¿Alguien a quien ella conociera? Malloy dejó caer algunos nombres. La pregunta más pertinente era cuánto sabía aquel hombre en realidad. ¿Tenía alguna idea Malloy de cuál era su papel dentro de los distintos sindicatos? ¿Qué hacía? ¿Qué sabía? ¿Qué información los iba a llevar dentro? ¿Cómo pretendía reclutarlo? ¿Qué sabía Malloy que no pudiera ser usado por otra persona? ¿Por qué tenía que ser un activo de Malloy? Y su mayor preocupación: ¿qué pasaba si su labor se limitaba al blanqueo de dinero? «Nos vamos a meter en muchos líos para sacar una información que ya tenemos... he hecho llamadas... ¿para qué?».
«Jack Farrell sabe cosas que nosotros no sabemos», contestó Malloy.
¿Se suponía que Jane debía aceptarlo como si se tratase de un acto de fe? ¿Por qué no? Bueno, en primer lugar, porque Farrell no tenía antecedentes, ni contactos conocidos en las familias del crimen...
Malloy le explicó que no era del todo cierto, que tenía tratos de negocios con varias compañías vinculadas de una forma u otra a Giancarlo Bartoli. Jane respondió con lo obvio: la mayoría de las empresas internacionales tenían tratos con Bartoli, les gustara o no. Además, Bartoli se movía en la franja gris y era internacional. Si tratabas con Italia (si tratabas con Europa), siempre te rozabas con él. Malloy contraatacó señalando que Bartoli se consideraba más o menos legítimo por falta de buena información. Con Jack Farrell como activo de Malloy, Giancarlo, su hijo Luca y todo su sindicato podrían derrumbarse.
Jane se había ofrecido a ver lo que podía hacer, pero Malloy le dijo que eso no bastaba, que ni un vistazo superficial, ni un examen a largo plazo funcionarían. Al final, Farrell saldría demasiado limpio para procesarlo. Lo que Jane necesitaba era conseguir que la Comisión de valores y bolsa investigase todas y cada una de las infracciones de su compañía, por muy insignificantes que fuesen. Una vez acusado por el fiscal general, Malloy mantendría una charla con él. «Si coopera, podemos dejarlo salir. Si se pone duro, comprobará si las prisiones federales de lujo hacen honor a su fama».
«Si está limpio y convenzo a la Comisión para que vaya detrás de él, de alguien tan destacado, me van a presionar bastante».
«Confía en mí —respondió Malloy—. Jack Farrell está sucio y hablará».
«Si te equivocas, T.K., confía en mí cuando te digo que te caerás con todo el equipo».
Tal como había predicho Malloy, los investigadores de la Comisión habían encontrado muy pocas irregularidades en las prácticas de la compañía de Farrell, pero había suficientes circunstancias dudosas para convencer a un gran jurado bastante ingenuo de pasar una acusación formal sellada por siete cargos, incluidos dos de perjurio y tres de obstrucción, todos por culpa de sus alegaciones de inocencia. Justo antes de la detención, alguien se chivó a Farrell de las acusaciones y él huyó. Aquello no le había gustado mucho a nadie. Farrell era un pez gordo en un mundo muy pequeño. Había salido con algunas famosas de clase B durante un tiempo, lo que llamó la atención de la prensa amarilla, pero no era un nombre muy conocido. Todo cambió cuando la prensa se enteró de que había huido con una de sus administrativas y con la mayor parte del activo líquido de su empresa, cerca de quinientos millones de dólares. Eso sí que era una historia.
Dos días después, el FBI encontró el rastro de Farrell en Montreal, pero ya se había ido, puede que en un vuelo a Irlanda o puede que no. Cuando la secretaria apareció en un hotel de Barcelona, Jack Farrell todavía era una historia americana (una curiosidad, más que nada). Sin embargo, después de Barcelona, los medios cayeron en masa sobre el tema. Las páginas de escándalos lo adoraban, mientras que un grupo duro de escritores especialistas en economía empezaron a cuestionarse por qué la Comisión había decidido ir a por Farrell. La acusación apestaba, por decirlo suavemente. Nadie había susurrado las infames letras ce, i, a, pero la gente de la Comisión corría a ponerse a cubierto, así que solo era cuestión de tiempo.
La noche antes (medianoche en Hamburgo), la policía de la ciudad alemana había recibido una llamada anónima sobre la ubicación de Farrell. Los policías acudieron de inmediato a un hotel de cinco estrellas en el centro de la ciudad, donde perdieron al objetivo por unos minutos. La tormenta mediática generada por la operación había empezado en la costa este de Estados Unidos, a tiempo de salir en los noticiarios de mayor audiencia. Los programas de cotilleo de la mañana convirtieron al instante a Jack Farrell en un héroe popular americano; lo llamaban el Millonario Fugitivo.
—Van a coger a ese tipo —murmuró Jane— y él va a volver para ir a juicio. Cuando eso ocurra, los medios meterán a la agencia en todo esto y, si eso sucede, al director no le va a costar nada encontrar al culpable... y a mí tampoco.
—Dime qué quieres que haga.
—Quiero que hagas desaparecer a Jack Farrell.
—¿Desaparecer? —repitió Malloy, después de echar li cabeza atrás y respirar profundamente.
—Muerto, desaparecido o encerrado para siempre en una prisión alemana. Elige tú. Solo quiero que no vuelva a Nueva York, ni a ningún otro lugar que esté dispuesto a extraditarlo.
—Supongo que puedo hacerlo.
—Farrell dejó dos pasaportes distintos en su habitación de hotel. Estaba usando uno de ellos. El segundo sería el de reserva. No intentaría salir del país sin una identidad nueva, y mi fuente de Hamburgo me dice que tardará como mínimo tres días, quizá una semana, en conseguir algo pasable. Por supuesto, no sabemos si sigue en Hamburgo. Podría haberse ido a Berlín, aunque ahora mismo lo más inteligente que puede hacer es esconderse, y hasta ahora ha sido bastante inteligente. Hamburgo le ofrece muchos escondites. Pasa una semana, consigue una nueva identidad y cruza fácilmente la frontera por alguna parte.
—Cogeré un vuelo a Hamburgo mañana y veré lo que puedo hacer.
—Tu avión sale esta noche, tenemos que darnos prisa, T.K. Si los alemanes le ponen las manos encima antes que tú, nos lo enviarán de vuelta por pura maldad. Si eso ocurre, tú y yo vamos a sufrir las consecuencias —Malloy miró la hora. Salir aquella misma noche era exagerar un poco—. Y una cosa más —siguió Jane—. Todavía no es de dominio público, pero lo será en las noticias de la noche: la nueva compañera de viaje de Jack Farrell es Helena Chernoff.
Malloy parpadeó. Conocía el nombre, pero nunca se le habría ocurrido relacionarlo con alguien como Jack Farrell.
—¿La número siete en la lista de los más buscados de la Interpol?
—Eres fan, ¿no?
—Algunas personas miran las listas de libros más vendidos. Yo miro las de más buscados del FBI y la Interpol.
—¿Qué te apuestas a que sube un par de puestos en la clasificación esta semana?
—¿Qué está haciendo una asesina con Jack Farrell?
—Dormir con él, según los alemanes —al ver que Malloy no tenía nada que decir al respecto, Jane se encogió de hombros, resignada. Era demasiado mayor para cuestionarse la capacidad de la naturaleza humana para sorprenderse—. Trabaja por dinero, T.K., y Farrell tiene mucho. Además, ella conoce Hamburgo.
—¿Así que Farrell puede esperar todo lo que haga falta?
—La Interpol lleva casi dos décadas buscando a Chernoff sin éxito. Creo que esa mujer sabe lo que se hace.
—Bueno, ahora también tiene detrás al FBI.
—Llevan detrás de ella bastante tiempo, pero esa es otra historia. Verás, T.K., tenemos a dos agentes del FBI en Hamburgo. Estaban en Barcelona interrogando a la novia de Farrell y volaron a Hamburgo en cuanto oyeron lo de la captura fallida. Creo que en estos momentos se sienten un poco superados por la situación, sobre todo porque ninguno de los dos habla alemán. Hablé con un amigo del Departamento de Estado para que les envíen ayuda.
Jane pasó por detrás de Malloy mientras él examinaba el pecho desnudo de una Madonna, colocado demasiado cerca del hombro; el erotismo medieval.
—La mejor situación posible sería que los alemanes se quedasen a Farrell. Armamos follón, pateamos y gritamos, y Farrell no ve un tribunal estadounidense hasta dentro de diez o quince años. Para entonces yo estaré retirada y a ti te habrá pegado un tiro algún marido celoso. El problema es que, en cuanto los alemanes descubran lo débil que es nuestra acusación, cooperarán solo por ver cómo se desarrolla el espectáculo la joven guapa entró en la sala—. Se nos acaba el tiempo, ponte en contacto con Dale Perry en Hamburgo.
—Conozco a Dale.
—Lo sé. Yo os presenté, ¿recuerdas? —Malloy inclinó la cabeza. De hecho, Jane había enviado a Dale a Zúrich seis meses cuando Malloy trabajaba allí, pero supongo que en su profesión aquello quería decir que los había presentado—. Si Chernoff y Farrell siguen en la ciudad, Dale es el que más posibilidades tiene de encontrarlos, pero procura mantenerlo lejos de los focos. No puedo permitirme perderlo, aunque sea por algo tan importante. Por cierto, irás con tu identificación del Departamento de Estado. Con la cantidad de informes financieros que han desenterrado los alemanes, no debería extrañarles.
—¿Algo digno de mención?
—Niente.
La chica le entregó una tarjeta de visita al pasar junto a él. Al consultarla, Malloy solo vio un número.
—Los restos de tu antiguo fondo para contingencias en Zúrich. Lo acabo de reactivar —le dijo Jane—. Para lo que surja.
—¿Cuál es el límite?
—El que haga falta —respondió antes de irse.
Malloy regresó a la sala principal, donde la treintañera se le acercó con un mapa del museo.
—Perdone —le dijo acercándole el mapa—, ¿sabe dónde puedo encontrar a los impresionistas?
Malloy cogió con la palma de la mano el billete de avión que ella le pasaba mientras tocaba el mapa y sacudía la cabeza.
—Lo siento, yo también me he perdido.
Malloy regresó a su apartamento en la Novena Avenida una hora después. Gwen había salido y no respondía al móvil, así que le escribió una nota, hizo la maleta y empezó a copiar archivos en uno de sus portátiles de viaje. Cuando estaba ya terminando, llamó a Gil Fine. Gil había sido analista en la agencia mientras Malloy estaba fuera del país. Después de la conmoción de 2002, Gil subió como la espuma y acabó en Seguridad Nacional con un buen puesto de analista experto. En los últimos años le había pasado a Malloy datos en bruto que Malloy procesaba, resumía y archivaba para distintas agencias de inteligencia. El trabajo lo mantenía dentro del juego y engordaba un poquito sus ingresos, pero, claro, era mortalmente aburrido. Cuando Gil respondió, Malloy dijo: —¿Sabes quién está durmiendo con Jack Farrell? —¿Debería?
—La policía de Hamburgo dice que anoche se acostó con Helena Chernoff.
—Los medios se van a volver locos con ese tío, T.K.
—¿Qué tienes sobre la dama, Gil?
Malloy oyó el repiqueteo del teclado del ordenador, hasta que Gil contestó:
—Unos seis gigabytes. Imágenes, informes policiales, resúmenes de inteligencia, biometría, vídeo...
—¿La tienes en vídeo?
—En varios vídeos, en realidad —respondió él, después de más ruiditos de teclas—. Es lo que pasa cuando te pones a matar gente en los hoteles. Tengo un tiroteo en un aparcamiento..., una grabación en la que dispara a un hombre cuando trabajaba para Julián Corbeau... una tonelada de cosas, la verdad.
—¿Trabajó para Corbeau?
—Por lo que sé, es la única que queda en pie.
—Voy a necesitar todo lo que tengas sobre esa mujer, Gil, no solo resúmenes.
—Lo siento, no puedo. Solo un puñado de personas están autorizadas para acceder a la mayoría de la información.
—¿Y cuál es el problema? —preguntó Malloy, mirando el reloj.
—Jurisdicción. Hay posible actividad dentro de las fronteras de los EE.UU., así que no podemos enviártela sin una solicitud formal y un nivel de aprobación alto.
—Dame una idea general.
—¿Estás en una línea segura?
—Tú, yo y el Gran Hermano.
—El principal caso es el del senador Brooks. El de las elecciones de 2004, ¿sabes?
—¿Cuál era la historia? —preguntó Malloy, que no conseguía ubicar el nombre.
—Accidente de aviación.
—Ah, sí. Ganó las elecciones de todas formas.
—Pero el gobernador eligió a quien quiso.
—Cierto, metió a alguien del otro partido. Demócrata pura. ¿Qué tiene que ver Chernoff?
—En las noticias decían que había sido un error del piloto, pero puede que hubiese sabotaje, y el FBI descubrió grabaciones de las cámaras de seguridad de alguna parte en las que podría salir nuestra chica.
—Creía que Chernoff solía trabajar en los países del antiguo bloque del este.
—Allí empezó. En los últimos diez años ha estado trabajando en el oeste, aunque de manera muy sigilosa y, sobre todo, contra políticos y empresarios legítimos.
—Necesito esa información, Gil. Consigue que tu supervisor llame a Jane Harrison, si no hay otro remedio.
—¿Te has unido otra vez al equipo de la Dama de Hierro?
—Capturar a Farrell se ha convertido en una prioridad. Ahora mismo, Chernoff es la única pista.
—Teniendo en cuenta el historial de Chernoff, no es ninguna pista.
Malloy hizo una mueca. Sabía que era una aguja en un pajar, no hacía falta que se lo restregasen por la cara.
—Haré una cosa: se lo puedo enviar sin autorización a Dale Perry. De todos modos, es probable que él lo tenga ya casi todo. Supongo que te reunirás con él, ¿no?
—Mañana por la noche. Mientras mueves archivos, ¿puedes enviarle todo lo que tenga el FBI sobre el vuelo de Farrell? Dispongo de mucha información sobre él, pero, desde la huida, solo me llega lo que dicen las noticias.
—Puedo enviarte ahora mismo los resúmenes. El resto lo meteré en los archivos que le envíe a Perry.
—Genial, pero que sea deprisa. Salgo en cinco minutos.
—No hay problema. Oye, T.K., acaba de ocurrírseme algo.
—¿El qué?
—¿Sabías que Chernoff se acostaba con algunos de aquellos mañosos rusos antes de matarlos? —¿Qué quieres decir?
—Que con esa «dama» en la cama, quizá Jack Farrell prefiera tener insomnio.
Malloy envió un par de correos electrónicos codificados a contactos en Europa y después se metió en el fondo para operaciones encubiertas de Jane. Transfirió diez mil francos suizos a una cuenta de Swiss Post que había abierto con uno de sus alias. Así podía acceder a aquel dinero en euros desde cualquier máquina postal de Alemania. Comprobó su correo y recibió los resúmenes del FBI sobre Farrell. Una vez hubo terminado, se dirigió a la puerta.