Intentó sacudirse la pena y el miedo que la atenazaban. Por experiencia, sabía que si se rendía estaría acabada. Tenía que salir de allí escalando, eso era todo. Sin embargo, ¿por dónde? Miró arriba. Por allí se encontraría con los dos austríacos. Miró al oeste y pensó que quizá pudiera recorrer la cara vertical por debajo de la repisa. Eso la llevaría por debajo de los austríacos, aunque no tenía equipo para descender de la montaña. Hizo inventario: llevaba un abrigo y botas; tenía una navaja suiza, tres metros de cuerda para escalar y un arnés. No bastaba. La única forma de sobrevivir era hacerse con el equipo adecuado. Levantó la mirada: fuego, agua, comida, crampones, piolets, cuerda, saco de dormir; todo estaba a tan solo cinco metros de ella. Sin aquellas cosas no podría salir de la montaña.
Después de recorrer con precaución una estrecha tira de piedra, Kate se dirigió a la rampa con la intención de salir por encima de los dos hombres. Sin embargo, al instante se rozó la cabeza con una repisa saliente. Se agachó e intentó estudiar la sombra: un canto rodado bloqueaba su única subida y la obligaba a moverse de nuevo en lateral. Aguantaba su peso agarrada con las puntas de los dedos de las manos y los pies. Bajo ella, el vacío esperaba, paciente.
El viento sopló con un poco más de fuerza mientras rodeaba el obstáculo. Al salir, más adelante, notó que el viento le tiraba del abrigo. No había llegado a helar en todo el día, demasiado calor para la clase de escalada mixta que ofrecía el Eiger, aunque, por la noche, las temperaturas solían bajar hasta caer en picado. Aquella noche no era una excepción. Levantó la mano y encontró una grieta helada, imposible de asir. ¡Necesitaba sus piolets! De repente, de pie sobre centímetro y medio de piedra, con tan solo las botas y las manos desnudas para evitar caer al profundo abismo, sin tan siquiera un anclaje que la sujetase, Kate se dio cuenta de que nunca lograría subir la rampa. ¿En qué estaba pensando? ¿Contra quién intentaba luchar? ¿Contra Dios?
Empezó a temblar y notó que le ardían los ojos. «Lady Katherine Kenyon murió ayer en un accidente de montaña al escalar el Eiger...».
«Los titulares son una cosa estupenda —pensó—. ¡Llorada por las clases altas y envidiada por el resto!».
—No —susurró, sacudiendo la cabeza y agarrándose a una rugosidad de piedra y hielo—. Todavía no estoy muerta.
Tiró de su cuerpo hacia arriba. El contorno de la roca le empujaba las caderas hacia fuera y, por un instante, sus pies perdieron apoyo, de modo que se vio obligada a soportar todo su peso con las puntas de los dedos. Sintió el pánico que todo escalador siente cuando no hay protección. Sin embargo, conocía aquel movimiento, lo había practicado numerosas veces. ¡Qué más daba que no hubiese anclaje! ¡Era lo bastante buena a la luz del día para hacer aquello sin necesidad de cuerda! No era más que una escalada libre con un poquito de niebla. Lo que debía hacer era agarrarse y seguir avanzando. Ese era el estilo de la montaña. En realidad, ¿cuántas veces había necesitado la seguridad de una cuerda anclada?
—¡Cógete a la montaña con las manos y haz lo que sabes hacer! —se susurró.
Subió más y se sujetó a una protuberancia de roca porosa; era como un pomo, así que se elevó fácilmente. Encontró una hendidura con la punta de la bota. Rodeó por completo el bulto y se tumbó sobre él para recuperar el aliento.
—Todavía... no... Estoy... muerta.
El siguiente tramo fue más sencillo, con muchos asideros y repisas, típicos de gran parte de la montaña. Se movía con lentitud por la oscuridad y por la naturaleza impredecible de la roca, pero se movía. No se encontró con salientes en su camino, ni con paredes lisas resbaladizas que detuvieran su avance. «No está mal», pensó. Después dio con un páramo de hielo puro que se extendía sobre ella. Kate llevaba dos días escalando pedazos de hielo como aquel, que, en realidad, era de los fáciles. Con un par de piolets en las manos y crampones en las botas podría haberlo dejado atrás en unos segundos. Golpe, golpe, salto. Golpe, golpe, salto. Una vez que le cogías el ritmo era lo más rápido del mundo. Sin equipo, sabía que, de empezar a deslizarse, todo habría terminado.
—Para —susurró—. Quédate aquí, espera. No te congelarás.
«Lady Katherine Kenyon murió ayer en un accidente de montaña al escalar el Eiger. Su padre ruega…».
Su padre. ¿Qué haría Roland Wheeler con aquella pared delante? ¿Se mentiría, pararía y se quedaría dormido, dejando que el frío viento lo helara hasta matarlo? La idea estuvo a punto de hacerla reír. ¡No habría sido propio de él! El hombre tenía muchos defectos (como una completa falta de moralidad en lo referente a las propiedades de los demás), pero rendirse fácilmente no era uno de ellos. ¡Él no se iría a dormir sin más! Y nunca había permitido que Kate lo hiciera. Una vez, en su primera escalada de verdad, a ella le había entrado el pánico. Se había quedado paralizada en una repisa (una repisa por la que, en aquellos tiempos, habría matado), y su padre le había dicho: «Las lágrimas no te sacarán de esta roca, Katie. ¡Has llegado aquí escalando y saldrás de aquí escalando!».
Ella respondió: «¡No puedo!», y él repuso: «Bueno, entonces no eres la chica que yo creía». Después, siguió adelante. ¡Siguió adelante! ¡La dejó allí! Con catorce años y temblando, y él la había dejado atrás sin molestarse en volver la vista ni una sola vez. Se puso tan furiosa que dejó de sentir pánico..., y esa era la idea.
Kate tocó el mosquetón que llevaba en el arnés, pero no estaba preparado para algo semejante. Registró el abrigo: cuerda, navaja... ¡pitón! Sacó la navaja y el pitón. Con la navaja en una mano y el pitón en la otra quizá lograse utilizarlos como si fueran un par de piolets.
O moriría en el intento.
Kate clavó la hoja de la navaja en el hielo y notó que se agarraba bien. Después, el pitón. Notó la suficiente resistencia para impulsarse hacia arriba. Una vez en el hielo, se arriesgó a mirar abajo, aunque lo único que vio fue una pared gris lisa con una inclinación de unos cuarenta grados. Se extendía durante unos cuantos metros y después se convertía en cielo.
Arriba le esperaba un duro camino. Sacó la navaja del hielo y se aferró como pudo al pitón con dedos temblorosos. Después metió rápidamente la navaja en el hielo y sostuvo su peso con ella. A continuación el pitón, y otra vez la navaja.
La furia de tener que clavar aquellos pequeños objetos de acero en el hielo la estaba dejando agotada, pero quedarse colgada le minaba las fuerzas, así que mejor seguir moviéndose...
¡Habían cortado su cuerda! ¡Intentaron tirarla de la montaña! ¿Habría visto Robert cómo lo hacían? ¿Habría gritado sin que ella lo oyese? Su silencio la preocupaba, porque significaba que lo que había pasado junto a ella en su caída era un cuerpo, no un saco de dormir, ni una mochila, sino su cuerpo. Estuvo a punto de rendirse al pensarlo, pero no podía estar segura. Quizá su marido hubiese gritado al ver que cortaban la cuerda. Ella se había golpeado la cabeza con fuerza, puede que perdiese algunos segundos. Robert podía seguir con vida, quizá pretendiesen secuestrarlo, llevárselo a la luz de la luna y exigir un rescate de dimensiones obscenas...
Se detuvo para respirar, para lamentarse, para encontrar en lo más profundo de su ser la rabia que necesitaba para subir el último trecho. No le valía pensar que Robert estuviese muerto. Miró atrás, los dedos empezaban a sufrir calambres por la tensión, las fuerzas le fallaban. ¡Tenía que terminar con aquello lo antes posible!
Había perdido el conocimiento; por eso no había oído el grito de terror de Robert cuando cortaron la cuerda, porque se había dado en la cabeza con la roca. Su silencio no significaba que él también hubiese caído, sino que ella había estado ausente durante un instante. ¡Robert seguía arriba! ¡Pensando que ella estaba muerta! ¡Rezando por un milagro, igual que hacía ella! Clavó el pitón en el hielo y se impulsó unos cuantos centímetros más. La mano que lo sostenía estaba ardiendo de dolor por culpa de un calambre, pero ahora veía un canto rodado surgir sobre ella.
Buscó en vano algún asidero, después se movió lentamente hacia la izquierda, resistiéndose al impulso de mirar de nuevo abajo, hasta que, por fin, encontró una zona con nieve. Allí la inclinación era mayor y la nieve inestable. Veía varias rocas prometedoras justo encima de ella (se acababa la parte difícil de la ascensión), pero, cuando se subió a la nieve, vio que se partía bajo ella. Tenía la barriga y los dedos de los pies dentro y sentía algo de agarre, aunque no mucho; no era una posición segura. Podría desaparecer en un segundo, junto con toda la pared de nieve que se deslizaba hacia al fondo. Metió los puños en ella y se sujetó al hielo. Después subió unos cuantos centímetros, y lo intentó una y otra vez.
Al cabo de un momento se encontró subiendo por piedras sueltas hasta llegar a la larga rampa inclinada. Se metió el pitón en el bolsillo e intentó calcular la distancia que quedaba para llegar a los dos austríacos. Por su posición, le parecía que estaban a unos veinte metros por debajo de ella, aunque no veía nada. Miró al cielo. Las estrellas ya habían salido, pero seguían siendo pálidas. El horizonte estaba negro. Si se quedaba en las sombras y no hacía ruido, quizá lograse llegar a ellos antes de que se diesen cuenta de lo que pasaba. Tocó la hoja de su navaja con el pulgar; a pesar de no ser una gran arma, al menos estaba afilada.
Kate descendió como si bajase una escalera. Se sujetaba a la roca con los dedos de las manos y los pies, y el cuchillo bajo el pulgar derecho. Vio trozos grises de hielo y después la vaga silueta de la hendidura donde Alfredo había excavado en la nieve para protegerse del viento.
Estaba a punto de llegar a la repisa cuando oyó el inconfundible sonido de acero sobre piedra justo encima de ella. Levantó la mirada, sorprendida, pero era demasiado tarde: el ataque fue muy rápido. Kate cayó al recibir el impacto, aunque no sin antes dar un navajazo que acertó en el abrigo y, al menos, parte de la carne del hombre, cosa que la frenó momentáneamente.
Apenas fue consciente del grito del hombre cuando este le dio un puñetazo en la cabeza. La navaja se soltó y Kate empezó a deslizarse. Antes de coger velocidad, consiguió meter la bota en una cresta. Estaba unos tres metros por debajo del hombre, que volvía al ataque. Para poder moverse así, el asesino debía de estar colgado de una cuerda.
Podía haberla pasado fácilmente por algún tipo de anclaje natural, lo que le permitiría bajar a por ella a toda prisa. Sin embargo, de ser así, la cuerda estaría atada a su arnés por un extremo y él tendría que sujetar el otro. Esa era la forma de mantener la tensión de la cuerda e ir dándola conforme bajaba por la roca, aunque también significaba que no estaba del todo seguro. Cuando la golpeó por segunda vez, Kate estaba lista y le rodeó las rodillas con los brazos. El intentó patearla, pero ella logró ponerlo de espaldas, de modo que los dos colgasen de su cuerda. Después se lanzó sobre su pecho y le cortó la muñeca.
Empezaron a deslizarse juntos por la pendiente, mientras el hombre se agarraba a ella, desesperado. Kate le cortó la cara, le dio un fuerte rodillazo y rodó para alejarse. El grito del hombre había cambiado de tono: conforme ganaba velocidad, aumentaba su terror. Kate siguió deslizándose hasta notar que las piernas llegaban al borde, momento en el que se agarró con ambas manos a un trozo de piedra que sobresalía. La roca le cortó los dedos por culpa del peso del cuerpo, pero se sujetó; las piernas colgaban en el aire, agitándose como locas.
El segundo hombre se asomó a la repisa y, muy nervioso, llamó a su compañero; no hubo respuesta. Colgada de una mano, sin navaja, Kate levantó la mirada, pero solo pudo ver el cielo y las oscuras sombras de las rocas. Metió la mano por debajo de la repisa, encontró una cresta, se aferró a ella y se apartó de la rampa, quedando colgada frente a una pared vertical con la única ayuda de cuatro dedos.
Por encima de ella, la sombra del segundo hombre tapaba las estrellas, mientras sus crampones arañaban el punto de la roca en el que antes estaba la mano de Kate. Si la veía, podía darse por muerta.
Empezó a temblarle la mano, pero esperó, sin atreverse a buscar un asidero mejor.
—¡Jórg! —gritó el hombre mientras caminaba sobre ella, con los dientes de los crampones a pocos centímetros de sus dedos. Se movía despacio, procurando mantener el equilibrio.
Una vez perdido en las sombras, Kate se atrevió a utilizar la otra mano y empezó a buscar un punto de apoyo para los pies. Respiraba en silencio, despacio, resistiéndose a la necesidad de jadear.
—¡Jórg! —gritó el hombre de nuevo.
Kate encontró una grieta vertical y metió parte de la suela de la bota dentro, impulsándose hacia arriba hasta apartar el pecho y las caderas del borde. Se quedó quieta, sujeta por manos y pies, con la barriga a pocos centímetros de la superficie. Kate ascendió lo más deprisa que pudo, aunque con precaución. Se quedó en la parte más oscura de las sombras, cerca de los cantos rodados. Necesitaba colocarse por encima del hombre y así adquirir la velocidad necesaria para igualar la diferencia de tamaños y pesos.
El austríaco volvió a gritar el nombre de su compañero, aunque con otro tono de voz. Era un hombre solo en una montaña y, quizá, por primera vez, estaba algo asustado. Kate visualizó los contornos de la rampa. No podía ni verlo, ni oírlo. Intentó calcular la distancia entre los dos, pero, de repente, el asesino había dejado de hacer ruido. ¿Estaría todavía cerca del borde? ¿Subía hacia ella con tanto sigilo que no podía oírlo? ¿O estaba de pie en alguna parte, procurando mantener el equilibrio y prestando atención, para asegurarse de que no había nadie más?
Quizá se imaginaba que los dos habían caído al abismo, pero seguro que sabía que ella podía seguir viva. Empezó a moverse lateralmente y lo oyó volverse, como si la hubiera escuchado. Kate se quedó paralizada, a la espera. Un paso y después nada. ¿A qué distancia? Tenía las manos, los pies y la cara pegados a la pendiente, de espaldas al asesino. Se volvió con toda la lentitud y el silencio que le eran posibles, pierna sobre pierna, brazo sobre pecho. Una vez boca arriba, observó las sombras que había más allá de su barriga y sus rodillas.
Sacó el trozo de cuerda que había guardado en el bolsillo y soltó el nudo con los dientes. El hombre seguía sin moverse, lo que significaba que estaba seguro de que ella se encontraba por encima de él, en alguna parte. Al parecer, no pretendía dar a conocer su posición antes de lo necesario. Kate suponía que se encontraba a unos tres o cuatro metros de ella; los dos ciegos; los dos, de repente, completamente inmóviles; los dos plenamente conscientes de que estaban a punto de encontrarse.