—¡Me gusta este hombre, Katerina! Siento haberme perdido la boda. Aunque, claro, no estaba invitado...
—Fue una boda pequeña —respondió ella, ruborizándose—. Los dos solos, un testigo y un cura.
—Solo tenías que llamar, ya lo sabes. ¡Habría estado allí para aumentar el grupo aunque me hubiese supuesto recorrer medio mundo!
—Fue culpa mía —confesó Ethan—. Cuando por fin la convencí para que se casara conmigo no quise darle tiempo para cambiar de idea.
Bartoli les preguntó por su año en Francia y quiso saber las montañas a las que habían subido. La charla sobre escalada duró un rato y después les preguntó por sus planes de futuro. ¿Se quedarían en Zúrich o regresarían a Francia? Kate miró a Ethan.
—Vamos a pasar el verano en Zúrich. Después, ¿quién sabe? —respondió.
—¿Tengo alguna posibilidad de convenceros para que os asociéis con Luca y conmigo?
—¿Qué tipo de sociedad? —le preguntó Kate.
—Uno de mis socios vio un precioso Cézanne el verano pasado, en una vivienda particular de Málaga. Medidas de seguridad razonables, aunque nada que vosotros dos no podáis superar.
—Hemos abandonado esa línea de negocio para siempre —le dijo Kate.
Bartoli arqueó una ceja y se volvió para mirar a Ethan.
—Culpa mía, de nuevo —explicó este—. Al final descubrí que robar cosas no era la forma más segura de ganarse la vida.
—Bueno, no puedo decir que lo desapruebe —contestó Bartoli, volviendo a mirar a Kate—. Se llega a un punto en el que el riesgo es mayor que el beneficio. Supongo que cuando ya has ganado lo bastante para vivir cómodamente es el momento de retirarse.
—Agradecemos la oferta —le dijo Ethan, sin atreverse a mirar a Kate, ya que temía que estuviese interesada.
Él había perdido las ganas de robar después de su último trabajo e incluso le había dicho a Kate que, o paraban o se iba. Ella lo sorprendió tomándole la palabra. En aquellos momentos temía que su mujer hubiese aceptado el ultimátum con la intención de que Ethan cambiase de idea más adelante.
Kate se volvió hacia él y le dijo que, aunque odiaba tener que decirlo, uno de los dos tendría que entrar para asegurarse de que todo estuviese en orden. ¿Le importaba hacerlo a él?
—Podríamos entrar los tres, si quiere —le dijo Ethan a Bartoli—. Puede echar un vistazo a la colección que hemos reunido...
Bartoli contestó que iba a tener que irse pronto. Además, conocía la mayor parte de la colección de Roland; solo se había pasado para saludarlos. Añadió que si querían visitarlo alguna vez, solo tenían que llamarlo, que él se organizaría como fuese para atenderlos.
Los dos hombres se dieron la mano, y Ethan volvió a la casa.
Sin quitarle la vista de encima a Ethan mientras se alejaba, Giancarlo le dijo a Kate:
—Me gusta.
—A mí también.
Bartoli se volvió y la miró a los ojos. No lo mencionó en voz alta, pero parecía preguntarse si eso era todo lo que ella sentía.
—Me alegro de que te haya convencido para abandonar esa vida, Kate.
—Hubo un momento en que lo necesitaba. Era lo único que me hacía sentir viva de verdad. Incluso ahora, no puedo decir que no lo eche de menos.
—Cuando se te da bien algo es difícil parar —hizo una pausa antes de preguntar—: supongo que le habrás contado a Ethan lo que pasó en el Eiger, ¿no?
Kate se volvió hacia el lago y cruzó los brazos. Sabía que llegaría aquel momento, pero hablar del tema seguía poniéndola incómoda.
—Se lo dije después de la boda, estaba cansada de que hubiese secretos entre nosotros.
—Me prometiste no contárselo a nadie —respondió Giancarlo, después de guardar silencio un momento para pensar en lo que aquello implicaba.
—Y tú me prometiste encontrar a la persona que envió a los asesinos que mataron a Robert.
—Te dije que lo intentaría.
—No, me dijiste que nunca dejarías de buscar al asesino de Robert.
—Estaba alterado. Robert también era amigo mío. —Robert no era mi amigo, padrino. Era mi marido. —¿Estás dispuesta a perder otro por culpa de tu obsesión? —le preguntó Giancarlo, mirando pensativo hacia la casa. —Eso suena a amenaza.
—Sabes que no lo es. Lo que quiero decir es que ha sido un error contárselo a Ethan. —Creo que no.
—Seguro que está decidido a ayudarte a encontrar al asesino de Robert.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Arriesgaste la vida para descubrir la verdad, Katerina respondió Giancarlo fijando la mirada en las revueltas aguas—. Te lo dije hace once años, pero tú contestaste que no te importaba. Afirmaste que lo arriesgarías todo. Solo me preguntaba si sigue siendo así.
—No ha cambiado nada.
—Pues quizá debería. La vida sigue, ¿sabes? Lo que sientes ahora es una llaga abierta. Si dejaras de rascártela, el dolor iría cediendo.
—Alguien pagó a aquellos hombres para subir al Eiger y encontrar a Robert.
—Has puesto nerviosa a mucha gente importante, Katerina.
—¿De verdad?
—No deberías sentirte orgullosa. ¡Con esa clase de personas acabas muerta antes de darte cuenta de lo cerca que las tienes!
—Parece que sabes mucho, padrino. ¿Significa eso que puedes darme un nombre, a la persona responsable?
—Si presionas para saber la verdad, Katerina, no podré seguir protegiéndote. Ni a ti... ni a Ethan.
—¿Quién va a hacerme daño, padrino? Puedes decírmelo, ¿no?
—Robert estaba metido en muchas más cosas de las que imaginas —respondió el anciano, negando con la cabeza.
—Entonces, ¿me has estado ocultando datos?
—No me escuchas —insistió Bartoli sacudiendo la cabeza con pesar.
—Me estás diciendo que sabes quién mató a Robert.
—No he dicho nada parecido.
—Dime una cosa: ¿estás protegiendo a alguien?
—Siempre he intentado protegerte, Katerina, pero me temo que haces que me resulte imposible.
—¿Desde cuándo sabes lo de esa «gente peligrosa», padrino?
El anciano miró a Kate a los ojos. Parecía estar intentando decidir cuánto podía contarle. Finalmente, respondió:
—Me temo que desde hace muchos años.
—Entonces, ¿me mentías cuando dijiste que no te habías rendido?
—Te estaba protegiendo, pero ahora que pareces haber encontrado a alguien que cree poder encontrar al asesino de Robert...
—Voy a descubrir la verdad y será mejor que esa gente tan peligrosa entienda algo: juré ante Dios que nada me detendría, y lo decía en serio.
—Pues reza a Dios para que te ayude, Katerina, porque yo no puedo.
En cuanto Giancarlo Bartoli regresó a la limusina, Carlisle lo saludó en italiano.
—¿Está involucrada?
A punto de entrar en la cincuentena, David Carlisle era alto y guapo, con melena plateada y piel tostada por el sol. Bartoli se sentó frente a él y miró hacia la casa que antes perteneciera a Roland Wheeler. No estaba contento.
—Es justo lo que pensabas —contestó al fin.
El coche se alejó de la acera y se sumergió en el denso tráfico de lo alto de la colina.
—Supongo que le habrás pedido que se olvide de sus sentimientos, ¿no? —le preguntó Carlisle.
Lo decía con un tono sarcástico que a Bartoli no le gustaba, clavando la mirada en el anciano.
—No quiero meterme en cómo llevas tus asuntos, David, pero Kate no puede encontrarte sin los recursos de
Thomas Malloy. Si eliminas a Malloy, estarás a salvo de nuevo.
—Una vez te hice caso sobre lo que debía hacer con ella, Giancarlo, y mira dónde me veo ahora.
—Entonces, ¿estás decidido a matarlos a los tres? —preguntó Bartoli, lanzándole una extraña mirada a su amigo.
—Creo que no me queda otra alternativa.
—Será mejor que te lo pienses bien antes de hacer algo de lo que tengas que arrepentirte —le advirtió Bartoli, esbozando una sonrisa burlona—. Si no recuerdo mal, la última vez que decidiste asesinarla, Kate tiró a tus matones montaña abajo.
Carlisle se rio con ganas, como si hubiese oído un buen chiste. Después se volvió hacia las calles de Zúrich que iban dejando atrás.
—Esta vez no lo verá venir.
—Se lo he dicho, pero no parece importarle, David, y, por su expresión, me parece que a lo mejor eres tú el que no lo ve venir.
—Cree que está a punto de descubrir lo que pasó. Eso es cosa de Malloy. Está convencido de que podrá hacer hablar a Jack Farrell.
—¿Estás seguro de que no podrá?
—Del todo. Sin embargo, dime algo que no sé, Giancarlo. Has conocido al nuevo marido de Kate, ¿crees que está enamorada de él?
—Cuando una mujer llega a determinada edad, David, de repente entiende el amor de una forma distinta —respondió Bartoli, encogiéndose de hombros mientras alzaba las palmas de las manos—. Si es sincera consigo misma, sabrá que solo ha amado de verdad a un hombre. Por eso su marido está deseando ayudarla con esto, porque quiere ocupar el lugar de su predecesor. Quiere todo su amor. Por supuesto, sabe que nunca lo tendrá, pero se intenta convencer de que, si la ayuda, estará más cerca de ella que antes.
—Creo que lord Kenyon fue un hombre muy afortunado.
—Más de lo que él creía, me parece —respondió Giancarlo, después de pensárselo.
—Qué lástima que muriese tan joven.
—Es lo que siempre he pensado.
Kate encontró a Marcus Steiner cuando el policía se iba de la fiesta. Habló con él en alto alemán, utilizando el Sie formal que se usa con los desconocidos y dándole la mano, en vez de besarlo en la mejilla, como habría hecho con un amigo íntimo. En su opinión, Marcus Steiner era el suizo por excelencia: encantador, reservado, diplomático y fiel a su palabra... sobre todo en sus negocios ilegales.
—¿Se ha divertido, capitán?
—Mucho, gracias, señora Brand.
—Por cierto, siento curiosidad, ¿sigue...?
—Nada ha cambiado desde que se fue del país —respondió él encogiéndose de hombros, dándole a entender que sabía de qué le hablaba.
—¿Mi crédito todavía sirve? —preguntó ella con dulzura—. ¿O necesitará efectivo por adelantado para mi pedido?
—Si acaso, su crédito ha mejorado después de lo de hoy.
—Siento no haberle prestado más atención, pero me parece que voy a necesitar algo muy pronto. Le he metido una lista en el abrigo —Marcus Steiner se miró el abrigo sorprendido—. En el bolsillo del pecho —explicó ella, dándole palmaditas en él y riéndose como si se tratase de un buen chiste.
—¿Quiere algo exótico?
—Nada fuera de lo común.
—¿Se lo dejo todo en el garaje de su viejo piso, como solíamos hacer?
—Me temo que lo vigilan —Marcus la miró con curiosidad. No era la policía, de eso estaba seguro, aunque ella nunca se había preocupado por eso. Tenía demasiados amigos como para temer las investigaciones secretas, sobre todo después de aquella fiesta—. Ethan y yo tenemos un sitio nuevo, cerca de la Grossmünster. He puesto la dirección al final de la lista. Deje todo en la habitación principal si no estamos allí. Pondré en un sobre el dinero suficiente para cubrir la deuda y algo más para que lo asigne a cualquier necesidad que surja en el futuro.
—Me parece bien. ¿Necesito una llave para entrar?
—¿Un hombre de su talento? —repuso ella sonriendo.
N
UEVA
Y
ORK (EE.UU.)
J
UEVES, 6 DE MARZO DE 2008
.
THOMAS MALLOY SALIÓ DE LA BOCA DEL METRO EN LA calle 86 y se unió a la multitud de última hora de la tarde que se dirigía a la Quinta Avenida. Llevaba mocasines negros, pantalones negros de lana con pinzas, un jersey gris, gafas de sol y una cazadora negra. Algunos turistas se volvían para mirarlo, intentando averiguar si se trataba de alguien importante. Normalmente llegaban a la conclusión de que no lo era, aunque no siempre. Malloy se miró de reojo en el cristal de un edificio, permitiéndose un segundo de vanidad.
El pelo, que empezaba a encanecer sin prisas, le llegaba hasta el cuello de la camisa. El estilo era tirando a artista: actor, arquitecto, escritor freelance. Era alto y delgado, razonablemente guapo, en su opinión. No era la mejor cara del mundo para alguien que prefería pasar desapercibido mientras se dedicaba a lo suyo, pero resultaba versátil. Se cambiaba de ropa, se movía un poco el pelo, añadía o reducía unos cuantos gestos, cambiaba la voz, y podía ser un tipo diferente: francés, alemán, suizo, inglés y, por supuesto, tres o cuatro clases de estadounidense. Solía viajar al extranjero con el pasaporte suizo de una de sus cuatro identidades, aunque tenía cuatro nombres estadounidenses, dos alemanes e incluso un pasaporte francés... por si acaso.
Malloy había trabajado durante casi toda su vida como agente de inteligencia sin tapadera oficial. Eso significaba que podían detenerlo y procesarlo en la mayoría de los países, mientras que en otros eran capaces de ejecutarlo de inmediato. Era el tipo de vida que le había enseñado a cultivar la amistad de algunos delincuentes, personas con la habilidad y los recursos necesarios para atravesar las típicas barreras que levantaban los gobiernos. A veces se trataba de ladrones o asesinos por libre, de traidores a su país o de patriotas con un objetivo. Había muchos que solo querían ser ricos o hacer lo correcto, y otros a los que les caía bien y lo ayudaban porque, por encima de todo, él era un individuo persuasivo.
Salvo por un par de brutales excepciones, la vida profesional de Malloy había sido tranquila. Lo peor le ocurrió cuando era un joven espía en formación, y todavía lucía las cicatrices de aquello: un nido de heridas en el pecho. En la cima de su carrera había logrado penetrar en lo más profundo de los conglomerados bancarios suizos, además de en varios de los principales sindicatos del crimen europeos, todo ello a través de los contactos que había cultivado. Mientras tanto había conseguido permanecer invisible y lejos del alcance de la gente violenta a la que seguía el rastro. A finales de los noventa, un viejo enemigo de la agencia, Charlie Winger, llegó al puesto casi divino de director de operaciones y celebró su promoción ordenando que Malloy volviese de Europa para encadenarlo a un escritorio de analista en Langley. La idea era que se le fuesen asignando cada vez más tareas administrativas, pero esa era la historia que contaba Charlie. En realidad, se trataba de su venganza por multitud de agravios sin especificar cuando entrenaban en la Granja... cuando los dos eran unos críos.