Luca iría a verlo a Mallorca el lunes con tres pasaportes inmaculados, le quedaban menos de cuarenta y ocho horas de espera. Aunque Chernoff se rindiera rápidamente, lo que no era probable, creía poder disponer de ese tiempo, aunque, claro, no estaba seguro. La asesina podía haber llegado a un acuerdo. A cambio de una celda privada con ventana podría haberles contado dónde encontrarlo. En cualquier caso, esperar allí era mejor que arriesgarse a cruzar alguna frontera. Quizá hubieran descubierto ya sus alias. Ni siquiera los pasaportes lo libraban de todos los problemas. Los números de teléfono y pisos francos en los que antes confiaba podrían convertirse en trampas. Sus amigos y contactos podrían estar vigilados o listos para entregarlo a cambio de su propia libertad. Casi todas las personas que conocía se habían convertido en amenazas en potencia, así que no se trataba tan solo de un cambio de nombre: iba a tener que empezar de nuevo.
M
ALLORCA
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SPAÑA
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OMINGO, 16 DE MARZO DE 2008
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Armados con gafas de visión nocturna y chalecos antibalas, Ethan y Malloy ascendieron por las colinas en paratas de la granja de Bartoli, bajo la luz de una pálida media luna. Finalmente se detuvieron en una cresta a poco más de cien metros del muro exterior.
—Esta es la zona —dijo Ethan comprobando el GPS. Aparte de la Cok del ejército que llevaba en el cinturón, cargaba con un fusil Doble-Star Patrol con silenciador. La mira de visión nocturna acoplada era una Morovision740 G3. El arma estaba configurada como el popular M4 que usaban los pelotones de tanques estadounidenses. Tenía un cañón corto y un cargador curvo similar al del Kalashnikov. Contaba con varios cargadores de recambio, aunque ninguno de los dos esperaba necesitarlos. Tras cargar el primero, metió una bala en la recámara y echó un primer vistazo por la mira.
—Bonito —susurró.
Malloy sabía que estaba examinando un paisaje nocturno que, de repente, se había vuelto verde. Un punto rojo de luz servía para apuntar.
—Puedes probar a mirar por allí —comentó Malloy, señalando a las paratas, a un punto equidistante de la casa.
Examinó de nuevo el área para asegurarse de que no había nadie. Ethan colocó el fusil en un trípode y seleccionó un solo disparo. Se tomó un momento para calmarse y apretó el gatillo, apuntando a un grupo de olivos retorcidos. El silenciador era de última generación, y solo el mecanismo que expulsaba el casquillo hacía un poco de ruido. Ethan jugueteó con la mira y volvió a probar. Después de un tercer disparo dijo:
—Todo bien. Después se volvió hacia la casa.
Malloy llevaba un escáner térmico Mil-Cam LE. Era capaz de encontrar imágenes térmicas incluso a través de muros de piedra. En la primera exploración de la casa no encontró a nadie en la planta baja. En lo que Kate había dicho que era el dormitorio principal, en la planta de arriba, descubrió dos lecturas de calor, de un hombre y una mujer, ambos en la misma cama. En la caseta de entrada, a unos ochenta metros al sur de la parte delantera de la casa, encontró a dos hombres en dormitorios separados. Según Kate, la caseta la utilizaba el personal de seguridad, normalmente gente de Bartoli cuando él ocupaba la casa. De lo contrario, no había nadie. Aquellas personas eran, sin duda, los guardaespaldas de Kenyon.
Malloy le pasó a Ethan el escáner y señaló a la casa, dejando que localizara al hombre y la mujer.
—¿Qué te parece? ¿Irina Turner?
—Con mucha suerte, sí —susurró Ethan.
Malloy utilizó su móvil y oyó la voz de Kate.
—Sí.
—Hay un hombre y una mujer el dormitorio principal. Dos hombres en el piso de arriba de la caseta, dormitorios separados.
—Tres minutos —contestó ella.
Él se lo dijo a Ethan y siguió examinando el patio. Había una amplia zona de césped bien iluminada delante de la casa, después la caseta y el muro. Al otro lado del muro, al este, había unas rocosas tierras de pastos que daban a una pared de roca natural y a la montaña que quedaba detrás. Al oeste, la meseta continuaba casi un kilómetro antes de elevarse abruptamente y convertirse en terreno montañoso. En aquella zona, Malloy encontró algunos edificios, incluida la cabaña del guardes. El guardes estaba en la cama con su mujer, que también era gobernanta y cocinera. Según Kate, era una granja en funcionamiento, aunque, aparte del guardes y su esposa, todos los trabajadores vivían en el pueblo, a cinco kilómetros montaña abajo.
Siguió observando las lecturas de calor en busca de un vigía, pero la colina estaba tranquila. Poco más de un minuto después de la llamada a Kate, Malloy oyó el gemido lejano de una avioneta. Movió el escáner para apuntar por encima de la casa y vio las formas frías y oscuras de los cantos rodados que fortificaban la parte de atrás de la granja. Las rocas se elevaban de manera casi vertical unos treinta metros. Más allá de los cantos rodados solo veía más rocas y ascensos escarpados, un refugio seguro para un escalador. Los cantos rodados estaban a unos trescientos metros, todavía dentro del alcance del arma de Ethan.
Bajó por los muros exteriores con el escáner y se detuvo para echarle otro vistazo a la caseta. Los dos hombres seguían sin moverse. En la casa, Kenyon daba vueltas en la cama.
Malloy oyó a Kate por el intercomunicador.
—Estoy a quinientos metros.
Un instante después se apagaron las luces de seguridad que rodeaban la casa, y toda la montaña quedó a oscuras.
David Carlisle no había vuelto a dormir bien desde que saliera de Nueva York. Quería echarle la culpa a los vuelos de Hamburgo a Nueva York y de Nueva York a Mallorca, con las seis franjas horarias en medio, pero sabía que no era eso. Lo cierto era que, de repente, se sentía vulnerable y, peor aún, no podía hacer nada para remediarlo, salvo esperar. Dos noches sin dormir se habían convertido en tres.
Se levantó y arrastró los pies a oscuras hasta el baño del dormitorio principal. Mientras se lavaba las manos con la luz encendida, examinó su rostro en el espejo. Había sido David Carlisle durante once años, incluso para sus amigos íntimos. Lord Robert Kenyon estaba muerto. No quiso ni deslices, ni rumores. Nadie lo había llamado Robert ni una sola vez. Hasta él mismo se consideraba David Carlisle, aunque, claro, no había sido difícil. El nombre no forma parte de la esencia de un hombre. El nombre se puede cambiar y seguir siendo la misma criatura. La voz interior no tenía nombre, cosa que descubrió después de matar a Robert Kenyon. Un nombre no era más que una comodidad para uso del mundo exterior, no un camino hacia el interior. Lo curioso era que había llegado a comprender que un nombre sí servía para unirte al mundo. Sin él, su esencia seguía inalterable, pero no estaba conectado a nada. Eso significaba que, en aquel preciso instante, se encontraba sin identidad y, por tanto, sin anclaje. ¿Era David Carlisle o un fugitivo? ¿O debería considerarlo en términos de su siguiente alias..., sean cuales fueran el nombre y la nación que Luca decidiera asignarle? ¿O se había convertido en el resucitado lord Kenyon, a pesar del nombre de su pasaporte nuevo? En las listas de los más buscados, seguro que aparecería como Robert Kenyon, con todos sus títulos incluidos. Se imaginaba cómo utilizaría la prensa amarilla el asunto, con el inevitable sobrenombre de «el asesino inglés». Sin embargo, como todavía no había pasado nada, ¿seguía siendo David Carlisle?
Apagó la luz. Hasta entonces nunca había tenido problemas para distinguir el yo, el mí y el tú de sus pensamientos, la sagrada trinidad de su cabeza. Los alias no habían sido más que instrumentos, pero ya no estaba tan seguro: era un hombre en una isla viviendo en lo alto de una montaña..., nada más.
Volvió a la cama y miró la hora en el reloj digital: las doce y cincuenta. Allí estaba él, en plena noche, pensando en chorradas. En realidad, era una hora muy apropiada para irse a dormir, de no haber estado tan cansado por culpa de las dos noches en vela. Se dejó caer en la cama y abrió los ojos. Tenía insomnio. Sonrió. En los viejos tiempos, cuando le hacían algo despreciable a una mujer, se pinchaban diciendo: «¡Espero que puedas dormir por las noches!». ¡Eso sí que era una estupidez! La culpa no impedía dormir a nadie, sino el miedo y la preocupación. Miró a Irina, sin verla. La mujer había hecho todo lo posible por cansarlo antes, y ahora dormía el sueño de los justos, aunque fuese una zorra asesina. Todavía recordaba su rostro al ejecutar a los agentes españoles y estadounidenses en el aparcamiento de Newark. Se notaba que le gustaba. Para él, matar no era nada agradable. Mataba por una razón y, cuando acababa, punto. Aparte de la adrenalina que generaba el miedo a que lo cogieran o asesinaran, no sentía nada cuando quitaba una vida.
En vez de encender la luz y leer, como seguramente habría hecho de estar solo, se quedó tumbado en silencio, intentando poner la mente en blanco. No tenía nada de lo que preocuparse. El mundo seguiría adelante, daba igual lo que sucediera. Iba a tener que hacerlo como siempre o perecer, como le pasaba a todo el mundo. No había motivo para perder el sueño por ello.
Para Irina, empezar de cero siempre había sido parte de su plan. Se había llevado un tercio de la fortuna de Jack Farrell a cambio de su trabajo y había renunciado a una vida de confidencias al servicio de uno de los capitanes de Hugo Ohlendorf. Así se había ganado una nueva identidad y un asiento en el consejo. Él le había llevado su nuevo pasaporte a Nueva York, y juntos habían salido del país, después de teñirle un poco el pelo para disfrazarla. Ella decía que le resultaba liberador convertirse en otra persona. Por supuesto, mientras lo decía todavía estaba manchada con la sangre y el hedor de los asesinatos. ¿Era liberador? Pensó en sus primeros días como David Carlisle. Había sentido algo de placer, sí. Volver para asesinar a los que habían ido tras él resultó ser una experiencia especialmente liberadora, pero, en general, no tenía claros sus sentimientos al respecto y, sin duda, no era algo que quisiera hacer dos veces en la vida.
Contempló la sombra de Irina a su lado. Podría haberse ido después de los dos primeros días en la granja, como tenían previsto inicialmente: celebrarlo un poco y separarse, para que ella pudiera empezar con su nueva vida. Cuando tuvieron noticia de lo precario de la situación de Carlisle, Irina decidió quedarse. Podría pensarse que lo había hecho por lealtad, pero conocía demasiado bien la naturaleza humana y sabía que la mujer estaba tomando posiciones. Con Helena descartada, alguien tenía que sustituirla. ¿Quién mejor que su protegida? Incluso había mencionado que podría quedarse con la red de Hugo Ohlendorf. Al menos no le faltaba ambición.
No sabía cuánto tiempo llevaba tumbado en aquella penumbra, entre el sueño y la conciencia, intentando resolver
asuntos que tenían que resolverse. Puede que lograra dormirse en algunos momentos, aunque siempre acababa despertando. Quizá fuese una crisis de identidad. Entonces pasó algo, un sonido. Se espabiló y prestó atención. No, un sonido no. En realidad había estado oyendo un sonido que, de repente, había cesado. La casa estaba demasiado en silencio. Entonces cayó en la cuenta: antes funcionaba una bomba, que se había parado a medio ciclo. Se volvió y vio que el reloj digital estaba apagado. Miró por la ventana y contempló el cielo de color gris. Las luces de seguridad que siempre iluminaban la noche tampoco funcionaban.
Alguien había cortado la electricidad.
M
ALLORCA
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SPAÑA
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16 DE MARZO DE 2008
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KATE SE DEJÓ CAER DEL CESSNA A DOSCIENTOS METROS de altura. El viento le soplaba en los oídos como si fuese un huracán y el corazón le latía a mil por hora, a reventar de adrenalina, como siempre le sucedía cuando saltaba de un avión y empezaba la caída libre. Adoraba el terror de la aceleración, los segundos que se alargaban eternamente en su camino hacia el suelo.
Hasta el salto, Kate solo pensaba en acabar con su objetivo. Su objetivo. Bonita forma de llamar al hombre con el que se había casado. Se había ocupado de los detalles como hacía siempre que planificaba un trabajo. Una vez terminada aquella fase, todo salía según lo previsto... o no. No podía ajustarse ni modificarse nada, y no se podían prever más contingencias de las contempladas. De repente, dejó de ser el objetivo para convertirse en Robert: el traidor, el mercenario, el asesino, el mentiroso, el ladrón. Su ex, en todos los sentidos negativos que podía tener la palabra.
Cuando todavía estaban hablando del hombre que había matado a Robert, T.K. elaboró un perfil del culpable y sugirió que se trataba de un cobarde sin el valor suficiente para ocupar
se de sus propios problemas. Era un insulto reconfortante contra un adversario odiado y todavía desconocido. Ahora que sabía quién era el hombre que buscaba, Kate no estaba todavía lista para reconocer nada parecido. Estaba convencida de que Robert tenía valor. Se defendería y la mataría, si podía. Sin embargo, había algo en su carácter que no lograba definir. Por muy sociópata que fuera, aquel hombre tenía sentimientos. «Corta la cuerda». La había empujado a posta y la había lanzado al precipicio. Kate era consciente de ello, pero Robert sabía que estaba atada a un anclaje. Empujarla no era un intento de asesinato, y no había cortado la cuerda, como tendría que haber hecho de haber deseado asesinarla. Le había dicho a uno de los austríacos que lo hiciera, casi como una idea de última hora.
¿Por qué? El rostro que veía ante ella mientras caía al abismo todavía la preocupaba. Nunca había entendido aquella expresión, aunque le daba la impresión de que quizá su marido se hubiese enamorado de ella, en cuyo caso, sería una expresión de pesar. Sin duda, había representado muy bien el papel de amante cariñoso y, en aquellos últimos días, lo había visto cada vez más pensativo, como si le diese vueltas a alguna decisión. La noche del Eiger parecía melancólico. ¿Había estado considerando sus opciones, preguntándose si, aparte de todo lo demás, debía perderla a ella también? ¿Había estado pensando en... no matarla? ¿En decirle que tenía problemas y esperar que no lo abandonara? Debería haber sabido que solo tenía que preguntarlo, que ella se habría ocultado con él. No albergaba duda alguna sobre el hombre al que amaba; la única moralidad que le importaba era el amor. Entonces, ¿por qué Robert no le había dicho nada? ¿Por qué la había llevado a la montaña para matarla?