—¿Por qué? ¿Qué consiguen mintiéndonos? —preguntó Randal.
—Si tuvieran claro lo de la llamada y la salida, ya tendríais las pruebas... perfectamente traducidas. No os las dieron porque hay algo que no encaja, algo que no pueden explicar, y temen que lo averigüéis y los hagáis quedar mal.
—¿Así que no quieren quedar mal? —preguntó Randal, volviendo a su plato—. Claro, eso no le gusta a nadie.
—¿Tenéis el número de teléfono o la situación concreta de la cabina que se utilizó?
—No nos pareció una prioridad —respondió Randal, sacudiendo la cabeza.
—Si se lo pedís, no os lo negarán. No es una conspiración, pero vais a tener que pedirlo.
—Pues lo haremos —repuso Randal, metiéndose arroz en la boca—. Problema resuelto.
—Vamos a comprobar su buena fe esta misma noche. Quiero que llaméis a Hans y averigüéis el número de la cabina telefónica que utilizó la mujer. Veamos si coopera.
—¿De qué nos va a servir eso? Es un teléfono público.
—Ya han buscado huellas —añadió Randal.
—Conseguid el número. Presionadlo un poco. Que sepa que sabemos a qué juega.
Los agentes se miraron. No les gustaba que un desconocido les dijese lo que debían hacer. Por otro lado, les habían ordenado que recogiesen a un «pez gordo del Departamento de Estado» y no era buena idea molestarlo... todavía.
Sutter sacó su móvil, un teléfono tribanda encriptado del FBI. Las voces no podían interceptarse, aunque no dejaba de ser un móvil, así que, si sabías el número y tenías acceso al software del proveedor local, era como llevar tu propio indicador para el GPS. Y lo peor era que aquellos chicos imprimían el número en las tarjetas de visita.
—¡Hola, Hans! ¡Soy Josh! Me preguntaba... —Sutter terminó la conversación en menos de un minuto—. Hans está en casa —le dijo a Malloy—. Nos conseguirá la información mañana a primera hora.
—Llámalo otra vez —insistió Malloy—. Dile que lo necesitáis esta noche.
—Con el debido respeto —intervino Randal, en un tono que, en realidad, tenía poco de respetuoso—, tú no puedes darnos órdenes.
—Creía que había venido a ayudar.
—No veo que lo estés haciendo.
—Es una llamada telefónica para ti y otra para Hans, ¿cuál es el problema?
—Que Hans ya se ha ido a casa.
—Vale... si queréis darle a Jack Farrell otras veinticuatro horas...
Los dos agentes se miraron. Al final, Sutter volvió a llamar, y aquella vez Hans dijo que le devolvería la llamada. Sutter miró a su compañero.
—Se ha cabreado —anunció rojo de vergüenza y rabia. —Claro que sí —repuso Malloy—, pero os conseguirá el número.
—No lo pillo —respondió Randal—, ¿de qué sirve un teléfono público?
—Es algo con lo que trabajar hasta que surja una buena pista.
Randal miró su plato; estaba enfadado porque hasta entonces se habían llevado muy bien con Hans.
El teléfono de Sutter sonó, acabando con el incómodo silencio.
—¡Sutter! —Escuchó, asintió y escribió el número de teléfono y la dirección, garabateando el nombre de la calle alemana mientras Hans se lo dictaba. Cuando terminó le dio las gracias, diciendo que había sido de gran ayuda. Todavía al teléfono, Sutter miró a Malloy, pero Malloy sacudió la cabeza—. ¡Te lo cuento mañana!
Malloy cogió la información y soltó dos billetes de cien euros en la mesa, lo bastante para tres comidas con sus bebidas correspondientes.
—Os lo agradezco, caballeros. Que lo paséis bien.
—¿Qué? ¿A dónde vas ahora?
—Intentaré encontrar a esas dos animadoras, a ver si son tan buenas como parecen —respondió Malloy, mirando la hora—. ¡No me esperéis, chicos!
M
ONTSÉGUR (FRANCIA)
V
ERANO DE 1931
.
A LO LEJOS, MONTSÉGUR PARECÍA UNA PIRÁMIDE QUE SE introducía en el cielo azul, con la antigua fortaleza en el pico. En las ruinas, que eran en realidad parte de un castillo posterior, Rahn les explicó que Montségur había sobrevivido a más de treinta años de guerra antes de rendirse en marzo de 1244.
—Solo pidieron una tregua de quince días para prepararse para su destino —les contó—. En vez de seguir luchando, las fuerzas del Vaticano y Francia les concedieron la tregua. Hasta ahí llegan los hechos. Me temo que el resto es pura especulación, aunque eso no ha evitado que todos hablen del tema con una certeza que resulta asombrosa para cualquier mente académica. Según cuenta la historia más famosa, cuatro sacerdotes cataros treparon por el muro y bajaron por el acantilado, llevándose con ellos el legendario tesoro de los cataros. El tesoro varía según quien cuente la historia: oro, el sudario de Turín, el evangelio original de Juan... o el eterno favorito, el santo grial. Tampoco se sabe a dónde llevaron el tesoro esos sacerdotes, aunque a casi todos les gusta pensar que lo entregaron a sus amigos, los caballeros templarios. Por supuesto, nadie encontró nada cuando detuvieron a todos los templarios medio siglo después, pero eso también lo explican con otra huida en el último minuto.
—¿Y cuál es tu teoría? —le preguntó Bachman.
—No la tengo, aunque un anciano que solo sabía hablar francés del Languedoc me contó una historia muy buena. Fue la primera vez que subí la montaña. Cuando descubrió que podía hablar su idioma casi con la misma fluidez que él, el anciano me dijo que los jóvenes de hoy en día no estaban interesados en las antiguas historias, pero que, cuando él era joven, los ancianos de su aldea relataban una leyenda sobre Montségur que juraban era completamente cierta. No hizo falta más que mostrarle algo de interés para que me la contara. Me dijo que los sacerdotes que protegían el grial en Montségur se lo dieron a su reina, Esclarmonde, la noche antes de la rendición. Tal era la pureza de la reina Esclarmonde que se transformó de inmediato en paloma, salió volando hacia el Monte Tabor y tiró el grial en la montaña.
—¡Pero eso es imposible! —se quejó Bachman—. ¡Prefiero la historia de los cuatro sacerdotes! ¡Te puedes imaginar las cuerdas y el temor a que los capturasen! Es..., bueno, ¡es creíble! Convertirse en paloma...
—Estoy de acuerdo, y salvo por el hecho de que es una fantasía de principio a fin, la historia de los cuatro sacerdotes es maravillosa. Sin embargo, deja que te cuente algo que sí es cierto: la mañana del 16 de marzo de 1244, doscientos once cataros salieron de su fortaleza. Cruzaron este prado y se metieron en la hoguera que el gran inquisidor había preparado para todos aquellos que no renunciasen a su fe. Ni uno de ellos se detuvo a rezar o a pensar en el mundo que abandonaban. Ni uno de ellos dio la espalda a las llamas para renunciar a su fe. Ni uno vaciló.., ni uno. Según los testigos, ni siquiera gritaron hasta que las llamas los envolvieron. Así es como murieron y eso, os recuerdo, es lo que contaban sus enemigos.
De repente se levantó viento y Elise se estremeció.
—¿De verdad se puede morir con tanto valor, Otto?
—Creo que para enfrentarse a la muerte con tanta valentía hace falta amar algo que no sea nuestra propia carne.
—Yo daría todo lo que poseo por tener semejante coraje —respondió Elise.
—Pues será mejor que reces por no necesitarlo nunca —repuso Bachman.
Más tarde, cuando estaba sentada en la hierba, Rahn se unió a ella mientras Bachman examinaba las fortificaciones naturales que soportaban los muros del castillo.
—Le voy a pedir a Dieter que nos lleve de vuelta a Séte mañana, Otto. Te invitará a venir, por supuesto.
—Es muy amable. Me encantaría.
—Creo que no deberías aceptar su invitación.
Rahn se volvió para ver por qué, pero, por una vez, ella no fue capaz de mirarlo a los ojos.
—Cuando vuelva a Berlín me gustaría pensar en ti aquí sentado, exactamente como estás en este preciso instante —dijo Elise—. No quiero arruinar esa imagen perfecta. Quiero que en mi vida haya algo que siga siendo bueno y puro, aunque el resto se mancille con el devenir de los días. —Se inclinó sobre él, rozándole la mejilla con los labios—. Y yo estaré aquí contigo, entre estos bellos fantasmas, mientras me dure el aliento.
B
ARRIO DE
S
T
. P
AULI
(H
AMBURGO
)
V
IERNES-SÁBADO, 18 DE MARZO DE 2008
.
Malloy salió de la Reeperbahn por la Davidstrasse y recorrió tranquilamente la Herbertstrasse, donde un policía estaba cortándoles el paso a todas las mujeres respetables y a todos los chicos de menos de dieciséis años. Aquel callejón sólo era para hombres y damas de la noche. Un grupo de prostitutas se reunió cerca del poli para enseñar sus brevísimos trajes a los espectadores interesados, abriendo para ello los abrigos largos que llevaban encima. Animaban a gritos a cualquiera que las mirase dos veces. No pagaban nada por estar allí, aunque, claro, tenían habitaciones cerca. Al igual que las mujeres que esperaban en los escaparates de la Herbertstrasse, justo detrás de la barrera de acero manchada de grafiti, había prostitutas de múltiples formas y tamaños, desde bellezas despampanantes a mujeres dejadas y endurecidas: variedad para todos los gustos y precios para cualquier bolsillo. Malloy avanzó con la multitud por la calle y se encontró con una imagen de nostalgia pura, el anticuado espectáculo del que los marineros del puerto de Hamburgo llevaban siglos disfrutando. Algunas damas estaban desnudas, salvo por una liga o un collar, aunque la mayoría llevaba lo suficiente para despertar el interés de los hombres que abarrotaban la calle para ver la función. Hacían sus tratos detrás del cristal, para que todos lo vieran, pero, cuando terminaban las negociaciones, los clientes entraban y la cortina bajaba.
Después del ataque de ligas y encaje, Malloy siguió andando por un laberinto de calles laterales, que era donde se realizaban los tratos menos habituales. Allí podían encontrarse clubs de striptease en los que solo había una bailarina. Por supuesto, las propinas siempre eran bien recibidas, pero si alguien estaba realmente interesado en agradar a la bailarina tenía que subir con ella a la habitación. Eso dejaba el escenario libre durante quince o veinte minutos, aunque, a veces, incluso eso resultaba excitante.
Había clubs sexuales en los que tanto hombres como mujeres podían observar la actuación en vivo de los modelos. Si el espectáculo los motivaba, los clientes podían montar el suyo... siempre que fuese gratis. Dentro de los clubs sexuales no se permitía la prostitución. Allí no se veían las brillantes luces de la Reeperbahn porque la gente prefería las sombras. En una esquina había una chica fumando. Un chico se apoyaba en una pared de ladrillo. Al gusto de cada cual. Malloy se metió en un bar de striptease, se bebió tranquilamente una botella de cerveza y contempló a la bailarina. Después cruzó la calle y entró en otro establecimiento llamado Das Sternenlicht, la luz de las estrellas. En aquel, Dale Perry se encontraba detrás de la barra, mientras una chica de delgadez enfermiza y pelo rubio desvaído bailaba en un diminuto escenario mugriento. Cinco hombres la observaban sin mucho interés y nadie, salvo la bailarina, miró a Malloy dos veces. Dale Perry era un negro de cuarenta y tantos con rastas largas y unas cuantas cicatrices bien merecidas; también sabía esbozar una agradable sonrisa cuando le apetecía hacerlo. Su aspecto era el de un luchador libre universitario que ha ganado algunos kilos de músculo desde los buenos tiempos.
Dale le dijo en alemán a uno de los hombres:
—Encárgate un momento.
Después se dirigió a lo que parecía ser el almacén, sin mirar en ningún momento a Malloy. Este le pidió una botella de cerveza al camarero sustituto, aunque no bebió mucho. Miró a la chica y sintió lástima por ella. Después del espectáculo, dejó un billete de veinte euros en el escenario, suficiente para un chute de heroína, y se volvió para marcharse.
—¿Dónde vas, cielo? —le preguntó ella—. ¿No quieres un beso?
El señaló su anillo de casado igual que había hecho antes Josh Sutter y se encogió de hombros con gesto afable. —¡Si no se lo dices tú, yo tampoco! La voz de la chica era como el cristal al romperse.
Malloy se dirigió a un espectáculo sexual y esperó en la puerta, como si vacilase, pero después siguió andando. Por si alguien miraba, se tambaleó un poco, se metió en un callejón y salió a un patio en el centro de un edificio. La luz ambiental de las ventanas iluminaba una docena de automóviles, unos cuantos cubos de basura e incluso algo de acción en la sombras, cerca de la entrada trasera de una librería de material para adultos. Se dirigió a la puerta trasera de Das Sternenlicht y esperó. Justo a medianoche, Dale Perry abrió la puerta cerrada con llave y dijo en inglés:
—¡T.K., amigo! ¡Entra! —Malloy lo hizo y los dos se dieron la mano—. ¡Cuánto tiempo!
—Demasiado. Me alegro de volver a verte, Dale.
—La verdad es que cuando Jane me llamó para decirme que venías, le dije: «¡Creía que ese viejo perro estaría ya muerto!».
—No será porque no lo hayan intentado —respondió Malloy, sonriendo y levantando un hombro. —¡Lo he oído!
Dale llegó a Zúrich hacía veintitantos años; era un joven trotamundos que Jane había reclutado para ser uno de sus espías sin tapadera oficial, como Malloy. Lo habían entrenado en la Granja, pero su alemán era algo vacilante y no tenía credenciales en las calles de Europa. La reputación no es algo que se pueda falsificar, había que ganársela. Malloy le consiguió un trabajo de camarero en el club de striptease de uno de sus activos y lo envió a Hamburgo seis meses después.
Se suponía que el viaje de Dale debía durar tres años, pero Jane Harrison lo había convencido para que se quedase otros dos. Jane era persuasiva. Al cabo de cinco años, su gente solía estar tan afianzada que no quería volver a casa. Demasiado poder, demasiado dinero flotando libremente por ahí y demasiada libertad para volver a aprender a conformarse con menos. Durante su segundo periodo de servicio, Dale se había casado con una inmigrante rusa que trabajaba en un bufete de abogados del centro. Se instalaron en el barrio de St. Pauli, unas calles al norte del puerto, los turistas y las prostitutas callejeras. Era un buen barrio de clase trabajadora con familias y colegios decentes. Cinco años se convirtieron en diez, diez en veinte y, en aquellos momentos, como Malloy en sus últimos días en Zúrich, lo que más temía Dale era recibir la llamada que lo llevase de vuelta a Langley.