—Seguramente se reuniría con su contacto en Hamburgo.
—O con los Brand.
—¿Todavía no ha vuelto al hotel? —preguntó Carlisle, mirando la hora.
—Ni rastro de él.
—¿Qué están diciendo los agentes Sutter y Randal sobre nuestro hombre?
—Están desilusionados. Se suponía que iban a reunirse con Malloy esta mañana, pero los ha dejado plantados.
—Vale, llámame cuando aparezca.
—Lo sabrás en cuanto lo sepa yo. ¿Estás bien? ¿Puedo enviarte algo?
—Todavía estoy un poco nervioso.
—Puedo mandarte a una chica, si quieres.
—¿Y por qué no vienes tú? —repuso Carlisle, después de pensárselo un momento.
Chernoff no respondió de inmediato, aunque al final dijo:
—¿Crees que es buena idea?
—La verdad es que no se me ocurre ninguna idea mejor.
E
L
A
USSENALSTER
(H
AMBURGO
).
El día estaba nublado y borrascoso, lo peor para un crucero. Les venía bien porque, incluso siendo sábado, día en que los barcos estaban abarrotados, no había mucha gente. Malloy subió a bordo temprano, pidió una taza de café y un cruasán, y se dirigió a la cubierta superior, en la que apenas se veía un alma. Cuando la tripulación empezaba a retirar la plancha de abordaje, una pareja joven apareció corriendo por la plaza y subió al barco. Malloy los estuvo observando hasta que el joven lo vio. Después se retiró a un banco y esperó.
La pareja apareció pocos minutos después, vestidos de forma cómoda para la salida, con gorros de lana, gafas de sol, voluminosas bufandas de punto y grandes chaquetas. Se sentaron al otro lado del pasillo sin dar signos de haber visto a Malloy y contemplaron la orilla mientras el barco se alejaba del puerto.
Las pocas personas que estaban en la cubierta superior duraron pocos minutos en ella, ya que el viento frío las empujó al interior. Cuando solo quedaban Malloy y la pareja, él les preguntó en inglés:
—¿Alguna prueba de que habéis entrado en el país?
—Somos buenos —respondió Kate.
—Siento haberos avisado con tan poca antelación, pero vamos a tener que encontrar a Jack Farrell antes de que lo detenga la policía alemana.
—Ayudaremos en lo que haga falta —respondió Ethan.
—Creo que podríamos empezar secuestrando a Hugo Ohlendorf.
Ethan se puso en tensión de inmediato. El contacto de Ohlendorf con Xeno era un detalle que Malloy había eliminado de su investigación, pero a Hugo Ohlendorf lo había encontrado Ethan. Ohlendorf representaba los intereses de cuatro ancianos que se sentaban en el consejo de administración de la Orden de los Caballeros de la Lanza Sagrada. Al morir Robert Kenyon, el consejo, que se hacía llamar el Consejo de los Paladines, lo formaban Ohlendorf, Jack Farrell, el padre de Farrell, Luca Bartoli, Giancarlo Bartoli y Robert Kenyon. Después de la muerte de Kenyon, David Carlisle y Christine Foulkes habían reemplazado al lord y al padre de Jack Farrell. Al contar con el voto de cuatro paladines, Hugo Ohlendorf era, al parecer, una fuerza considerable en vez de una minoría, como cuando vivía Kenyon.
Los Caballeros de la Lanza Sagrada se habían formado en los días posteriores a la construcción del Muro de Berlín, en el verano de 1961. En aquel momento, el único objetivo de la Orden era alertar a las conciencias occidentales sobre la desesperada situación de Berlín Occidental. Conforme se redujo el peligro inmediato, los Caballeros de la Lanza Sagrada se dedicaron a intentar eliminar las restricciones para viajar a la Alemania del Este y, finalmente, a luchar por una Alemania unida. Por el camino, si es que no fue así desde el principio, los paladines también colaboraron en secreto con varias agencias de inteligencia occidentales para desestabilizar distintos regímenes al otro lado del Telón de Acero.
Después de la caída del Muro, la Orden se centró en apoyar causas humanitarias en países destrozados por la guerra, empezando por los distintos conflictos de los Balcanes de principios y mediados de los noventa. Ethan y Malloy creían que los trabajos humanitarios de los paladines podían haberles ofrecido una tapadera excelente para una actividad encubierta continua. Sin duda contaban con unas redes en el viejo bloque del Este que los hacían útiles, pero no quedaba muy claro qué era lo que hacían exactamente, ni para quién lo hacían.
Como todas las partes involucradas en la bancarrota de lord Kenyon también eran paladines, Ethan sostenía desde hacía tiempo que el asesinato había tenido motivos políticos, una especie de golpe. A primera vista, la teoría tenía sentido: suponiendo que existiese un cisma, la facción Farrell Bartoli podría haber actuado contra Kenyon. Lo que no tenía sentido era que Kenyon no viese el problema. Si había tensiones con sus antiguos aliados, ¿por qué arriesgar su fortuna en un negocio con ellos?
Después de la rotunda afirmación de Malloy sobre Hugo Ohlendorf, Kate sonrió alegremente y respondió:
—¿Quieres secuestrar al fiscal local?
—Antiguo fiscal local —la corrigió él.
—¿Crees que podría decirnos algo sobre Farrell?
—Eso es lo que necesito averiguar. Está relacionado con los bajos fondos de Hamburgo, así que puede ser el vínculo entre Jack Farrell y Helena Chernoff. Pero no tengo pruebas que apoyen la teoría.
—Si hablamos con Ohlendorf quizá podamos olvidarnos de Farrell —sugirió Ethan—. Es decir, la idea es descubrir lo que le pasó a Kenyon.
—Podemos preguntarle —respondió Malloy—, aunque la situación ha cambiado. Tengo que encontrar a Farrell antes de que lo hagan los alemanes, así que el primer punto de la agenda es averiguar si Ohlendorf puede decirnos cómo encontró Farrell a Chernoff.
¿Cómo quieres hacerlo? —preguntó Kate. En cuanto sepamos que Ohlendorf está en casa, nos meteremos dentro y lo sacaremos. Os dejaré a vosotros dos la organización. Tengo un sitio preparado en el barrio de St. Pauli para interrogarlo durante todo el tiempo que queramos, pero lo difícil va a ser llevarlo hasta allí.
Ethan sacó un GPS portátil y le pidió a Malloy la dirección de Ohlendorf y del piso franco. Malloy le dio la información. Mientras Ethan estaba con ello, Malloy les dijo en qué hotel de la Neustadt se alojaba y el número de habitación, y le entregó una llave a Kate.
—¿Qué vamos a hacer con la mujer y los hijos? —preguntó Ethan, sin dejar de mirar la pantalla. A Malloy le parecía algo alterado por la idea de secuestrar a alguien como Ohlendorf, aunque intentaba no demostrarlo.
—Dímelo tú. Lo que sé es que su mujer y su hija estarán en casa. Si tenemos mala suerte, su hijo de veintitantos, que estudia en Berlín, podría estar pasando el fin de semana con ellos. Y podría haber servicio doméstico interno.
—Mala cosa —repuso Ethan, mirando a Kate para ver cómo se lo tomaba—. Son demasiadas variables, ni siquiera conocemos su rutina.
—Tendremos que enfrentarnos a lo que surja —dijo Kate.
Ethan asintió, pero no estaba contento.
Después de un par de paradas, el barco salió del lago y siguió un canal hacia los enclaves más ricos de Hamburgo. Las mansiones de distintos tamaños y estilos se alineaban junto al agua. Casi todos los hogares tenían algún tipo de muelle en el canal, y algunos contaban con barcos adecuados para el Aussenalster, que era relativamente poco profundo, aunque la mayoría se trataba de lanchas motoras que también podrían navegar por el Elba. Poco después de entrar en los canales, Malloy señaló con la cabeza un palacio blanco bien colocado en medio de un jardín de estilo español. Una alta verja de hierro forjado rodeaba la propiedad, y un yate Bayliner de diez metros esperaba anclado en el muelle.
—La casa de Ohlendorf —aclaró.
Ni Kate ni Ethan respondieron. Se limitaron a observar la propiedad mientras el barco avanzaba en paralelo a ella. Después, Malloy quiso saber qué pensaban.
—Tiene un perro, quizá dos —respondió Kate—, una cámara en el muelle, probablemente otra en la puerta principal. Por lo demás, seguridad básica. La forma más segura de entrar, teniendo en cuenta el tiempo del que disponemos para organizado, es no hacer caso de la alarma, y entrar y salir antes de que la policía pueda reaccionar.
—Con una casa de ese tamaño —añadió Ethan— es muy posible que haya una doncella interna. Si es una pareja, el hombre se encargaría de la propiedad y quizá sirviese también de guarda de seguridad.
—Lo que no podemos permitirnos es perder tiempo dentro asegurando el lugar —dijo Kate—. Tendremos un problema bien gordo si el hijo está dentro o si Ohlendorf cuenta con alguien entrenado para enfrentarse a allanamientos.
—¿Y una habitación del pánico? —preguntó Malloy.
—En cuanto entremos en la propiedad saltará el aviso de la alarma. Si no introducimos un código en pocos segundos, la alarma se disparará —le dijo Kate—. Digamos que nos enfrentamos a un macho alfa ex fiscal y a un guardaespaldas que no quiere parecer cobarde delante de su jefe. Me parece que, si tienen una habitación del pánico, la mujer y la chica entrarán, y los chicos irán a por sus pistolas.
—Probablemente se daría la misma situación si Ohlendorf esta solo —añadió Ethan—. Por lo que sé de él, es un loco de las armas, pertenece a un par de campos de tiro. También es una especie de groupie de la policía, así que no querrá que sus colegas lo saquen de una habitación del pánico. Como estamos tan lejos, los polis tardarán un poco en responder. —Fijó la vista en el mapa virtual del navegador—. Diría que tenemos de ocho a quince minutos desde que suene la alarma hasta que lleguen.
—No es mucho tiempo para neutralizar a un hombre con un arma dentro de su propia casa —respondió Malloy.
—El problema no es ese —le aseguró Kate—, sino salir.
—Las carreteras no son buenas —dijo Ethan, asintiendo, sin levantar la mirada del mapa—. Se puede avanzar bastante, pero al final te quedas atrapado entre puentes y canales. Solo hay unos cuantos puntos de huida, y seguro que los polis los conocen. Vamos, que les pagan para proteger a esta gente.
—¿Podemos sacarlo por el agua? —preguntó Malloy.
—Tendremos barcos de policía que vendrán por el lago —respondió Kate—. Si nos ven (y seguramente seremos los únicos que estemos en el lago) podría ser mucho peor que las carreteras.
—Tienes un máximo de seis minutos para salir de la casa y llegar al primer muelle —le dijo Ethan, sin apartar la vista en ningún momento del GPS—. Digamos... cuatro minutos dentro de la casa..., podríamos salir del lago antes de que oyesen la alarma.
—Si nos vamos por agua no quiero utilizar el primer muelle —dijo Kate—. Quiero estar más cerca del centro, con un coche esperando para poder perdernos entre el tráfico. Y tenemos que estar en el lado oeste del lago, así no habrá que usar los puentes. ¿El barrio de St. Pauli, decías?
Malloy asintió.
—Aquí, el muelle en la Alte Rabenstrasse —sugirió Ethan, dando un golpecito en la pantalla.
—Debería estar bien por la noche —respondió Kate, mirando la pantalla—. Aunque todavía podríamos enfrentarnos a un barco de policía rápido. Si sucede, todos los polis de Hamburgo sabrían nuestra posición.
Guardaron silencio, pensándoselo. Finalmente, Ethan dijo: —Creo que puedo engañar a un barco de policía para
que vaya en otra dirección.
—¿Cómo? —preguntó Malloy.
—Yo me encargo —repuso el otro, sonriendo—, pero vamos a necesitar un coche limpio que pueda sacarnos del muelle y meternos en la ciudad.
—Tengo algo que podríamos usar —dijo Malloy.
—Pues pon un coche en el muelle esta tarde, y yo me encargo de la policía del lago —le aseguró Ethan.
—¿Cómo vamos de equipo? —preguntó Malloy.
—Me parece que no habrá problema —respondió Kate.
—¿Y el barco?
—Si nos consigues el coche para la huida, nosotros nos encargamos de llegar al lago y encontrar un barco —dijo Kate—. Los barcos son fáciles.
—¿Nos encontramos en el hotel de la Neustadt sobre las diez?
—Seguramente lleguemos a las cuatro o así, si no te importa —repuso Kate—. Quiero intentar comer algo y quizá dormir un par de horas antes de salir. Ya sabes, por si resulta ser una noche larga.
B
ERLÍN
(A
LEMANIA
)
O
TOÑO DE 1931
.
Rahn le escribía cartas a Elise casi todos los días. Le hablaba 0 re el Languedoc, el cielo y las montañas; describía las vidas había desenterrado en alguna biblioteca polvorienta; le decía los nombres de las ruinas que antes fueran ciudades, muchas más de las que había podido enseñarle; a veces hablaba de los amantes de los que quedaba constancia, casados con terceros y siempre deseando lo imposible, aunque fieles en todo momento a su promesa hasta el final de sus días. Le decía que, hasta conocerla a ella, el dolor que describían le había parecido un artificio poético, un suntuoso vacío que se hacía pasar por amor verdadero. Sin embargo, ahora sabía que lo que escribían era auténtico, y le preguntaba si había algo más bello que despertar cada día con la esperanza de recibir una carta suya. ¿Había algo más puro que el recuerdo de aquel beso en Montségur que, según él, permanecería grabado para siempre en su alma? Sin embargo, con aquellos sentimientos llegaba la atroz necesidad del deseo insatisfecho, la sensación de haber sido amenazado, apaleado y dado por muerto. ¿Cabía la posibilidad de volver a verse en un futuro? ¿Podía esperar al menos eso?
No le parecía posible vivir sin ella y, sin embargo (escribía), los días seguían pasando. Cuando exploraba una cueva, se imaginaba cómo sonreiría ella ante su labor, y eso le daba fuerzas. Cuando leía o releía las narraciones sobre batallas, o cuando un anciano le contaba otra historia más que nadie había registrado, algo que el anciano le había oído a los ancianos de hacía cincuenta años, Rahn ya no se paraba a pensar en cómo plasmarlo en su libro, sino que calculaba su valor por un solo parámetro: ¿le gustaría a Elise?
Le dijo que había hecho lo correcto al rechazarlo aquella noche, aunque sin referirse concretamente a la noche en cuestión. No debió pedirle que traicionase su juramento de fidelidad, pero, si ella supiera lo mucho que la había deseado, quizá lograse perdonarlo. Ella respondía a las cartas asegurándole que no había nada que perdonar, sino todo lo contrario, ya que se pasaba los días arrepintiéndose de lo que le había dicho.
Solo quería hacerlo feliz, y sabía que había fallado, con lo fácil que le habría resultado concederles a ambos lo que sus corazones tanto anhelaban, aunque fuese solo una vez. Quizá ardiera en el infierno por pensarlo, pero desearía haber ido a su habitación, tal como él le había pedido.