La lanza sagrada (42 page)

Read La lanza sagrada Online

Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La lanza sagrada
12.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Así que los escaladores solo iban a ser testigos —comentó Ethan.

—Pero los contrataron porque no tenían antecedentes, ni relación conocida con Kenyon, ni contigo, ni con el guía. La idea era que informaran de la tragedia y enseñaran a la gente el lugar donde podían encontrar dos de los cadáveres. Si no encontraban el cadáver de Kenyon... bueno, esas cosas pasan en el Eiger.

—Robert no se enteraría de lo que me sucedió hasta un par de días después —añadió Kate.

—Y, cuando vio que la historia que estabas contando era aún mejor que lo que él tenía planeado, no tuvo necesidad de eliminarte.

—Yo ya le había contado todo a Giancarlo. Giancarlo me escuchó sin parpadear y me prometió... me prometió que encontraría al asesino de Robert, aunque fuese lo último que hiciera.

—Él lo sabía todo —le dijo Malloy—. Luca, Jack Farrell, Hugo Ohlendorf, el padre de Farrell y él... todos los paladines en activo.

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —preguntó Ethan—. Es decir, seguimos sin saber cómo encontrarlo. —Miró a Kate—. Porque iremos a por él, ¿no?

—Por supuesto —respondió Kate apretando la mandíbula—. Por supuesto que iremos a por ese hombre.

—De todos modos, seguimos sin saber cómo encontrarlo —murmuró Ethan.

—Giancarlo me lo dirá.

B
ERLÍN
(A
LEMANIA
)

1936-38
.

Siempre había bebido mucho. Era algo que iba con la vida literaria, la necesidad de socializar después de muchas horas volcado en los textos. La cosa empeoró cuando tuvo dinero y compromisos sociales.

Himmler se percató del comportamiento del doctor Rahn a principios de 1937, poco después del ascenso de su subordinado, y se aseguró de que informasen al erudito de lo poco decorosa que resultaba su actitud. El verano de aquel mismo año, Rahn publicó su segundo libro, La Corte de Lucifer. Tuvo problemas con las pruebas de imprenta, mejoras y «aclaraciones» que no aceptó. Al ver que los cambios se hicieron de todos modos para que el libro encajara con la versión oficial sobre la pureza de la raza, Rahn no volvió a decir nada en público sobre los cambios, pero, en privado y entre amigos, dejaba clara su rabia. Eso hizo que creyeran esencial vigilarlo. Y, además, estaba lo del título del libro. Por mucho que Rahn explicara que Lucifer era el que había llevado la luz al mundo, una figura prometeica, siempre quedaba la duda de que el escritor hubiese pretendido clavarle una espina de refilón al Reich de Hitler, o peor, a las SS de Himmler.

Había llegado el momento de que Rahn hiciese frente a la realidad; cuando llegó septiembre, Himmler lo envió a Dachau para que trabajase como guardia hasta diciembre. Regresó escarmentado y obediente, pero por aquel entonces Himmler ya había examinado varios informes inquietantes sobre su comportamiento en el campo, comentarios hechos en confianza a otro guardia y que rozaban la traición; se hizo necesario intervenirle el teléfono y abrirle el correo.

En enero de 1938, uno de los asistentes de Himmler comentó que le daba la impresión de que el doctor Rahn no había entregado su certificado de origen racial. Todos los que se habían unido a las SS a partir de 1935 habían tenido que entregar el formulario. Obviamente, al doctor Rahn lo habían reclutado, por lo que no tuvo que hacer frente a ninguno de los requisitos habituales, y nadie pensó en preguntarle por su pureza racial al nuevo chico de oro del Reich. ¿Suponía un problema? El asistente no se echó atrás. ¡No suponía ningún problema, siempre que entregase el certificado! Himmler respondió que se aseguraría de que se informase al doctor sobre la situación. Se entregaron los papeles. La petición fue educada, aunque firme. Rahn, la prima donna, respondió que se ocuparía de ello y después procedió a hacer caso omiso de la solicitud, como había hecho con todas las solicitudes anteriores.

B
ERLÍN
(A
LEMANIA
)

O
TOÑO DE 1938
.

La primavera de 1938, Hitler anexionó Austria. El hecho de que lo lograra sin disparar ni un solo tiro consiguió confirmar su política dentro del Reich y silenció para siempre las tímidas voces de protesta que pedían moderación. El movimiento hacia el este no era agresión, sino reunificación. Austria y Alemania no eran dos naciones, sino una. Como si quisiera confirmarlo, el destino hizo que hubiese dos equipos de escaladores en la inexpugnable cara norte del Eiger el mes de julio de ese año, uno austríaco y otro alemán. Después de subir velozmente por gran parte de la roca, los equipos ataron las cuerdas justo bajo la cima y finalizaron juntos la escalada en un solo equipo. Para conmemorar el triunfo, el Führer les dio la mano a todos ellos y aprovechó de nuevo la ocasión para hablar del destino de Alemania y, por supuesto, de la supremacía aria.

En un acto que apenas tuvo trascendencia en el mundo exterior, aunque fue celebrado con gran pompa en el Keich, Hitler trasladó la lanza de San Mauricio del museo de Schatzkammer en Viena a la catedral de Nuremberg, donde había estado tiempo atrás como parte de la insignia del Sacro Imperio Romano. Algunos creían que se trataba de la lanza que había atravesado el costado de Cristo, y se decía que la había encontrado la madre de Constantino en Jerusalén. Las narraciones de su historia la situaban en las manos de reyes guerreros como Atila el Huno, Carlomagno, Otto el Grande, e incluso Napoleón. La leyenda decía que el que la poseyera tendría el futuro del mundo en sus manos. Al llevarse la lanza a Nuremberg, Hitler estaba, en efecto, reclamando la autoridad del difunto Sacro Imperio Romano y asumiendo la gloriosa tradición de los reyes guerreros que habían portado la lanza del destino de triunfo en triunfo.

Una vez instalada la reliquia en Nuremberg, Hitler ordenó a los principales historiadores y eruditos de Himmler que preparasen una historia detallada de la lanza, que confirmasen con el examen académico las locas leyendas sobre aquella reliquia tan bien conservada. Obviamente, Himmler habló con su mejor hombre. En un tratado lleno de tediosa documentación, el doctor Rahn concluyó que la antigüedad recién adquirida por Hitler, aunque sin duda poseía una larga historia dentro de las casas reales europeas, se había fabricado en el periodo carolingio, en el tiempo de Carlomagno, unos ocho siglos después de Cristo. Según escribió, la lanza de Longino, que se guardaba en el Vaticano, era mucho más antigua y poseía un origen más creíble. Era probable que aquella lanza fuese la reliquia que los peregrinos que iban a Jerusalén en el siglo VII afirmaban haber visto. La habían llevado a Constantinopla después de la caída de la ciudad ante las fuerzas de Mahoma. Después de romperse de forma inexplicable, la punta había ido hasta París con la corona de espinas a través de Venecia, cuando Balduino II de Constantinopla vendió varios objetos sagrados a Luis IX, en el siglo XIII, para financiar las destrozadas defensas de su imperio. Aunque fue venerada durante varios siglos, desapareció al inicio de la Revolución Francesa, a finales del siglo XVIII. El asta de la lanza quedó en poder de los turcos en 1452 y se envió a Roma en 1492, cuando el sultán Bajazet se la entregó al papa Inocencio VIII. Rahn comentó que también era candidata a la autenticidad (y probablemente se trataba de la genuina) la llamada lanza de Antioquía, encontrada y perdida de nuevo durante la primera cruzada. La lanza podría haber salido de Jerusalén unas cuantas décadas después de la crucifixión.

Como Himmler era un hombre concienzudo, leyó el informe de Rahn antes de pasárselo a Hitler. Cuando se dio cuenta, con creciente horror, de que el doctor consideraba que la preciada reliquia era una falsificación medieval, no tuvo más elección que hacer que algunos de los subordinados de Rahn reescribiesen el informe. Por cuestiones de prestigio, mantuvo el nombre original en el documento, pero ordenó que enviasen al historiador al campo de trabajo de las SS en Buchenwald.

Sólo la súplica apasionada del coronel Bachman consiguió que el doctor Rahn sirviese como guardia en la prisión, en vez de acabar como recluso.

Elise notó por primera vez el cambio de Rahn durante las Olimpiadas de 1936. Aquel verano todos estaban de un humor excepcional... salvo él. Al principio creyó que se debía a su tendencia a la melancolía; había visto la misma mirada vacía en él cuando dirigía su hotel en Francia. Después de la emoción de su súbita fama, era comprensible que se deprimiera un poco. Pero no se le pasó. De vez en cuando lo veía reírse, pero sin alegría, e incluso cuando miraba a Sarah, a quien adoraba, parecía nostálgico y triste. Su ingenio se agudizó. El cinismo de la mediana edad se hizo más continuo y cruel. Tenía un conocimiento enciclopédico de todos los enigmas, pero ya no le quedaba pasión.

Después de aquel verano hubo más mujeres y algunas historias realmente horrorosas, a decir verdad. Elise escuchaba las versiones censuradas de Bachman de los cotilleos que había visto y oído, e intentaba no parecer afectada. Ella decía que todo se debía a la bebida, y Bachman lo animaba a contenerse, aunque, en secreto, Elise sabía que el alcohol no era más que el disparador. Los problemas de Rahn eran mucho más profundos.

Después de su periodo de servicio en Dachau, a finales de otoño de 1937, intentó con ganas volver a ser el viejo Otto, pero se quedó en el intento. Su alegría era excesiva y a destiempo. Hablaba de escribir no un libro, sino cuatro o cinco a la vez. Incluso había vuelto a una novela que había iniciado años atrás. Obviamente, nada salía en claro de aquellos planes, y sus sonrisas, tan amplias y desesperadas, se volvieron tristes después de una temporada. Pareció envejecer, se le cayó el pelo, la piel se le tornaba cenicienta. Engordó. Seguía siendo un hombre atractivo, pero, con treinta y cuatro años, entró de repente en la mediana edad. Bachman y él ya no se diferenciaban tanto; empezaron a encajar como los ancianos desparejados que a veces se sentaban juntos en las peores cafeterías, incluso en el detalle de los hombros hundidos.

En un arrebato de pasión juvenil, Elise le había dicho una vez que quería pensar en él sentado para siempre en la hierba, bajo las ruinas de Montségur, con ella a su lado, escuchando el viento e imaginándose que eran las voces de los mártires de la fe. Eso ya no era lo que le venía a la mente cuando pensaba en Otto Rahn. La vida se había cerrado en torno a ellos, ensuciándolo todo. Lo recordaba vomitando después de beber demasiado. A veces pensaba en él en Francia, cuando era director de hotel. En sus pesadillas se lo imaginaba montando guardia en un centro de detención. En los días buenos, era el pesado académico que hablaba a las damas berlinesas sobre un Lucifer, que, al parecer, había tenido mala prensa en Roma, cuando en realidad era un tipo bastante fascinante...

Cuando examinaba las razones de su ruina, siempre pensaba en Bachman. Puede que no fuese justo, porque Rahn había elegido por sí mismo, pero era un espíritu libre, tan emocionado por... todo... ¿Cómo lo había perdido? La respuesta estaba clara, aunque no fuese del todo justa, ni precisa: Bachman se había pegado a la vitalidad de Rahn y le había chupado la vida, convirtiéndolo en una persona tan gris y vieja como él mismo. Elise se había enamorado de él, pero, al final, su alma había sido para Bachman. Las noches que pasaban con él, la comida del domingo a la que Rahn casi siempre asistía para ver a Sarah, era el modo en que Rahn presumía de su última conquista: el adúltero domado y roto.

Bachman se habría sorprendido de saber lo que su mujer pensaba. En realidad quería mucho a su amigo, nunca decía ni una mala palabra sobre él y le preocupaba de verdad que sus acciones lo enfrentaran a Himmler. Una vez, en pleno arrebato de inquietud, había dicho de Rahn: «¡Con toda esa inteligencia! ¿Por qué no se da cuenta de que se está destruyendo?». Hablaba de un informe que Rahn había enviado a Himmler, razón de su exilio en el centro de detención de Buchenwald, aunque también podría haberlo dicho sobre otra docena de incidentes similares.

E
NERO DE 1939
.

Cuando Rahn regresó de su visita a Buchenwald en enero de 1939, no intentó ser diligente en su trabajo, ni agradable en sociedad. Empezó a decir cosas que no era sabio decir. Bachman hizo caso omiso de algunas, aunque otras veces se enfadaba. ¿Es que quería que los matasen a todos?

—¿Acaso ahora matamos a las personas por lo que piensan, Dieter?

—Las matamos por mucho menos, Otto, como bien sabes. Por favor, ten cuidado. Estás caminando por la cuerda floja.

—¿Porque no le dije a Hitler que su lanza era genuina?

—Tus problemas son más graves que un simple informe, pero es una estupidez que prefieras la verdad al sentido común.

—Quería la historia de su lanza, y yo se la di.

—¡Quería que confirmasen su opinión! —Bachman esbozó una sonrisa muy fría—. ¿Y quién eres tú para decir que se equivoca?

—¡Un experto!

—¡Es por tu actitud, Otto! ¡Estás sentado a la derecha del segundo hombre más poderoso de Alemania y te comportas como si todo esto no fueses más que una enorme molestia para ti!

—¿Se te ha pasado por la cabeza que quizá el problema no sea mi actitud..., sino la de todos los demás?

—Tómate una copa, Otto. Me asustas cuando estás sobrio.

No era siempre así, por supuesto. No podrían haberlo soportado si su malhumor hubiera sido continuo. A veces les hablaba sobre una chica que había conocido, y llegó a afirmar que pensaba pedirle matrimonio. Ni Elise ni Bachman la conocían, porque él era muy reservado al respecto, pero les aseguró que les gustaría. Después sonrió y dijo que estaba pensando en invitar al Heini a la boda. El Heini era Heinrich Himmler, y solo sus amigos íntimos y los locos se referían a él por su apodo. Rahn no era un amigo íntimo.

Bachman contestó que el Reichsführer estaría encantado con la invitación.

—Al menos, eso hará que se fije en que estás sentando la cabeza. ¿Quién sabe? ¡Puede que asista! Me ha dicho más de una vez que tu problema es singular: debes casarte y tener hijos. Si no, no tendrás nada que ancle tus sentimientos.

—Astrid me anclará con fuerza al suelo —les dijo Rahn—. Cambiaré, ¡os lo prometo! ¡Ya lo veréis!

—¿Cuándo se lo vas a pedir? —le preguntó Elise.

—Estoy reuniendo valor, pero creo que pronto.

—Yo no lo retrasaría —repuso Bachman, con una mirada de advertencia que notaron tanto Elise como Rahn. Estaba a punto de suceder algo terrible.

Other books

The Knight in History by Frances Gies
Flawless by Lara Chapman
Wreckers Must Breathe by Hammond Innes
The Lesser Kindred (ttolk-2) by Elizabeth Kerner
A Forest Divided by Erin Hunter