—Nuestra última noche.
Kate era una belleza de veintiún años, esbelta, alta, de piel clara y con una fuerza extraordinaria. Sus nórdicos ojos azules y su cabello dorado pálido le habrían permitido convertirse en actriz o modelo, pero ella misma era la primera en reconocer que aceptar órdenes y fingir romances no era lo suyo. Robert tenía treinta y siete años, y unas facciones duras, aunque atractivas. También era rico, atlético y sereno. Se habían conocido hacía seis meses, en una fiesta organizada por un antiguo novio de Kate, Luca Bartoli, en un pueblo turístico al sur de Génova. Robert resultó ser un viejo amigo de Luca. Kate y él se pasaron aquella primera noche hablando (solo hablando) y, cuando llegó el alba, ambos supieron que las cosas nunca volverían a ser iguales. Kate suponía que tendrían que haber ido más despacio, que así era como lo hacía todo el mundo, pero los dos vivían como escalaban: nada los detenía, y mucho menos el sentido común.
Robert se rio alegremente del suspiro lastimero de su mujer y le cogió la mano con un cariño que resultaba mucho más dulce que el deseo.
—Da la impresión de que te gustaría pasar otras dos noches más aquí arriba.
—No me importaría pasar un par de noches más —respondió ella, recorriendo con la mirada el mundo oscuro que se extendía bajo ellos—, siempre que pudiéramos seguir escalando.
—Dios mío —repuso él, gruñendo, de buen humor—, ¿con quién me he casado?
—¡No dirás que no lo sabías! —exclamó ella entre risas.
—¡Ya ves!
—Seguro que mi ex novio y mi posesivo padre te contaron todo lo malo en dos segundos —contestó ella, esbozando una sonrisa tristona.
—Y resulta que todo era verdad. ¿Sabes? Si no hubiese estado loco por ti, ¡probablemente les habría hecho caso!
A Kate nadie le había contado nada sobre su prometido. Lo cierto era que nadie la advirtió sobre sus obsesiones, mientras que su padre y Luca habían puesto a Robert al día sobre ella. De hecho, no se enteró de que Robert era el séptimo conde de Falsbury y el propietario de una casa solariega en las colinas de Devon hasta varias semanas después. En Falsbury Hall se sorprendió al ver las fotos de su marido con uniforme militar británico recibiendo una condecoración. Después de un aluvión de preguntas (un interrogatorio en toda regla, en realidad), consiguió que reconociera que sí, que había sido condecorado por «su valor, distinción en el servicio y demás unas cuantas veces». ¿Un héroe? «Más bien tenía la mala costumbre de estar en el sitio equivocado en el peor momento posible...».
Kate era demasiado joven para ser práctica y demasiado inteligente para ambicionar un título nobiliario, pero descubrió que no estaba mal que la llamasen lady Kenyon y que los hombres de la edad de su padre contemplasen a su marido con admiración. Aunque tampoco importaba, porque se había casado por la mejor razón del mundo: estaba enamorada. Y, ¿por qué no? Robert Kenyon tenía los oscuros rasgos y el aire misterioso de un Heathcliff, así como la dulzura, el orgullo natural y la ética inquebrantable de un señor Darcy. Conocía al primer ministro y había servido con varios miembros de la familia real durante su tiempo en el ejército. Había viajado por el mundo, hablaba cinco idiomas con fluidez y se defendía con bastantes más. Sin embargo, lo que más le gustaba de su marido era que nunca retrocedía ante nada.
La única vacilación de Kate, y no le había durado mucho, la tuvo al considerar la diferencia de edad. Él le llevaba dieciséis años. Por supuesto, ella siempre había salido con hombres mayores, al menos desde que cumplió los dieciséis años. Sus escasas aventuras con hombres más jóvenes, siempre alpinistas, solían acabar con una pelea y los consiguientes resentimientos.
Con los mayores apenas tenía que enfrentarse al desagradable rencor que surgía cuando superaba a un hombre joven en una competición física. Los adultos confiaban más en sí mismos y parecían disfrutar con sus notables aptitudes para la escalada. Por tanto, era inevitable que se acabase casando con un hombre bien asentado en su mundo y satisfecho con su vida. ¿Ocho años, diez, dieciséis? ¿Qué más daba?
—Espero que no estén pensando en vivaquear con nosotros.
Kate apartó la mirada de los picos lejanos y la fijó en las dos figuras que subían por la roca. No resultaba fácil verlas a la luz del atardecer, pero distinguía que avanzaban con el ritmo regular de los escaladores que llevan muchos años trabajando juntos. Sin duda, subían más deprisa que Robert, Alfredo y ella. Es lo que pasaba cuando dos compartían cuerda, pero, en cualquier caso, eran muy buenos.
Meditando sobre el comentario de Robert acerca del campamento, Kate miró la repisa en la que se encontraban. Los dos alpinistas podrían pedirles permiso para compartirla, aunque no les iba a servir de mucho, porque el área para dormir tenía poco más de medio metro de ancho y le faltaba el largo suficiente para acomodar a dos personas. Sobre ellos, un saliente los protegía de las rocas que cayesen; por debajo, un largo descenso vertical de varios metros acababa en un glaciar.
—Dudo que pretendan cruzar la Travesía de los Dioses a oscuras —respondió Kate. Por fin fue consciente de la repentina intromisión y se sintió bastante molesta. No quería compañía en aquellas alturas, deseaba toda la atención de su marido para ella. Ni siquiera le había gustado que los acompañase Alfredo y había expresado su opinión contraria al uso de un guía, pero Robert había insistido. Decía que, si pasaba algo, un tercer alpinista supondría una importante diferencia.
Robert seguía observando su avance.
—No lo sé —dijo al fin—, puede que sea interesante. —Hablaba de una subida nocturna por una roca que solo los mejores alpinistas del mundo se atrevían a subir de día.
—Interesante es pasar por la Travesía de los Dioses en una tarde soleada —respondió Kate—. Por la noche es una locura.
—La luna llena saldrá en un par de horas —repuso él—. Si el cielo sigue claro, un par de alpinistas fuertes podrían llegar a la cumbre a las dos o las tres de la mañana.
Kate consideró la idea y notó que le palpitaba el corazón. La posibilidad no se le había ocurrido antes, pero, pensándolo bien, una escalada a la luz de la luna sonaba como el punto final que estaba buscando.
Oyó cómo Alfredo recibía a los recién llegados con el obligatorio saludo suizo de Gruezimitenand. Ellos respondieron en alto alemán, expresando su sorpresa de encontrarse a alguien vivaqueando tan cerca de la rampa. Como no había espacio de sobra que compartir, resultaba una situación un tanto incómoda, aunque los escaladores son famosos tanto por su generosidad como por su capacidad de apañárselas con lo que haya.
—¿Queréis vivaquear aquí? —les preguntó Alfredo en una ambigua mezcla de alto alemán y alemán suizo.
Alfredo tenía la edad de Robert, pero su piel curtida y los mechones grises de la barba le daban el aspecto de un hombre de cincuenta años. Hablaba una versión campestre del dialecto de Berna, unas frases de lentitud inimaginable con su propio encanto montañés.
—No, si no nos queda más remedio —respondió el más alto de los dos hombres—. Esperamos seguir avanzando en cuanto salga la luna —hablaba con acento austríaco—. ¿Os importa que nos quedemos aquí un par de horas hasta entonces?
Alfredo miró hacia Kate y Robert.
—Depende de él.
Los austríacos miraron hacia la repisa, sorprendidos; al parecer, no los habían visto.
Robert les gritó que le parecía bien, utilizando un correcto alto alemán.
—¡Quedaos lo que queráis! —afirmó—. ¿Cuándo salisteis?
—A las cuatro de la mañana —respondió el hombre—. Todavía esperamos hacerlo en menos de veinticuatro horas, pero va a estar justo.
—¡Nosotros hemos tardado dos días en llegar aquí! —exclamó Robert.
—¿Sois los dos tortolitos en viaje de novios? —preguntó el segundo hombre.
—¡Los mismos! —gritó Kate.
—Si queréis subir a la roca con nosotros, sois bienvenidos —repuso el primer hombre—. Se supone que mañana a primera hora tendremos niebla espesa, quizá sea complicado salir de aquí si esperáis a que salga el sol.
—Lo último que oí era que nos esperaban un par de días más con buen tiempo —respondió Kate.
—Creo que no haríamos más que frenaros —añadió Robert.
—¡Eh, lo he leído todo sobre vosotros! ¡Seguro que no nos frenáis!
—¿De verdad no os importaría que nos uniésemos? —preguntó Robert, que parecía estar pensándose en serio la invitación.
—¿Me tomas el pelo? ¡ Si llegamos con vosotros dos atados a las cuerdas podríamos acabar en la portada del Alpine Journal!
—No se me había ocurrido —dijo Robert, entre risas—. Dadnos un minuto para hablarlo.
—No hay prisa, tomaos un par de horas si queréis.
—Alfredo ¿Por qué no les preparas un café?
—Creo que tengo un par de tazas que todavía están calientes, señor.
—Justo lo que necesitábamos —afirmó el primer austríaco—. Muchas gracias.
Alfredo, que había pasado su cuerda por un anclaje permanente para bajar hasta los hombres, se volvió y empezó a tirar de ella para volver a su improvisada cueva de nieve. Los austríacos lo siguieron por la inclinada pendiente utilizando tan solo los crampones.
Cuando los tres llegaron a la roca y se perdieron de vista, Kate dijo:
—¿De verdad quieres hacerlo?
—¡Tendría que haberme imaginado que te apetecería! —exclamó Robert, riéndose ante el entusiasmo de su mujer.
—Teniendo en cuenta lo de la niebla, quizá sea lo más inteligente.
—La verdad es que me siento bastante bien, dadas las circunstancias —respondió él, después de pensárselo un momento—. ¿Y tú?
—¿Cuánto es? ¿Cuatro horas?
—Si seguimos el ritmo de esos dos, puede que sea bastante menos. ..
Kate oyó algo, como un palo golpeando roca, y miró hacia la pendiente justo a tiempo de ver una sombra que salía volando por la roca. Sobresaltada, se dio cuenta de que era un cuerpo.
La forma oscura empezó a deslizarse, para después dar tumbos con la indiferencia de un objeto inanimado. Cayó por el borde y se desplomó hacia el glaciar. Kate y Robert se pusieron en pie de un salto, y, sin poder evitarlo, chocaron, de modo que el hombro de él la hizo perder el equilibrio. Kate notó que se caía por el precipicio, así que alargó un brazo en busca de Robert, que no parecía darse cuenta del peligro que corría. Kate gritó su nombre y perdió pie.
La cuerda que la anclaba a la roca llegó a su límite con un chasquido que la envió contra la montaña. Algo le rozó la cabeza y siguió cayendo. ¿Su saco de dormir? ¿Una de las mochilas? No estaba segura. Miró abajo, pero solo veía el fantasmagórico hielo del fondo.
Parpadeó e intentó entender lo que había pasado. Estaba colgada unos cuantos metros por debajo de la repisa, girando en su cuerda de sujeción. El choque con la pared de roca la había dejado atontada y sentía un dolor agudo en la rodilla, aunque, al menos de momento, estaba tan cargada de adrenalina que no le costaría trepar hasta la repisa.
Estudió la situación con ojo de experta. Estaba unos dos o tres metros por debajo de la repisa. Su anclaje se encontraba otro metro más arriba. La única dificultad consistía en encontrar puntos de apoyo. Por desgracia, los piolets estaban arriba, junto con los crampones, así que tendría que trepar por la cuerda.
Entonces se le ocurrió algo: ¿por qué no estaba Robert asomado al borde para asegurarse de que se encontraba bien? Sin atreverse a responder a la pregunta, Kate notó que la fatalidad y la pérdida se cernían sobre ella. «No», pensó, antes de tan siquiera poder articular el terror que intentaba apoderarse de ella. Él también se había atado, lo había visto hacerlo. Miró a su alrededor pensando en que podía haber caído y estar colgado unos cuantos metros por debajo.
—¿Robert? —preguntó, con voz tímida y asustada.
¿Se habría soltado su anclaje? La idea le dio náuseas, y no podía dejar de pensar en el objeto que había pasado junto a ella. Saco de dormir, mochila..., Robert.
—¡¡Robert!!
Vio la silueta de la cabeza de un hombre asomándose a la repisa y se sintió aliviada.
—¿Robert? Estoy aquí, ¡estoy bien!
—Corta la cuerda —dijo una voz a lo lejos.
—¡No! —gritó ella, aterrada.
La silueta se retiró mientras Kate daba patadas como loca para intentar llegar a la pared. Sus esfuerzos para impulsarse la acercaron más a la roca, pero seguía sin poder tocarla.
—¡¡Por favor, no!! —gritó.
Rozó la pared con los dedos, sin lograr agarrarse. Se alejó, apartando las piernas de la roca, dio patadas para ampliar el arco de su balanceo y retrocedió. Levantó las piernas, se echó hacia atrás en el arnés y alargó un brazo hacia la roca.
Aquella vez se acercó lo bastante para agarrarla, pero las piernas no dejaban de dar vueltas y perdió la oportunidad. Miró arriba y notó que la cuerda daba una sacudida.
—¡¡No!!
Cuando la cuerda se soltó, Kate dejó escapar un chillido de terror y vio la sombra de un canto rodado que se acercaba a ella. Se golpeó contra el flanco inclinado y rodó por encima de él, demasiado atontada para intentar cogerse. Las caderas y las piernas salieron por el borde, pero la cuerda se enganchó en algo.
Temiendo que el más ligero movimiento la mandase al fondo del abismo, tanteó el canto rodado en busca de un asidero. Lo que encontró fue una ligera cresta que logró quitarle algo de tensión a la cuerda. Por el momento, estaba a salvo, así que levantó la mirada hacia la repisa de la que había caído. Las sombras hacían que resultara complicado calcular las distancias. Le daba la impresión de haber caído otros dos metros. ¿Cuatro o cinco metros para volver a subir? Vio de nuevo la misma silueta asomándose. Cuando desapareció, Kate se levantó y se dio cuenta de que quizá se hubiese roto una costilla en la segunda caída. Encontró la hendidura en la que se había enganchado la cuerda y tiró de ella para soltarla, pero estaba demasiado metida. Sabía que podría desatarla en el mosquetón del arnés o soltar el arnés si no quedaba más remedio, aunque no quería dejar ninguna de las dos cosas. El instinto del alpinista: un trozo de cuerda y los medios para atarla podían suponer la diferencia entre la muerte y la salvación. Metió la mano en el bolsillo con cremallera del abrigo y sacó su navaja suiza.
Perdió un metro de cuerda después del corte, pero conservó casi tres metros, lo bastante para atarla a algo. Enrolló la cuerda con cuidado, la ató y se la guardó en el bolsillo del abrigo. Después examinó la mezcla de hielo y rocas que se elevaba sobre ella. Miró al horizonte y vio la débil luz de la puesta de sol que todavía se reflejaba en las montañas. Muy pronto sería de noche, y escalar en la oscuridad sin ningún tipo de lámpara era suicida, aunque, en realidad, no tenía elección. No podía atarse allí y esperar a la luna, ya que, en dos horas, expuesta como estaba al viento, tendría demasiado frío para moverse.