo la batuta de sir William Savage, un inglés que residía en Berlín Occidental durante los primeros años de la Guerra Fría. Sir William había sido vicepresidente de una importante constructora, pero, según indicaban los registros, en realidad formaba parte de la inteligencia británica. En cuanto Berlín Occidental se vio asediado, sir William convenció a sus espías clave, un aristócrata alemán y un antiguo oficial de las SS llamado Johannes Diekmann, para que lo ayudaran a establecer una resistencia, por si ocurría lo impensable. Diekmann le sugirió reclutar a varios individuos prominentes de la sociedad berlinesa que se dedicasen a informar a los occidentales sobre la importancia de mantener Ubre Berlín Occidental. Diekmann y Savage utilizaron a aquellas personas para realizar una campaña de relaciones públicas, mientras ellos reclutaban en secreto a otra gente capaz de cruzar a Alemania del Este y establecer operaciones encubiertas entre los desafectos al régimen y las clases casi delictivas. Con el paso de los años, conforme aumentaba la tensión, las operaciones de sir William se fueron introduciendo más y más en los países comunistas del Bloque del Este. Aunque, sin duda, al principio las operaciones se financiaban con el dinero de la inteligencia británica, sir William y sus compañeros paladines se esforzaron en montar una base financiera a través de contribuciones corporativas que, en realidad, solo eran parcialmente legítimas. En los ochenta, los paladines tenían una relación compleja y amistosa con algunas de las principales organizaciones criminales de Europa.
Como la Orden tenía nueve paladines en el consejo, cada uno con un voto, la organización no dependió de sir William en ningún momento. De hecho, Savage había nombrado a amigos y familiares para el consejo, empezando con los maridos de sus hijas, los padres de Jack Farrell y Robert Kenyon, además de dos empresarios italianos con los que había tenido una larga relación de amistad, Giancarlo Bartoli y su padre.
En la época de la reunificación alemana, lord Robert Kenyon representaba los intereses de sir William en el consejo. Después de la muerte del sir, Robert Kenyon asumió el puesto de su abuelo con toda la autoridad de un paladín. Cuando Luca y Jack Farrell se hicieron paladines, el mundo había cambiado. La amenaza del comunismo había desaparecido, y los paladines respondieron cambiando la misión de la Orden de los Caballeros de la Lanza Sagrada. Lo que no había cambiado, al menos hasta la muerte de Robert Kenyon, era el control de los paladines. La facción de sir William, de cinco miembros, superaba los cuatro votos de Johannes Diekmann, lo que suponía dirigir todos los asuntos de la Orden, ya fuesen grandes o pequeños. Eso significaba que, hasta 1997, los paladines no aprobaron ninguna actividad que no redundase en interés de la corona británica, aunque fuese en pequeña medida.