Malloy había seguido como analista lo suficiente para terminar sus veinte años de servicio y asegurarse una pensión con la mitad del sueldo. Después se largó. Los ataques del 11 de septiembre sucedieron unos cuantos meses después, así que acabó volviendo como analista externo tras la desgracia, pero al menos, podía realizar su trabajo desde su casa de Nueva York. Durante el año anterior, Malloy había reactivado algunas de sus antiguas redes y había empezado a viajar de nuevo con sus distintos pasaportes. Llevaba una década sin hacer trabajo de campo y, a veces, le daba la impresión de que había perdido la ventaja en un juego que no perdonaba. Peor aún, sus contactos habían envejecido y estaban más nerviosos; ya no les gustaban los grandes riesgos tanto como cuando eran jóvenes. Así que empezó con la nueva generación e hizo lo que pudo por ponerse en forma.
Con sus investigaciones ocasionales para la agencia, la pensión, una herencia familiar y algunas inversiones ambiciosas, aunque modestas, Malloy tenía unos ingresos decentes, como siempre. Solo había tardado unos cuantos años en recordar la sabiduría de su juventud, pero, al acercarse al choque frontal con los cincuenta, volvió a tenerlo todo muy claro: podía hacer lo que quisiera, solo debía estar listo para pagar el precio. No era un pensamiento profundo, sino algo en lo que había creído toda la vida, pero, al perder el trabajo en el que centraba su existencia y sumirse en la desesperación del retiro a la tierna edad de cuarenta y dos años, le costó un poco superar la idea de que Charlie Winger había acabado con él. Lo cierto era que tenía que avanzar, y para eso antes necesitaba caer, así que lo había permitido. Una vez pasada aquella fase, lo que quería era trabajar, aunque fuese por su cuenta, y eso lo llevó a sus antiguos trucos.
En el Metropolitan Museum of Art, Malloy subió sin prisa los amplios escalones que daban a la entrada del edificio.
Puro hábito: cuando vas a una reunión urgente, nunca debe parecer que eso es justo lo que estás haciendo. Mientras subía, echó un vistazo a los estudiantes y turistas que descansaban en las escaleras. No era más que un hombre disfrutando de una escena juvenil en una borrascosa tarde de primavera. Los chicos tirados sobre los escalones de piedra tenían esa actitud ociosa que los jóvenes dominan tan bien. Le gustaba pensar que él era diferente a aquella edad, aunque no era cierto: como los chicos que tenía delante, de joven no tenía ni idea de la riqueza que poseía con los bolsillos vacíos y una sonrisa ingenua. ¡Ay!, ¡la de cosas que podría hacer si todavía dispusiera de la misma inocencia!
Una vez en la cola para comprar la entrada, Malloy examinó un folleto sobre una próxima exposición que su mujer, Gwen, quería visitar. Gwen sabía muy poco sobre la vida profesional de Malloy, ya que lo había conocido poco después de su jubilación. Era consciente de que había trabajado en el extranjero durante varios años, y él la había dejado creer que estaba en el Departamento de Estado como perito contable. Gracias a su dilatada experiencia en el juego, sabía que decir que era contable solía acabar con todas las preguntas sobre su vida profesional. El aspecto pericial despertaba un poco la curiosidad de Gwen, pero no pasaba nada, no le importaba que su mujer lo considerase una especie de detective. En cualquier caso, el resto quizá fuese algo más de lo que ella podía aceptar. Una vez le preguntó por las heridas. «Una visita al Líbano —le contestó él, lo cual era cierto—, me confundieron con otra persona», lo cual no era tan cierto. La primera misión de Malloy; en una sola tarde había perdido a todos sus activos, es decir, a la gente que había reclutado, y aprendió mejor que de ninguna otra forma a no volver a contarle la verdad sobre nada a nadie.
Gwen era pintora, con mucho éxito en los últimos años. En su mundo, lo que ella decía era cierto, y dividía a sus conocidos entre los que le caían bien y aquellos a los que evitaba. Sabía que su marido tenía armas y estaba entrenado para usarlas, pero nunca las tocaría y prefería no tener que verlas jamás. A Malloy le parecía bien. Con Gwen podía ser... bueno, no exactamente él mismo, ya que solo lo era cuando trabajaba. Sin embargo, al menos con ella se sentía satisfecho. Vale, mejor llamarlo por su nombre: con Gwen era feliz.
Su mujer era una buena persona con un punto de desobediencia hacia la autoridad que ambos compartían. Le gustaba pensar que había logrado su transición sin ayuda, aunque era consciente de que solo había conseguido volver a ponerse en pie porque Gwen lo amaba. La verdadera lástima era que ella nunca llegase a saber lo mucho que había hecho por él; era lo único que lamentaba.
Después de comprar la entrada, Malloy deambuló por las colecciones de Roma y Grecia, deteniéndose de vez en cuando, como si estudiase los rostros de piedra, aunque en realidad memorizaba las caras de las personas de la sala. Quería estar seguro de que nadie lo seguía sin que se diese cuenta. Seguramente se trataba de buenos chicos, pero nada lo irritaba más que dejar saber a los demás lo que estaba haciendo.
Vio a una chica guapa de pelo largo con minifalda examinando un mosaico con náyades de largos cabellos, y se paró un momento a reflexionar en lo poco que habían cambiado las cosas en dos mil años, al menos en lo referente a los peinados, las jóvenes y el eterno erotismo de las fantasías del macho de la especie. En la siguiente sala, la chica apareció otra vez y se esforzó de nuevo por no mirarlo a la cara. Lo habría tomado por una coincidencia si creyese en tales cosas, pero no era así, de modo que la perdió con un desvío rápido.
La joven lo esperaba, aunque algo ruborizada al ver que la despistaban tan fácilmente, cuando llegó al centro del laberinto del museo: la impresionante colección medieval del Metropolitan. La sala estaba casi vacía, salvo por la chica de pelo largo y una rubia alta treintañera que examinaba un tríptico bizantino con demasiado interés. ¡Jane estaba contratando a niños! Sin embargo, recordaba lo joven que era él cuando lo reclutó, acribillado a balazos y desesperado por conseguir una segunda oportunidad.
Jane era buena, dirigía espías de la misma forma en que los mejores espías dirigían a sus activos: pagaba, mimaba, engatusaba, pagaba un poco más y demostraba tener corazón, siempre que sirviese a un propósito. En dos o tres años, la chica más joven iría al fin del mundo por Jane y, probablemente, no la verían hacerlo. La treintañera ya estaba en aquel punto y bien podría haberlo seguido sin que se diera cuenta. Si Jane quería ver muerto a Malloy, la rubia también lo habría hecho sin el menor remordimiento. Era algo a tener en cuenta.
En el otro extremo de la habitación había un vigilante sentado en una silla, con aire satisfecho; no tenía pinta de ser uno de los de Jane. Cuando dos chicos entraron corriendo en la sala y lo despertaron con sus gritos, él fue obedientemente detrás de ellos. Los chicos sí que podían haber sido cosa de Jane. La joven del pelo largo se dirigió a otra sala más pequeña, y Malloy la siguió, como si tuviesen una cita.
Jane Harrison contemplaba una ballesta de fíbula bizantina, un arma que podía llevarse con una mano como si fuera una pistola y que servía para matar a unos dos o tres metros de distancia. No solo era mortífera, sino también muy ornada. Malloy nunca había apreciado el arte bizantino, que le parecía demasiado teórico para su gusto, aunque opinaba que sus armas demostraban mucha imaginación... era el verdadero arte de aquella cultura adoradora de Dios y amante del oro.
Jane había entrado en ambiente; como no quería que la vieran, se había decidido por el estilo desaliñado: grandes gafas cuadradas con un buen par de manchas, nada de maquillaje e incluso los pasos algo tambaleantes de una anciana. Llevaba el pelo alborotado, lo que le daba el aspecto de una esquizofrénica un poco desequilibrada, con una expresión que decía: «¡Háblame si te atreves!».
El toque final de su disfraz eran unos zapatos desgastados y a punto de romperse por el tacón, porque los profesionales siempre miraban los zapatos. Jane creía que las ancianas desaliñadas con abrigos desaliñados eran invisibles al ojo humano (el prototipo de terroristas sigilosos), como ella misma le había explicado hacía años. Afirmaba haber hecho experimentos que lo probaban: mete a quince personas en una habitación y pide a unos agentes entrenados que recuerden hasta el último detalle de cada individuo. De la anciana desaliñada no solo se olvidaba el color de pelo, y la altura y el peso exactos, sino que, en el sesenta y dos por ciento de los casos, ni siquiera se recordaba su existencia... o eso decía Jane. Jane hacía dudar a Malloy: mentía con tanta seriedad y de manera tan continua que nunca se sabía lo que era verdad. Daba igual que una frase no tuviese importancia; mentir era un arte que se empleaba en todas las ocasiones, porque puede que un día te salvara la vida. Merecía la pena ser bueno contando mentiras y aún mejor detectándolas.
En aquel caso, si no era cierto, tendría que haberlo sido, aunque la anciana no fuese invisible para él. En su opinión, Jane era sencillamente asombrosa, y eso que él admiraba a muy Pocas personas: su padre, su madre, Gwen y Jane Harrison.
Confiaba en algunas más, pero, curiosamente, tanto su padre como Jane no entraban en esa categoría.
Al examinar su disfraz resultaba difícil creer que Jane fuese la actual subdirectora de operaciones de Langley y casi imposible imaginar que empezase su carrera con un trabajo de campo dentro de las células terroristas italianas, donde farfullaba tonterías marxistas y hacía el amor sistemáticamente.
—Mil Madonnas —masculló Malloy— y te encuentro admirando la única arma de la sala.
—Aquí no hay mil Madonnas, T.K.
Malloy miró a su alrededor, donde varias Madonnas rígidas sostenían a sus hombres en miniatura, con sus halos y su viejo gesto hippy de la paz.
—Pues da esa impresión —repuso.
—¿No eres fan del arte bizantino?
—Hacían buenas armas.
—¿A que sí? —comentó ella, sonriendo al fin.
Jane se volvió y se dirigió a una pintura bastante primitiva de la crucifixión. Malloy la siguió, pasando por delante de una Madonna con su hijo. Al pasar junto a ella para ver una crucifixión un poquito más interesante, Jane le dijo:
—¿En qué me has metido, T.K.?
Malloy examinó la segunda crucifixión. La lanza de Longino acababa de atravesar la carne de Cristo y la sangre manaba como una fuente. Un hombre con túnica de seda estaba al pie de la cruz, recogiendo la sangre en un cáliz dorado. Era ciencia mala (si Cristo estaba muerto después de atravesarlo la lanza, era imposible que sangrase así) y arte malo, sin duda, pero lo que lo sorprendió fue la idea de la sangre en sí. La mente medieval creía en su poder sobre todas las cosas. Era la sangre que manchaba la lanza, el cáliz, las espinas y la cruz lo que hacía que aquellas reliquias fuesen las posesiones más valiosas de la fe. Tampoco era la misma sangre de la eucaristía, no para aquella gente, ya que habían sido capaces de entregar reinos a cambio de la más leve insinuación de una mancha de la sangre del Salvador.
—¿Estás hablando de Jack Farrell? —preguntó, fingiendo su sorpresa como un experto.
Jane estaba detrás de él, un poco hacia un lado, como si ella también examinase el arco de sangre que salía del cadáver colgado y caía en la copa.
—Se suponía que era una operación discreta, T.K.
—¿Qué quieres que te diga? Creía que no huiría.
—No es la huida lo que interesa a los medios, sino que robase quinientos millones de dólares antes de largarse.
—Que se llevase a su secretaria tampoco ha ayudado.
—La secretaria ha sido la guinda... desde el punto de vista de los medios.
Jane sonaba cansada, frustrada y cabreada, con razón. Puede que Jack Farrell hubiese provocado el problema, pero ella culpaba a Malloy.
Se acercó a otro cuadro, mientras él seguía de pie delante de Longino y la lanza. Si se paraba a pensarlo, la lanza sagrada era un símbolo de curiosa ambivalencia: normalmente se trataba de un instrumento de muerte violenta, pero su uso en un hombre vivo crucificado habría sido un acto de piedad. Era comprensible que se tratase de la reliquia más popular de la Europa del medievo: un arma que todos conocían y comprendían. En los tiempos modernos su popularidad había crecido con la idea de que quien poseyese la lanza verdadera tendría en sus manos el destino del mundo. Al parecer, Hitler estaba fascinado por el tema y había sacado de Austria la que él consideraba la lanza verdadera, después de subyugar el país en 1938. Guardó la reliquia en la catedral de Nuremberg hasta el final de la guerra, según algunos, y era el tesoro supremo del Tercer Reich.
—Me dijiste que podrías convertir a Farrell en un activo.
Malloy resistió el impulso de confesar que se había equivocado. Las confesiones, aunque fuesen genuinas, no servían más que para contrariar a Jane, a quien no le había gustado la idea de captar a Jack Farrell desde el principio. Tal como ella lo veía, Farrell era demasiado importante, demasiado público. Además, si de verdad estaba conectado con las familias del crimen europeas, tendrían que haber elegido a otra persona para reclutarlo. Malloy era más valioso para sus operaciones clandestinas. Lo cierto era que él quería a Farrell por sus propios motivos, así que había afirmado, sin ofrecer pruebas, ser la única persona capaz de reclutarlo.
Jane había llegado a vieja porque no confiaba en nadie, y mucho menos en sus espías.
—Me estás ocultando algo —respondió.
Como siempre, él le estaba ocultando mucho. Lo que le había dicho a la subdirectora era que, si iban detrás de Jack Farrell, quizá lograsen entrar en las familias criminales más importantes de Europa. Eso había logrado captar la atención de Jane. En realidad, ¿estaba Farrell tan sucio? Malloy había mentido con convicción absoluta: estaba seguro.
Jane tenía gente en casi todas las ciudades europeas importantes. Conocía a las principales familias y a los políticos que las protegían. Tenía una idea razonable de las actividades a las que se dedicaban y un cálculo aproximado del dinero que se movía. ¿Qué más podía ofrecerle Jack Farrell?
«Con Jack Farrell tendré las cuentas bancarias de los jefes», le había dicho Malloy. Aquello había suscitado unas cuantas preguntas: ¿cómo había dado con Farrell? Malloy respondió que era un tipo interesante. Jane se rio de él y le dijo que eso no era una respuesta. ¿Qué le gustaba de Jack Farrell? Sus viejos amigos, los que en aquellos momentos procuraba evitar.