Dejó la cuerda un poco floja y sostuvo un extremo en cada puño. Le daba la impresión de que el hombre estaba a su derecha, no justo encima de ella, pero no estaba segura. No podía arriesgarse a un deslizamiento. Si no acertaba, no habría nada que detuviese su caída. Necesitaba saber su posición, aunque eso significase delatarse.
—Por favor —susurró, y apenas reconoció su voz—, no me haga daño.
El asesino parecía haber estado esperando algo similar, porque empezó a bajar la pendiente rápidamente. Kate averiguó su posición al instante y, dando un salto, comenzó a deslizarse. La fuerza del impacto hizo que se resbalase por los brazos del hombre y se diese contra sus piernas. Una vez logró que perdiera el equilibrio, Kate le pasó la cuerda por las rodillas y rodó debajo de él. Tensó la cuerda y dejó que el impulso lo lanzase pendiente abajo. El hombre gritaba como loco, pero ella siguió tirando, frenando conforme él aceleraba. Cuando por fin soltó la cuerda, el asesino chilló.
Oyó su cuerpo golpearse contra el glaciar tres o cuatro segundos más tarde. Después, solo quedó el viento.
Kate se puso a cuatro patas, llamando a Robert. Se arrastró por la rampa hasta llegar a la repisa donde su marido había estado sentado.
—¡¡Robert!!
Solo obtuvo silencio. Se dijo que no lo habían matado, que no habían subido a la montaña solo para eso. ¡No! ¡Lo que querían era secuestrarlo! Estaba atado, amordazado... en alguna parte. ¡Estaba allí! ¡Tenía que estar allí!
—¡¡Robert!!
Kate salió de la oscura repisa, pero solo encontró dos mochilas y un par de sacos. Cogió una linterna de una de las mochilas y echó un vistazo a su alrededor. El equipo de Robert no estaba. Se volvió, salió de la repisa y cruzó la rampa, enfocándolo todo con la linterna. Siguió escalando un poco más, llamando a su marido una y otra vez. De nuevo, no obtuvo respuesta. Pensó que Robert estaba en otra parte, pero, incluso mientras se susurraba aquella mentira para intentar soportar los segundos siguientes, sabía que no había ninguna otra parte. De haber estado vivo, habría estado allí. Y no lo estaba.
Lo llamó de nuevo, pero se le rompió la voz. Robert no estaba. Se dejó caer de rodillas y se tapó la cara con las manos.
Cuando terminó de llorar, Kate recuperó uno de los sacos de dormir y se metió dentro para poder descansar una hora.
Se despertó con la luz de la luna y descubrió que le dolía todo el cuerpo. No le parecía posible moverse, aunque sabía que debía intentarlo. La luz de la luna iluminaba la zona, así que volvió a la repisa sin usar la linterna para registrar las mochilas en busca de equipo. No encontró crampones, pero si piolets y cuerdas, cascos con luz, comida, fuego, agua y aspirinas. Incluso encontró el hornillo de Alfredo. Pensó en seguir ascendiendo, pero conocía mejor la bajada, ya que la había hecho dos veces. Si se metía en problemas, sabía dónde podía parar y esperar a que la rescataran. Tenía fuego, comida y ropa para sobrevivir unos cuantos días, si no le quedaba más remedio.
Acampó en un trozo nevado cuando por fin se ocultó la luna. Al amanecer siguió descendiendo; el cuerpo le temblaba con cada movimiento. Encontró a dos escaladores a última hora de la tarde.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó uno de ellos mientras esperaban al rescate por helicóptero.
Ella sacudió la cabeza, no quería decirlo. Los médicos también quisieron saberlo, pero Kate se negaba a hablar. Estaba demasiado cansada, demasiado dolorida y demasiado asustada para revivirlo. Lo entendieron o, al menos, creyeron entenderlo.
Fue el instinto lo que la silenció. Alguien había enviado a aquellos hombres a por Robert, estaba segura, y el que lo había hecho seguía allí fuera. Si mentía sobre lo sucedido, quizá el asesino pensara que estaba a salvo. Seguramente decidiría que ella tenía demasiado miedo para buscarlo. Sin embargo, lo haría; acabaría con él o moriría en el intento.
Cuando tuvo que hablar y no pudo seguir escondiéndose detrás de la excusa del cansancio, ya estaba fuera de la montaña, mintiendo a salvo en el hospital. Les dijo que su marido, su guía y ella habían decidido unirse a dos hombres que esperaban llegar a la cima a la luz de la luna llena, los cinco en dos cuerdas. Apenas habían empezado cuando el líder del equipo perdió un anclaje y cayó sobre su grupo. La fuerza de la colisión había roto también su anclaje, así que los cinco escaladores se habían deslizado por la rampa, enredados en las cuerdas. Les contó que, al empezar a rodar, logró cortar la cuerda, pero los otros ya habían caído por el borde.
Su historia presentaba algunos problemas, como el intercambio de los equipos y las cosas que faltaban. ¿Por qué llevaba una de las mochilas de los otros? ¿Cómo había perdido sus crampones? ¿Qué le había pasado a su mochila? Les dijo que no lo sabía, que encontró el equipo después de perder el suyo. Le contestaron que eso no tenía sentid y la presionaron para que les diese más detalles, pero Roland hizo algunas llamadas de teléfono y, al día siguiente, el interrogatorio terminó. No hubo más preguntas. Los periódicos recibieron la historia, y la versión ofrecida por Kate acabó grabada en piedra.
Los suizos hicieron una búsqueda en helicóptero a primera hora de la mañana siguiente a que Kate por fin reuniese las fuerzas suficientes para decirles a las autoridades dónde había pasado todo exactamente. Para entonces, una tormenta de nieve había cubierto los cadáveres y los equipos. Se realizó otra búsqueda en el verano, aunque sin éxito.
Todos decían que el Ogro se había cobrado otras cuatro víctimas.
Z
ÚRICH (SUIZA)
D
OMINGO, 24 DE FEBRERO DE 2008
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A LA FIESTA DE INAUGURACIÓN DE LA FUNDACIÓN Roland Wheeler solo se podía acceder mediante invitación. Entre las grandes figuras que honraban la lista había políticos, consejeros delegados y los directores de las fundaciones y museos más prestigiosos de Zúrich. Naturalmente, los filántropos de la ciudad acudieron en masa, ya que nunca perdían la oportunidad de echar un vistazo a lo que ofrecían los demás. Para que la gente no pensara que el acontecimiento solo trataba de poder y dinero, la hija de Wheeler, Kate Brand, extendió la mitad de las invitaciones a músicos, pintores, arquitectos importantes, autores y eruditos. La lista se cerraba con unos cuantos fanáticos del alpinismo, amigos de Kate y su nuevo marido, Ethan. Viejos, jóvenes, ricos, sabios, locos o bellos: todos aportaban algo a la ocasión. Era el tipo de grupo que Roland habría reunido, de haber estado vivo para hacerlo.
Puede que el capitán Marcus Steiner, de la policía de Zúrich, fuese el invitado más curioso de la lista. Veterano con más de veintinueve años de servicio, Marcus se había abierto paso en la vida de manera silenciosa, casi podría decirse que encubierta. Su participación en anteriores funciones de aquel tipo se había limitado a la seguridad, pero, en aquella, era un invitado genuino... y estaba tan perplejo como todos los demás. Obviamente, a Marcus no le resultaba difícil encajar. A diferencia de la mayoría de los polis del mundo, él disfrutaba de la compañía de los ricos. Al inicio de su carrera, había descubierto que los ricos pagaban bien por los favores una vez llegaban a conocerlo y comprendían que había pocas cosas que no estuviese dispuesto a hacer por el precio adecuado.
Por supuesto, Marcus era consciente de que había personas en la fiesta que suponían que Kate lo había invitado por pura bravuconería, ya que se rumoreaba desde hacía años que Roland Wheeler había amasado su fortuna robando cuadros en otros países y vendiéndolos a coleccionistas suizos. Al hacerse mayor, según decían los mismos rumores, le había pasado el testigo a su única hija. Nadie podía probarlo, claro, pero, en realidad, tampoco es que se esforzaran mucho en hacerlo. Roland Wheeler había comprado su entrada en la sociedad suiza mediante fastuosos regalos a la ciudad, ayudado además por los secretos que guardaba a sus clientes suizos. Por otra parte, los robos que sucedían al otro lado de las fronteras de Suiza no eran problema de los suizos.
A Marcus no le importaba que se hicieran algunos comentarios sarcásticos a sus expensas. La ocasión era demasiado grandiosa para perdérsela, y a su carrera tampoco le venía mal relacionarse con aquel tipo de personas. No fue dando su tarjeta de visita, pero no dudaba en contarle a todo el mundo dónde trabajaba. Al fin y al cabo, alguien podría necesitar su ayuda algún día, así que tenía mucho sentido hacerles saber dónde encontrarlo.
Mientras iba de habitación en habitación, Marcus disfrutó enormemente leyendo los nombres de los distintos cuadros. Tanto que apenas prestó atención a los cuadros en sí. Pero, ¿a quién le importaban? Rothko, de Kooning, Pollock, Kandinsky, Picasso: ¡echaban pintura en el lienzo y valía más de lo que a él le pagaba la ciudad en una década!
Se mareaba de pensar en el valor de todo aquello, sobre todo teniendo en cuenta que Roland Wheeler había empezado su carrera en el East End londinense como un vulgar ladrón. Después de una serie de encuentros con la policía y una condena que no llegó a ejecutarse por posesión de bienes robados, Wheeler se marchó a Alemania. En Hamburgo su vida cambió a mejor: se casó con una guapa inglesa, encontró trabajo en una galería de arte y, finalmente, nació su hija. Aunque nadie sabía mucho sobre los primeros pasos profesionales de Wheeler, pocos años después tenía su propia tienda en Hamburgo, otra en Berlín y una tercera en Zúrich. Había pulido todas las aristas de su pasado en el East End. Roland Wheeler se había convertido en un hombre respetable. Después de la muerte de su mujer a principios de los noventa, había dejado Alemania para mudarse a Zúrich. La mudanza parecía haberle ido bien, porque, en los años siguientes, se hizo extremadamente rico.
—Casi cien millones —calculó un invitado cuando Marcus le preguntó por el valor de la colección que la hija de Wheeler había donado a la ciudad.
—¿De francos? —preguntó a su vez él impresionado.
El hombre, que era inglés, esbozó una rígida sonrisa.
—Libras esterlinas..., al menos en un buen día. Diría que francos suizos en un mercado débil.
Marcus, que había adquirido un Monet de Wheeler en octubre de 2006, preguntó por la situación del mercado en aquel momento. ¿Era un buen momento para vender?
—Depende por completo de la obra de la que hable, supongo —respondió el inglés, evitando contestar. Le echó un vistazo al reloj, los zapatos y el corte de la chaqueta de Marcus, que no daban ninguna pista sobre él. Podía ser un respetable funcionario o un hombre con diez millones de francos. De tratarse de una cantidad mayor, todos los de la sala lo sabrían. Los suizos eran un pueblo muy educado, por norma general, pero muy cotillas en temas monetarios. —Un Monet, por ejemplo.
—¿Tiene un Monet? —preguntó el hombre arqueando una ceja.
El alemán del caballero inglés era impresionante: dominaba un sarcasmo muy sutil con solo cambiar la inflexión de la voz. Por supuesto, la ceja arqueada también ayudaba.
—Uno pequeño —respondió Marcus, a punto de ruborizarse.
Hizo el gesto de guardarse un lienzo bajo la chaqueta, y el inglés se rio.
—Siempre hay mercado para un Monet..., sea del tamaño que sea —el caballero examinó las paredes, aunque sin éxito—. Roland tenía un Monet exquisito, si no recuerdo mal. Me lo enseñó una vez. Me sorprende que se haya desprendido de él, sé que le tenía mucho cariño.
—Lo entiendo perfectamente —respondió Marcus sonriendo—. Yo también le tengo mucho cariño al mío.
Después de la información sobre el valor del regalo póstumo de Wheeler a Zúrich, Marcus se encontró con una tal Frau Goetz, esposa del presidente de un pequeño banco privado en el que tenía parte de sus negocios.
—Un regalo extraordinario por parte del señor Wheeler, ¿no le parece? —le preguntó después de que un conocido mutuo los presentase..., el alcalde, para ser exactos.
Como Roland había fallecido hacía más de un año, el alcalde se rio un poco.
—No podía llevárselo con él, ¿no? —comentó. Marcus sonrió ante el chiste y alzó un hombro en ademán afable.
—Quiero decir que su hija podría haber disfrutado de él.
—Según tengo entendido —respondió Frau Goetz—, la responsable del regalo es Kate, no Roland.
—¿De verdad? —preguntó Marcus. No había oído aquel rumor, así que empezó a preguntarse de inmediato por las cuentas de Kate, por cómo serían para poder permitirse aquel regalo.
—De verdad —insistió Frau Goetz, que era algo seca, resoplando con indiferencia—. ¿Cómo no voy a saberlo, si mi marido se encargaba de las propiedades?
—Pues ha sido... muy generoso por su parte. Espero que no se haya quedado en la ruina.
—Por lo que tengo entendido, tuvo algunos problemas en Zúrich el año pasado. Supongo que se sentiría obligada a hacer el regalo para recuperar el favor de la ciudad.
—Doscientos cincuenta millones de francos suizos pueden comprar grandes cantidades de buena voluntad —afirmó el alcalde, entre risas.
—Además —siguió diciendo Frau Goetz—, Kate tiene su propio dinero..., del que está muy orgullosa, todo sea dicho.
—Tenía la impresión de que contaba con un fideicomiso por las propiedades de su madre —comentó Marcus.
—Lo tenía, pero lo recibió cuando cumplió los veintiuno y lo invirtió en un negocio con su primer marido, lord Kenyon. Eso fue..., ah, sí, hace diez años. Cuando la empresa quebró después de la muerte de su marido, la pobre lo perdió todo. ¡Imagínese! —Siguió contando Frau Goetz sacudiendo la cabeza, lo que hizo que la piel debajo de la barbilla le temblase de forma extraña—. ¡Perder a su marido en el viaje de novios y toda su fortuna un par de meses después!
—Por el aspecto de esta colección —dijo el alcalde encogiéndose de hombros—, Roland debía de tener unos cuantos millones para amortiguar el golpe.
—Los tenía, pero Kate no quiso aceptar ni un rappen. El fideicomiso era suyo. Ella lo había perdido, así que se dispuso a recuperarlo... con intereses, según mi marido.
—¿Alguna idea de cómo lo consiguió? —preguntó Marcus, con un brillo malicioso en los ojos.
—En el negocio del arte, como su padre, según tengo entendido —respondió la dama, lanzándole una mirada evasiva—. Ya sabe, el dinero no es lo más importante que se hereda de los padres.
—Entonces, ¿es más que una cara bonita? —preguntó Marcus inclinando la cabeza y mostrando cierta curiosidad por Kate Brand.