A pesar de todo, notaba la pistola rara en la mano y una extraña sensación de temor en la garganta. «Son chavales», pensó. Intentó imaginarse a un grupo de quinceañeros pasando con el coche y tirando algo a la cancela, pero su cuerpo le decía que se trataba de algo distinto.
Había hablado con algunos policías sobre momentos como aquel. Le contaban que la primera emoción era el miedo en estado puro. Después se negaban a creérselo. Por el momento, él seguía el mismo patrón. Al abrir la puerta del dormitorio, Ohlendorf vio que su hija de diecisiete años estaba en el pasillo mirándolo con curiosidad.
—Vuelve a entrar, Michelle —le dijo, pero ella se quedó mirando la pistola—. ¡Vuelve a tu cuarto!
—¿Qué está pasando? —preguntó ella, parpadeando.
—Seguro que son unos chavales armando follón, pero voy a asegurarme.
—He oído cristales rotos.
—¡Vuelve a tu cuarto! —le ordenó él, sin preguntarle dónde había oído el ruido.
Cuando se cerró la puerta, avanzó por el pasillo a oscuras. Empezó a sonar el teléfono; la empresa de seguridad. Si no respondía de inmediato, llamarían a la policía. «Pues que llamen», pensó. Tenía las manos sudorosas por culpa del miedo y notaba un nudo en el pecho. Cristales rotos, eso quería decir que habían entrado en la propiedad. El sabor metálico de la adrenalina era cada vez más intenso, y la casa a oscuras, su retiro privado del mundo, le parecía un lugar aterrador. Quería que llegase la policía y, sobre todo, deseaba que un profesional tranquilo le dijese que todo iba bien. Sin embargo, estaría solo durante los diez o quince minutos siguientes.
Susurró de nuevo la palabra que lo tranquilizaba, chavales, aunque los chicos imaginarios habían crecido, y eran más grandes y mucho más peligrosos. Recordó lo que le habían dicho sus amigos policías: después de asustarte y negar la evidencia, empezabas a pensar en lo que sucedería si disparases a alguien que no va armado... o te preguntabas si se te paralizarían los músculos. Le dijeron que, a veces, el mero hecho de intentar levantar el arma o dar un paso adelante era más de lo que podían soportar.
Ohlendorf nunca había sentido un temor semejante y no tenía ni idea de si sería capaz de superarlo. Acababa de dejar atrás el dormitorio de su hija y, de repente, llegar a las escaleras le parecía imposible. Le dolía el pecho y apestaba a miedo. Entonces, al oír cómo se hacía añicos la puerta trasera, ocurrió algo extraño: pasó a la siguiente emoción, la rabia. Según le contaron, a veces te paralizabas, pero, otras veces, perdías el miedo y seguías adelante, ¡porque no te gustaba que alguien entrase en tu propia casa!
Aunque no lograba recordar cómo había llegado hasta las escaleras, hincó una rodilla en el suelo, se apoyó en la pared enyesada y se asomó a la barandilla. Oyó cristales que se rompían en el comedor y una silla que caía al suelo. Esperó a que subieran a por él y pensó en sus prácticas de tiro al blanco. Entonces, un miedo nuevo perforó su dura coraza emocional, un miedo extraño, teniendo en cuenta la situación: ¡iba a matar a alguien! Resultaba curioso cómo reaccionaba su cuerpo ante la idea. No era como encargar la muerte de una persona, cosa que siempre le hacía sentir un poder con tintes eróticos. Solo había que decir una palabra, transferir el dinero a una cuenta, y una vida se extinguía... ¡a veces una vida muy importante! No había nada parecido, pero aquella vez pasaría delante de él, él tendría que apretar el gatillo y ver la sangre, explicárselo a la policía, y ver cómo su mujer y su hija se enfrentaban al suceso. Nada de anonimato. Ocurriera lo que ocurriera en los siguientes segundos, él respondería por ello.
Más ruidos de cosas rotas abajo. Dos hombres como mínimo, a juzgar por el estrépito. Pudo ver a uno de ellos, una figura negra de pies a cabeza. Llevaba máscara y un Kalashnikov. Al ver el fusil, Ohlendorf vaciló, porque un Kalashnikov era capaz de disparar diez balas por segundo. Si el otro hombre también tenía uno, en cuanto él utilizase la Beretta abrirían fuego contra su posición. Diez balas por segundo durante tres o cuatro segundos reventarían la pared... y a él con ella. Mientras esperaba, deseando poder derribar a los dos antes de que respondiesen, Ohlendorf notó que algo le pinchaba la espalda. Intentó volverse para ver qué había pasado, pero se mareó. Al intentar espantar lo que le hubiese picado, empezó a caer hacia delante.
Ya estaba soñando cuando se golpeó contra el primer escalón, y completamente inconsciente antes de llegar al segundo.
Ethan vio que Ohlendorf caía hacia el rellano de las escaleras y corrió para frenar el golpe. Comprobó el pulso de su objetivo y se lo echó a la espalda.
—Tú delante, hombre —susurró Kate al bajar las escaleras.
Malloy salió por donde habían entrado. Siguiendo órdenes de Kate, se detuvo en medio del patio y se volvió para cubrir la retirada, aunque no se veía que nadie los siguiera. Tampoco se habían encendido más luces dentro de la casa. Kate lo llamó por el intercomunicador desde el muelle.
—¡A las lanchas! ¡Ahora!
Malloy corrió hacia el muelle. Kate cubrió su retirada, pero no hacía falta: aunque las luces seguían encendidas y la alarma sonaba, nadie los perseguía. Kate cortó el cable que amarraba el Bayliner y saltó a bordo. Ethan esperó en el lado de babor con Ohlendorf encima.
—Ayúdame a subirlo —pidió.
Kate saltó al Chris Craft y Malloy fue detrás de ella. Juntos recogieron el cuerpo de Ohlendorf para meterlo en la lancha pequeña. Ella se sentó al timón, mientras Malloy colocaba el cuerpo inconsciente del alemán en el suelo.
—¿Todo bien? —preguntó Kate.
—Lo tengo —respondió Ethan por el intercomunicador. Seguía dentro del Bayliner. Los motores gemelos arrancaron y las dos lanchas se alejaron del muelle juntas, con las luces del Bayliner encendidas.
Una vez en el lago, Ethan ató el timón y dejó que el Bayliner siguiera rumbo sudeste, lo que lo haría recorrer todo el largo del lago antes de chocar contra la orilla. Después saltó al Chris Craft y lo soltó del yate de Ohlendorf. El Chris Craft viró a la izquierda, detrás del Bayliner, para después girar a la derecha y travesar la estela como una sombra oscura en el agua. ^ Siete minutos después de que sonara la alarma, oyeron primeras sirenas de la policía en dirección norte por la carretera. Un minuto después vieron una lancha de la policía cruzado a toda velocidad el Aussenalster detrás del iluminado
Bayliner. Tres minutos después, los policías alcanzaban el barco, mientras el Chris Craft llegaba en silencio al muelle de Alte Rabenstrasse. Kate y Ethan desembarcaron a Ohlendorf, y Ethan lo cargó hasta el aparcamiento. Malloy corrió delante de ellos y arrancó el coche.
Trece minutos después de que sonara la alarma recorrían las calles con el coche.
B
ARRIO DE
S
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AULI
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AMBURGO
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ÁBADO-DOMINGO, 19 DE MARZO DE 2008
.
Se metieron en una calle tranquila y vieron un coche de policía que avanzaba en dirección opuesta. Se movía a toda velocidad, aunque sin luces ni sirena. Malloy llevó el coche hacia la acera y, cuando observó que el policía no estaba interesado en ellos, volvió al centro de la calzada y observó al poli por el retrovisor.
—Están cerrando las carreteras —dijo Ethan. Llegaron a un semáforo y vieron otro coche de policía que avanzaba despacio por el cruce, aunque después aceleró, también sin encender luces ni sirena. Se metieron en una arteria y se toparon con el tráfico de la noche del sábado. Cerca de Reeperbahn, el tráfico se ralentizaba, así que Malloy cogió varias calles laterales para llegar a la zona de aparcamientos del patio trasero del bar de Dale Perry.
Kate cogió sus dos bolsas de lona. Ethan sacó a Ohlendorf del asiento de atrás y se lo echó al hombro. Malloy los condujo a la parte trasera del bar y bajó con ellos las escaleras.
Ethan dejó a Ohlendorf en una silla de madera de respaldo recto que estaba en el centro de la habitación y empezó a atarlo a ella por las muñecas y los tobillos. Kate encontró una cafetera en la cocina y preparó café, mientras Malloy encendía su móvil y leía un mensaje de Dale Perry.
—¿Conseguiste a tu abogado? —preguntó Dale cuando Malloy lo llamó.
—Acabamos de regresar. ¿Por qué? ¿Has descubierto algo?
—Creo que sí. ¿Dónde estáis?
—En tu bar, abajo.
—Estaré en la puerta de atrás dentro de un par de minutos.
Malloy le dijo a Kate y Ethan que quizá tuviese algo, y después salió. Al cabo de unos cinco minutos apareció un Land Rover en el aparcamiento del patio; Dale aparcó detrás del Toyota y se quedó dentro del vehículo.
—Mi contacto me llamó después de cenar —le contó a Malloy—. Llevo unas cuatro horas siguiéndoles la pista a varios móviles, uno a uno.
—¿Has encontrado a Helena Chernoff?
—La verdad es que no saqué nada del teléfono que me diste, pero encontré algo interesante cuando miré las llamadas de las otras cabinas de la zona. Resulta que, dos días antes del asalto policial al Royal Meridien, alguien llamó a un móvil que estaba dentro del hotel. Ese mismo móvil entró y salió del hotel varias veces antes del asalto, pero, después, no se ha movido de un piso de la Altstadt. —Le entregó a Malloy un papel—. Esta es la dirección.
—¿Qué sabemos del teléfono? —preguntó Malloy mientras se guardaba el papel en el bolsillo.
—Ahí es donde la cosa se pone interesante, T.K. El teléfono recibe una llamada al día, normalmente a la misma hora y siempre desde una cabina del interior de la ciudad, aunque nunca se trate de la misma. El móvil no sale nunca del edificio.
—¿Crees que Chernoff y Farrell están escondidos y que alguien les hace los recados hasta que consigan pasaportes nuevos?
—Eso me parece.
—¿Qué sabes sobre la cuenta del teléfono?
—Se activó localmente mientras Farrell seguía en Barcelona. Está registrado a nombre de H. Langer, con fondos de un banco de Zúrich. Jane ha puesto a alguien a investigar el alias y el banco, por si no la cogemos esta noche.
—¿Le has echado un vistazo al lugar?
—Acabo de pasar en coche. Es un edificio de viviendas semi adosado con seis plantas y, me parece, dos pisos por planta. Hay una entrada en el lado sur. Es la única forma de entrar o salir, aparte de una de las ventanas o balcones.
—¿Podemos averiguar en qué piso está?
—No con el software que localiza móviles. Solo tengo una precisión de treinta metros y no vale para ubicaciones en vertical. El teléfono podría estar en la primera planta o en la sexta, y yo no notaría la diferencia, pero me pasaré por la casa y captaré una imagen térmica. Así no entraremos a ciegas.
—Voy a necesitar que te encargues del equipo del perímetro para que nadie nos ataque por detrás. ¿Te supone un problema?
—Puedo hacer lo que quieras —respondió Dale.
—Los agentes del FBI se han presentado voluntarios para ayudarnos a echar un ojo para no tener sorpresas. ¿Cuánto tiempo necesitas para examinarlo todo bien?
—¿Por qué no nos reunimos allí dentro de treinta minutos?
—Me parece bien. Te llamaré cuando salgamos. Malloy marcó el teléfono de la recepción del Royal Meridien mientras Dale le daba la vuelta al Land Rover para salir por donde había llegado. Preguntó por la habitación de Jim Randal y, cuando Randal cogió, le dijo: —Tenéis que moveros ahora.
David Carlisle estaba dormido cuando sonó el teléfono.
—¿Sí? —contestó, intentando despertarse mientras se incorporaba.
—Alguien ha secuestrado a Hugo Ohlendorf.
—¿Cuándo? —preguntó, después de lanzar un improperio y mirar al techo.
—Poco después de medianoche.
—¿Malloy?
—La policía aún está intentando aclararse. No tengo ningún detalle, salvo que Ohlendorf ha desaparecido y nadie tiene ni idea de dónde está. Por otro lado, Malloy acaba de llamar a Randal. No sé qué le habrá contado, pero Randal ha llamado a Sutter para decirle que tenían que ponerse en marcha.
—Entonces, ¿ya vienen? —preguntó Carlisle, sonriendo. —Te llamaré cuando lo sepa seguro.
Malloy le hizo una señal a Ethan y Kate para que lo siguieran al dormitorio. Después de cerrar la puerta, les dijo:
—Puede que hayamos encontrado a Chernoff y Farrell.
Sacó el papel y Ethan usó el GPS para encontrar la dirección.
—La Altstadt —dijo enseñándoles el mapa electrónico a Malloy. Los tres dedicaron un momento a observar la posición de las calles. Dependiendo del tráfico, que todavía era constante pero pronto empezaría a dispersarse, estaba a menos de diez minutos de ellos.
—Entonces, ¿qué hacemos con Hugo? —preguntó Kate.
—Tenemos entre quince y veinte minutos. Vamos a averiguar a cuánta gente tiene Chernoff trabajando para ella.
—No es mucho tiempo —repuso Ethan.
—No hace falta llevarlo al límite, solo necesitamos lo básico. Escuchad, si necesito llamar su atención, Ethan, tú le darás un manotazo en la parte de atrás de la cabeza o le golpearás la frente con la palma de la mano. No le hagas daño, solo quiero que se centre en su situación. Que comprenda que te encantaría hacer más, pero que te contengo. —Malloy señaló a Kate—. Tú eres el factor desconocido. Cuando no te guste algo, empieza a pasearte por la habitación. Muéstrate impaciente. Estás deseando una oportunidad... porque sabes cómo sacarle la información. —Kate asintió—. Que te vea, después ponte detrás de él. Vestida como estás, con el pasamontañas, ni siquiera estará seguro de si eres hombre o mujer, así que no digas nada a no ser que haga falta. Deja que se preocupe, que se pregunte cuál es tu papel en la película. Cuando yo te diga que hagas algo, no vaciles. Que parezca que lo que te pido es justo lo que querías hacer desde el principio.
En la habitación principal, Malloy se sentó en una silla de respaldo recto como la de Ohlendorf. Sus rodillas casi tocaban las del secuestrado, y utilizó una toalla húmeda para limpiarle la cara.
—¿Qué queréis? —preguntó Ohlendorf en alemán. Estaba bronceado, empezaba a escasearle el pelo en la coronilla y se le veían algunas canas en las sienes. Tenía cincuenta y tantos, pero estaba en forma. En otras circunstancias, Malloy estaba bastante seguro de que era un tipo encantador y bastante sofisticado. En pijama y zapatillas de casa, con las pupilas dilatadas y el pelo revuelto, parecía salido del psiquiátrico.
—¿Quiere un café? —le preguntó Malloy en alto alemán