El trabajo era laborioso y, a veces, peligroso. Descender por estrechos desfiladeros y profundas grietas era algo rutinario. A veces tenían que abrir canales que quizá fuesen accesibles tiempo atrás, pero que estaban medio tapados. Buscaban vetas derrumbadas y posibles muros falsos. Querían encontrar, como le había dicho Rahn a Bachman en más de una ocasión, una cajita dorada. Estaba convencido, decía, de que la antigüedad se había conservado en el relicario que le había fabricado Raimundo. Aunque podía estar en cualquier parte, por supuesto, él estaba bastante seguro de que se trataba de un escondite capaz de desanimar a los «sacerdotes ladrones».
No iban con prisas, sino que avanzaban por las cuevas de forma sistemática. En muchas encontraron herramientas prehistóricas y huesos, en otras antigüedades medievales. En una cueva, los mineros siguieron una grieta en la tierra hasta un arroyo subterráneo, donde encontraron los huesos de un explorador del siglo XIX. Al parecer, había muerto al caerse dentro. Siguiendo las órdenes de Bachman, dejaron el esqueleto como lo habían encontrado.
Al cabo de un mes, la fe de Bachman empezó a vacilar. Rahn le recordó rápidamente que ya sabía que la aventura podía acabar así. Después añadió que todavía quedaban cuevas por explorar y que no podían desanimarse. Una noche, Bachman se preguntó en voz alta si los cataros no habrían soltado su tesoro en el lago de montaña cercano al pico de Saint-Berthelemy. ¿No existía una leyenda sobre sus aguas? Rahn conocía la leyenda, por supuesto. Se decía que aquellas profundas aguas guardaban el tesoro maldito de la antigua Tebas, pero descartó la teoría de Bachman, explicando que los cataros nunca tirarían una reliquia sagrada a las aguas de un lago impío.
—¡Pero podría estar en cualquier parte! —exclamó Bachman. Rahn se enfadó con sus lloriqueos.
—¡Tú quisiste esta expedición, Dieter, y le prometiste a Himmler Dios sabe qué! Bueno, pues ya la tienes. ¡Así que deja de quejarte!
—¡Pero parecías muy seguro, Otto!
—No hasta que nos pusiste a los dos entre la espada y la pared con tus locas promesas a un demente —respondió él, apartando la mirada para contemplar el valle.
Bachman estaba tan abatido que olvidó defender la cordura de Himmler.
Había cuevas suficientes para una ciudad entera de habitantes. Algunas medían kilómetros, mientras que otras eran simples ermitas que ofrecían unas cuantas habitaciones o algo de cobijo ante el mal tiempo. Muchas no eran más que una profunda grieta en la tierra y un gran pozo debajo. En el interior de las cuevas, Rahn a veces se alejaba de los demás y trabajaba solo. Le gustaba la soledad perfecta de la labor y, conforme pasaban las semanas, se iba solo cada vez con más frecuencia. Había días en que perdía la noción del tiempo. En aquellos momentos, no sabría decir si se había vuelto loco o había alcanzado la cordura completa.
A veces apagaba la luz y pensaba en Elise. Se preguntaba cómo se comportaría con él si Bachman no estuviese siempre acechándolos. Tenía una hija, sí, y era una mujer diferente en muchos aspectos; más cómoda con su destino, al menos, aunque no feliz. ¡Nunca sería feliz casada con Bachman! En la oscuridad recordaba su rostro y pensaba en los tiempos en que todavía no había vuelto a ser la buena esposa.
Había hecho bien en quedarse con su marido, por supuesto. ¿Qué vida podría haberle ofrecido por aquel entonces? Las cosas habían cambiado, claro. A Rahn lo habían hecho famoso, ¡era uno de los nuevos intelectuales! Cuando regresara con la lanza de Antioquía, la lanza ensangrentada de Himmler, quién sabe cómo lo recompensaría el Reichsführer. Sin duda tendría ingresos de sobra para mantenerla, si ella decidía divorciarse.
Le gustaba imaginarse a Elise y Sarah viviendo con él. Pasaba gran parte del día intentando decidir el tipo de casa que comprarían. Quizá algo en Postdam, donde el aire era puro. No necesitaba ir a Berlín más de una o dos veces a la semana, a no ser que quisiera visitar la ciudad. En Postdam tendrían un paisaje precioso del que Sarah podría disfrutar, y él trabajaría a solas en la novela que siempre había soñado con escribir.
Sin embargo, al final tenía que pararse en seco y reconocer la locura de su fantasía. Elise nunca dejaría a Bachman. No era por el dinero, ni siquiera por el cariño, ¡sino por el juramento! No sería capaz de cambiar su suerte, daba igual lo mucho que deseara a Rahn. Se quedaría junto a Bachman hasta el día de su muerte porque había dicho que lo haría. Rahn la amaba y estaba seguro de que ella a él, pero eso no cambiaría su destino... ¡El caballero trovador y su noble dama!
Una noche, seis semanas después del inicio de la búsqueda, Rahn salió dando traspiés de las entrañas de la tierra y se encontró con Bachman.
—¡Estaba escondida en Bouan, Otto! —exclamó su amigo—. A tanta profundidad que casi no la vemos. ¡Estaba cubierta de serpientes!
—¿El qué estaba escondido? ¿De qué me hablas?
—¡La tenemos, Otto! ¡Hemos encontrado la lanza de Antioquía!
La cueva fortificada de Bouan formaba parte de un complejo de cuevas que bordeaba la carretera entre Toulouse y Barcelona, no lejos del puerto de Puymorens. A media altura de un terraplén reforzado con muros acabados en parapetos, había una impresionante entrada realizada por la mano del hombre que conducía a varias cámaras. Rahn la conocía bien y procuró tener cuidado con las serpientes al dirigirse al lugar del tesoro. Los hombres habían limpiado la caja sin que las serpientes mordiesen a nadie (un milagro en sí), aunque lo esperaban para abrir el tesoro. La caja era pequeña, tal como él había dicho, dorada y decorada con diminutos rubíes y perlitas irregulares.
Al abrir la tapa, Rahn vio que una de las bisagras se había aherrumbrado, así que intentó no romper la otra. Dentro encontró un trozo de hierro no mayor que un puño. Estaba colocado sobre un pedazo de lino descolorido. Rahn se lo enseñó a Bachman y a sus hombres. Después se lo llevó a cada uno de los seis mineros que habían estado allí cuando lo encontraron. Los mineros miraban vacilantes el objeto, como si no supieran lo que tenían delante. Nadie dijo nada.
En el exterior de la cueva, de pie en la oscuridad junto a Bachman, Rahn oyó a su amigo decirle:
—Himmler te coronará con laureles por esto, Otto.
—Ha sido obra tuya tanto como mía, Dieter.
—Creía que estarías más contento, amigo.
—Estoy encantado, aunque supongo que algo cansado.
—¡Tengo la cura! Es nuestra última noche aquí; rompamos las reglas y vayamos a tomar una copa al pueblo. ¿Qué me dices?
Las celebraciones llegaron a su fin a última hora de la mañana siguiente, y el pelotón de Bachman se dispuso llevar a los doce mineros de vuelta a Alemania en tres vehículos. Rahn lo hizo con Bachman.
Tardaron tres largos días en llegar a Berlín en coche. Era tarde, así que Rahn se quedó en casa de los Bachman a dormir, en su habitación de invitados. A la mañana siguiente llevaron la reliquia a Himmler, que estaba encantado, por supuesto, aunque, al ver el objeto, fue incapaz de disimular su decepción durante un segundo. Puede que la lanza de Antioquía convenciese a un ejército de cruzados medievales, pero no parecía merecedora de su leyenda en una época menos crédula.
—Ni siquiera estoy seguro de que sea una lanza —se quejó Himmler.
—Puede que no lo fuera —reconoció Rahn—. Hay una escuela de pensamiento que sostiene que, en realidad, se utilizó la punta de un estandarte romano para atravesar el costado de Cristo.
—No lo sabía.
—Eso no es lo importante, Reichsführer, lo importante es lo que inspiraba este objeto. Lo que está tocando es el objeto que, a través de la fuerza de la imaginación de los cataros, se transformó en una visión divina de sangre, marfil y oro.
Himmler asintió e intentó imaginárselo. Al cabo de un momento, miró a Bachman con el aire de alguien que no deja nada al azar.
—Supongo que se habrá ocupado de los mineros.
—En cuanto pisaron suelo alemán.
Himmler cogió de su escritorio cuatro pases para los inminentes Juegos Olímpicos, se los entregó a los dos hombres y les dijo que habían llevado a cabo un trabajo excelente. Se aseguraría de que se les recompensara con creces por el esfuerzo. Sin embargo, hasta que pudiera preparar los honores pertinentes para ello, quería que fuesen sus invitados en los Juegos. Se pasó algunos minutos hablándoles de la importancia de las festividades y de los Juegos para el nuevo papel de Alemania en el mundo. Al terminar parecía distraído, sin duda decepcionado porque la búsqueda del grial no había terminado con una bella copa y su elegante lanza. Solo le faltó sacarlos de la habitación a empujones.
Bachman no parecía haberse dado cuenta, estaba ya saboreando su más que probable ascenso al elevado rango de coronel.
—Ha ido bien —comentó Rahn—. ¿Qué pasa, Otto?
—¿Qué quería decir cuando te preguntó si te habías ocupado de los mineros?
—Los que vieron la reliquia en la cueva podrían haber dicho algo a los demás, así que hicimos que los ejecutaran a todos en cuanto cruzaron la frontera alemana —respondió Bachman—. Por motivos de seguridad.
—¿Que habéis hecho qué? —Rahn se quedó mirándolo horrorizado.
—¡Teníamos que asegurarnos de que el descubrimiento permaneciese en secreto, Otto! ¿Qué habrías hecho tú?
—¿Los habéis asesinado? ¡Por Dios, Dieter! ¡Has matado a doce hombres por esa... esa basura!
—¡Claro que no los he asesinado! ¡Ordené que lo hicieran! Venga, vamos a tomar una copa y una comida decente. ¡Hay que celebrarlo!
—¿Están todos muertos? —preguntó Rahn temblando, a punto de vomitar. Se dejó caer en la silla de su despacho porque ya no podía tenerse en pie.
Cuando Bachman vio que se le llenaban los ojos de lágrimas, le dijo:
—Por amor de Dios, Otto, ¡contrólate! ¿No te diste cuenta o es que estás ciego? ¡Si no eran más que judíos!
Z
ÚRICH
(S
UIZA
)
M
ARTES, 11 DE MARZO DE 2008
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Kate apenas pensaba en el Eiger. No recordaba casi nada de las distintas entrevistas con la policía después de salir de la montaña, ni siquiera el funeral por Robert en la capilla familiar de Devon, poco antes de que se subastase la propiedad. Sin embargo, tenía un vivido recuerdo de estar sentada en Londres con el abogado de la familia Kenyon y su padre. El abogado le había dicho que las inversiones de lord Kenyon poco antes de su muerte habían sido desafortunadas. De hecho, había tenido tanto cuidado en no mencionar la palabra bancarrota, que Kate no entendió del todo la situación hasta que su padre se la explicó después, de manera bastante directa.
Perder el dinero justo después de perder a Robert le había parecido una broma de muy mal gusto para culminar la ruina absoluta de su alma. Ni siquiera le importaba. Durante semanas (que se convirtieron en meses) no notó nada dentro de ella. Incluso se le olvidó la promesa de encontrar al asesino de Robert. Aquel juramento se borró de sus recuerdos, igual que casi todo lo sucedido después de los acontecimientos del Eiger. Giancarlo fue a Zúrich tras la bancarrota; era la segunda vez que se encontraban desde la tragedia. Había encontrado mucha información sobre los austríacos, pero reconocía que no lo llevaba a ninguna parte. Kate escuchó, entumecida, todo lo que le contaba, ya segura de que nunca conocería la identidad del asesino de Robert.
Al separarse, Giancarlo le dijo a Kate que podía quedarse en su casa de Santa Margherita, un pueblo turístico al sur de Génova.
—A veces solo el mar tiene la respuesta —le dijo su padrino.
No quería ir. ¡Había conocido a Robert en Santa Margherita! No soportaría volver. Roland le dijo que precisamente por eso debería ir. No podía enfrentarse a la vida en Zúrich. No pensaba volver a la universidad, no tenía ningún plan, en realidad, así que llamó a Giancarlo para aceptar la invitación. Durante la primera semana en la casa tuvo para ella sola la gloriosa costa de Liguria y la gran villa de Bartoli. Once años después, ya no recordaba qué había hecho aquellos días, aunque sabía que se había mantenido cerca de la casa, como una inválida. Recordaba claramente haberse quedado mirando el lugar en el que había visto a Robert por primera vez. No recordaba las palabras que habían intercambiado aquella noche, pero sí la sensación de estar enamorándose. Once años después, el sentimiento seguía tan vivo como la noche que lo experimentó por primera vez. Frente a eso, las palabras no significaban nada. Ni tampoco las caricias, ni los sabores. Era un momento que se llevaba dentro para siempre, el último recuerdo que tendría antes de morir. El resto de su vida no significaba nada, en comparación. Lo sabía entonces y lo seguía sabiendo. Robert Kenyon era el único hombre al que realmente había amado con toda su alma.
Luca llegó un par de semanas después que Kate a la villa de Bartoli. Afirmó no saber que ella estaba allí, pero se presentó solo y se acomodó en la casa sin sus planes habituales para organizar fiestas o pedirles a los amigos que se pasaran de visita. No la invitó a nadar, ni a dar un paseo. Parecía querer darle espacio. Se reunían para preparar la cena y se tomaban una copa de vino mientras la hacían, pero durante el día cada uno iba por su lado.
Luca tenía la edad de Robert, así que era bastante mayor que Kate. Durante la infancia, Kate lo adoraba, aunque, en realidad, no sabía mucho sobre él. Al final de la adolescencia por fin logró seducirlo..., no le costó mucho. Luca estaba casado y tenía hijos, por supuesto, pero Kate era lo bastante joven para no pensar en las consecuencias de sus acciones. Además, tampoco era la primera aventura de Luca. Unas cuantas semanas bajo el tórrido sol italiano habían hecho que la vida pareciese perfecta, pero el romance empezó a desintegrarse cuando Kate por fin comprendió que no tenían mucho en común. No se le rompió el corazón, sino que, más bien, despertó. Sin embargo, Luca era encantador y estaba lleno de energía, de modo que siguió dentro de su círculo social e interpretó el papel de chica salvaje durante un par de veranos. Todo acabó la noche que vio a Robert Kenyon. No había pasado ni un año desde aquel primer encuentro, aunque a Kate le parecía toda una vida.
Luca había superado de sobra la conmoción por la muerte de Robert y había seguido con su vida, pero dedicaba a Kate una atención y un cariño extraordinarios. Cuando por fin mantuvieron una larga charla sobre él y sobre cómo lo llevaba ella, pareció entender lo que sentía. Aunque puede que todos lo entendieran, ya que solo había que perderlo todo para hacerlo, la empatía de Luca la permitió abrirse y decir las cosas que no podía contarles a los demás. Luca nunca había sido dado a las conversaciones profundas, pero conocía los disparates más extravagantes de la chica y no había secretos entre ellos.