»Por supuesto, era demasiado para cualquiera, y Pedro estuvo a punto de fallecer, pero no soltó la lanza sagrada. Se aferró a ella durante trece días antes de morir, algunos dicen que asesinado. Sea cual sea la verdad, la historia acabó para él el día 20 de abril de 1098.
—¡El 20 de abril! ¡Es el cumpleaños del Führer! —exclamó Himmler.
—A mí también me pareció una señal prometedora —afirmó Rahn, temiendo mostrar demasiado entusiasmo.
—Pero, ¿qué le pasó a la lanza?
—Al morir Pedro, la lanza quedó al cuidado de su señor feudal, Raimundo de St. Gilíes. Según los testigos, Raimundo le había hecho un relicario. Según lo habitual en la época, no debía de ser demasiado impresionante, ni muy grande, aunque sí lo decoró con oro y cubrió la tapa con las perlas y rubíes que tenía en su tesoro personal. Después hizo que unos sacerdotes armados protegiesen su reliquia día y noche, y la llevaba consigo allá donde iba. Debe comprender que la consideraba una reliquia de la Pasión, y algo así servía para comprar un reino en aquellos días. Como es natural, algo de tal valor podía convertir a un hombre muy religioso en un ladrón. Al fin y al cabo, aquel objeto había estado cubierto de la sangre de su Salvador y había demostrado su poder milagroso en Antioquía, ¡y de nuevo cuando Pedro Bartolomé sobrevivió a un tormento que habría matado a cualquier hombre!
»Los sacerdotes de Raimundo se pasaron cinco años transportando la lanza de Antioquía tras él, incluso cuando iba a la guerra, y en cinco años el ejército que marchó detrás de Raimundo no conoció la derrota.
—¡La lanza verdadera! —susurró Himmler.
—Eso parece —admitió Rahn—, pero entonces, en la visita de Raimundo a Constantinopla, desapareció. —Rahn vaciló, observando a Himmler, después a Bachman. Los dos esperaban más, el desenlace de su relato—. Al menos, eso decía Raimundo. Según yo lo veo, tenía buenas razones para mentir y ningún motivo para reconocer que seguía en posesión de la reliquia. Verá, cuando Raimundo salía de Constantinopla, un antiguo rival suyo, el príncipe de Antioquía, lo secuestró. Como era costumbre, exigió un rescate a cambio de su liberación. Obviamente, el príncipe, también cruzado, esperaba recibir la lanza de Antioquía, lo cual es comprensible. Sin embargo, Raimundo le dijo que se la habían quitado en Constantinopla. A pesar de las continuas torturas e interrogatorios durante más de un año, Raimundo se ciñó a su historia. ¡La había perdido! No podía devolver algo que no tenía. Un año después, al parecer convencido, el príncipe aceptó oro en vez de la reliquia que deseaba, y nadie ha vuelto a saber de la lanza desde entonces.
—¡Pero la tenía desde el principio! —exclamó Himmler.
—Si Pedro Bartolomé podía caminar sobre carbones encendidos —repuso Rahn, sonriendo—, Raimundo era lo bastante hombre para soportar la tortura. Después de su liberación, su salud se resintió mucho, por supuesto. Era un anciano al inicio de la cruzada. Sabía que solo le quedaban unas semana de vida, así que arregló sus asuntos lo mejor que pudo. A su hijo ilegítimo, el mayor, le dio el mando de sus fuerzas en el Levante. Al pequeño, su heredero legítimo, las posesiones del Languedoc. Envió al chico a casa en barco y, con el chico, creo que también envió la lanza de Antioquía. —Himmler se retrepó en su silla con los ojos encendidos de pasión—. Ahora bien, tiene que comprender que la lanza no era más que un trozo de hierro retorcido y oxidado. Ni siquiera parecía la punta de una lanza. Eso lo sabemos por las descripciones de los testigos, aunque lo que había inspirado resultaba sin duda milagroso. La historia pasó de unos a otros a lo largo de los años, y la reliquia se convirtió en algo más que un trozo de hierro. En la imaginación de los que la veneraban, el óxido se convirtió en la sang raal, la sangre sagrada. La forma retorcida y corroída se convirtió en la lanza de marfil que derramaba su sangre en un cáliz dorado que nunca terminaba de llenarse.
»Seguir aquella visión era seguir los preceptos de los cataros, anhelar continuamente el mundo del espíritu. Cuando se perdió todo en Montségur, los caballeros entregaron la vida, pero no la reliquia que había inspirado la visión divina. No la entregarían a los odiados sacerdotes de Roma.
»¿Se imagina a más de doscientos hombres, mujeres y niños caminando hacia el fuego del inquisidor en la mañana del 16 de marzo de 1244? ¿Los puede ver salir de la fortaleza y entrar en las llamas sin soltar ni un grito de terror hasta que el fuego los consume? —A Himmler le brillaron los ojos ante la imagen—. No confiaban en la reliquia cubierta de barro encontrada por Pedro Bartolomé. Creían en la imagen divina de la lanza sagrada. Aceptaron el fuego, igual que había hecho Bartolomé.
—Pero, ¿y la lanza? ¿Cree que la enterraron en la montaña, como cuenta la leyenda?
—Nadie lo sabe —respondió Rahn, sacudiendo la cabeza para que hubiese alguna duda—. Vi la imagen de la lanza ensangrentada y el cáliz en una de las cámaras de la Grotte de Lombrives.
—¡Lo menciona en su libro!
—Le enseñé la pintura al comandante Bachman poco después de conocernos. Recuerdas verla, ¿verdad, Dieter?
Los dos hombres miraron a Bachman, que asintió.
—Puede que la escondiesen allí, en Lombrives, supongo, o en cualquier otra cueva de la región. El Monte Tambor está, literalmente, agujereado. Por supuesto, también es posible que la leyenda no sea más que una tontería, como el resto de las historias con las que me he encontrado. Es muy posible que no haya nada que encontrar, que la visión de la lanza ensangrentada no sea más que un don del espíritu que solo esté al alcance de un verdadero cátaro.
Himmler sopesó el asunto con una repentina cautela.
—Entonces, ¿está diciendo que lo único que tiene es la leyenda que le contó un anciano cuando subió a la montaña y una pintura en la pared de una cueva?
—Eso le dije al comandante Rahn hace un par de semanas —repuso Rahn, encogiéndose de hombros—. Es poco prometedor, como le conté, pero desde nuestra charla lo he estado pensando... —Himmler volvió a inclinar la cabeza, pendiente—. Esclarmonde, según la leyenda, tiró el grial en el Monte Tabor. —Himmler esperó, no muy convencido—. El Monte Tabor es el nombre de una montaña al norte de Gallea donde algunos creen que tuvo lugar la Transfiguración, donde Cristo se apareció a tres de sus discípulos como algo más que un ser mortal. Con la lanza ocurre exactamente lo mismo. Era un trozo de hierro que se había transfigurado en algo divino: la lanza ensangrentada de la leyenda del grial de Eschenbach. Además, tenemos el curioso hecho de que la cumbre del Monte Tabor del Languedoc se llame Saint-Berthelemy.
—¿Cree que por Pedro Bartolomé?
—Podría ser otra coincidencia, salvo por el detalle de que las cuevas en las que se tiró el grial, si atendemos a la leyenda, se conocen como el Sabarthés, una simple corrupción del nombre Saint-Berthelemy.
Himmler perdió toda cautela, ¡era la pista que los llevaría a la lanza! Rahn mantuvo la expresión pensativa de un erudito que todavía comprueba una hipótesis de trabajo.
—El ejemplo de valor de Pedro Bartolomé debió de inspirar a los que estaban a punto de enfrentarse a las llamas de la Inquisición, y por supuesto, también él fue víctima del clero y el fuego. La fe convirtió a un sencillo y humilde clérigo en el primer caballero de la lanza ensangrentada.
—¡Pero eso es asombroso! —gritó Himmler, emocionado—. ¡El Sabarthés! ¡La reliquia de Pedro Bartolomé está en las cuevas!
—He tenido las pruebas delante de mí durante estos últimos cinco años —repuso Rahn, sonriendo, avergonzado—, pero hasta que el comandante Bachman no me empujó a que considerase la idea de una expedición no lo vi. Ahora... aunque por supuesto no puedo prometer nada, creo que quizá exista... una pequeña esperanza...
—¿Qué necesita para encontrarla? —preguntó Himmler—. ¡Dígamelo y será suyo!
Rahn consiguió parecer sorprendido, como si no pudiera creerse que Himmler fuese a responder de inmediato, aunque lo cierto era que estaba preparado.
—Estoy pensando... en quizá unos doce o veinte hombres. Tendrían que ser mineros u hombres acostumbrados a trabajar bajo tierra. Si está en alguna parte, será en lo más profundo de la montaña, en algún lugar más allá del alcance de los sacerdotes ladrones. —Se volvió hacia Bachman—. También necesitaré un pelotón de apoyo: transporte, equipo y una base de operaciones. No creo que sea buena idea dejar que sepan lo que buscamos. Quizá los franceses sean reacios a cooperar. De hecho, podrían hacer como si me enviasen a otro lugar, para que nadie sospeche nuestras intenciones reales...
—Eso no resultará difícil —respondió Bachman. Miró a Himmler—. Puede subirse a un barco rumbo a Islandia, en busca de pruebas sobre los hiperbóreos.
—Un barco iría bien —comentó Himmler—. Podemos dar publicidad al viaje, hacer que un doble del doctor Rahn suba a bordo y acabar así con la charada. —Se volvió hacia Rahn—. Pero, dígame, doctor Rahn, ¿cuándo puede iniciar la expedición?
—Quiero visitar en Suiza a algunas personas que han explorado parte de las cuevas. Después me gustaría llegar unos cuantos días antes que el resto de la expedición, para poder establecer un protocolo sistemático de búsqueda. Puedo empezar de inmediato. Si el comandante Bachman puede estar listo en, digamos, un mes, sería perfecto.
—Eso no será problema, ¿verdad, comandante? —le preguntó Himmler.
—Ninguno, Reichsführer.
—Hay otra cosa —dijo Rahn, como si vacilara en interrumpirlos.
—Por supuesto, ¿de qué se trata? —preguntó Himmler.
—Me gustaría ver establecida la Orden de los Cataros dentro de las SS, con la lanza de Antioquía como símbolo, si tenemos la suerte de encontrarla.
—Primero encontremos su lanza, ¿de acuerdo, doctor Rahn? —repuso Himmler, con la indulgencia de un hombre que se sabe más anciano y sabio—. ¡Después nos preocuparemos por su destino!
Bachman estaba contento y no entendía por qué Rahn no lo estaba.
—¡Tienes tu expedición! ¿Qué más quieres? —le preguntó cuando se reunieron para repasar los detalles.
—¿Qué le diremos a Himmler cuando registremos todas las cuevas sin éxito?
—¡Pero sabemos dónde buscar! —repuso Bachman, sorprendido.
—La enterraron, Dieter, porque no querían que nadie la encontrase. ¡Y eso, si existió!
—¡Pero daba la impresión de que no lo considerabas un problema!
—¿A qué nos enfrentamos si volvemos a casa sin nada? —preguntó Rahn enfadado, apartando la vista. —Pero, Otto, dijiste que... —¿A qué?
—A nada bueno, claro... —respondió Bachman, tras meditarlo.
—Voy a necesitar dinero, Dieter. Mucho dinero. —Sin duda, lo que haga falta —le aseguró su amigo arqueando las cejas.
M
ONTE
T
ABOR, EN EL
L
ANGUEDOC
V
ERANO DE 1936
.
DESPUÉS DE PASAR VARIOS DÍAS CON UN VIEJO AMIGO I 1 en Ginebra, Rahn viajó a la Provenza y de allí al Languedoc. Acampó para pasar la noche cerca de las ruinas de Foix, donde Esclarmonde había mirado al sur, hacia el Monte Tabor y el valle del río Ariége. A la mañana siguiente caminó por uno de los senderos más bellos del sur de Francia, el Camino de los Cataros. Era una ruta antigua que empezaba en el valle de los Olmos (Olmés), bajo la falda oriental del Monte Tabor, y seguía por los bordes del pico, donde Montségur defendía la montaña sagrada, para, finalmente, subir hasta la cumbre de Saint-Berthelemy antes de bajar por la falda occidental de la montaña y llegar a las cuevas del Sabarthés.
Aquella noche acampó no demasiado lejos de las cuevas fortificadas de Bouan y Ornolac. Esta última estaba situada más allá de los baños de Ussat y llena de serpientes; la primera era casi un castillo, con su torre del homenaje, escaleras, torres secundarias y un depósito de agua. Siguió adelante, peinando las cuevas subterráneas olvidadas de la región y estableciendo un método de búsqueda. Dos semanas después, con el programa organizado, telefoneó a Bachman para decirle que estaba listo.
Los mineros entraron en el país como miembros de la Thule Society. Bachman, el portavoz del grupo, explicó a los oficiales franceses que el objetivo de la visita era pasar unas semanas explorando el sistema de cuevas del valle del Ariége. El apoyo de Bachman, más de una docena de oficiales de rango inferior de las SS, llegó al país por separado. Cuando no estaban en el campamento haciendo de guardias, se alojaban en distintos hoteles de la región como turistas, normalmente cambiando de ubicación cada semana, aproximadamente. Aunque en apariencia no tenían nada que ver con los miembros de la Thule Society, en realidad eran los responsables de llevar suministros y equipos al campamento, de supervisar el trabajo dentro de las cuevas y de proteger el campo por la noche.
Durante la expedición hubo unos cuantos encuentros con los cazadores de tesoros que trabajaban en las mismas cuevas, aunque Bachman combinaba dinero e intimidación para convencerlos de que se marcharan a buscar a otra parte. Las primeras semanas de la expedición, Rahn y Bachman solían salir del campamento para tomarse una copa en algún local de los pueblos, hasta que una noche un rufián del lugar que había bebido demasiado empezó a quejarse de que los alemanes se habían hecho con la zona. ¿Acaso no se conformaban con contaminar su propio país? La furia del hombre estaba dirigida a los turistas en general, Bachman y Rahn incluidos, pero después Bachman declaró que todos tenían que ir con más cuidado para no despertar sospechas.
Los mineros, por otro lado, no presentaban problemas en aquel aspecto. Desde su entrada en el país parecían haberse fundido con el paisaje. Incluso en el campamento, permanecían apartados y solo hablaban cuando se les hacía una pregunta directa. Rahn pronto supo que eran todos prisioneros a los que habían prometido la libertad condicional al final del viaje.
Para darles otro incentivo más, según le contó Bachman, se les había asegurado una sustanciosa recompensa económica si la expedición tenía éxito. A pesar de las generosas motivaciones, Bachman no confiaba en ellos. Los escoltaban hasta las cuevas al amanecer y, cuando terminaban la jornada, siempre mucho después de la puesta de sol, los llevaban de vuelta al campamento bajo la estricta mirada de los oficiales. Por la noche, dos hombres los custodiaban. Bachman no corría riesgos ni en lo más profundo de las cuevas, siempre había alguien asignado a supervisar su actividad.