La insoportable levedad del ser (27 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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Estaba tan excitado que se incorporó en la cama. Teresa respiraba profundamente a su lado. Pensaba que la muchacha del sueño no se parecía a ninguna de las mujeres que jamás había visto. La muchacha que le había parecido íntimamente conocida era precisamente una completa desconocida. Pero era precisamente la que siempre había anhelado. Si existe para él algún paraíso personal, en ese paraíso tendría que vivir con ella. Esa mujer del sueño es el «es muss sein!» de su amor.

Recordó el conocido mito de El banquete de Platón: los humanos eran antes hermafroditas y Dios los dividió en dos mitades que desde entonces vagan por el mundo y se buscan. El amor es el deseo de encontrar a la mitad perdida de nosotros mismos.

Admitimos que eso es así; que cada uno de nosotros tiene en algún lugar del mundo a su mitad, con la que una vez formó un solo cuerpo. La otra mitad de Tomás era la muchacha con la que había soñado. Lo que sucede es que el hombre no encuentra a la otra mitad de sí mismo. En su lugar le envían, en un cesto aguas abajo, a Teresa. ¿Pero qué sucede si se encuentra realmente con la mujer que le corresponde, con la otra mitad de sí mismo? ¿A quién dará prioridad? ¿A la mujer del cesto o a la mujer del mito de Platón?

Se imaginó que estaba viviendo en un mundo ideal con la muchacha del sueño. Junto a las ventanas abiertas de su residencia pasa Teresa. Está sola, se detiene en medio de la acera y desde allí lo mira, con una mirada de infinita tristeza. Y él no soporta aquella mirada. ¡Siente otra vez el dolor de ella en su propio corazón! Está otra vez en poder de la compasión y se hunde en el alma de ella. Atraviesa de un salto la ventana. Pero ella le dice amargamente que se quede allí donde se siente feliz y hace aquellos gestos bruscos y crispados que le disgustaban en ella y que siempre le habían molestado. Coge aquellas manos nerviosas y las estrecha entre las suyas para calmarlas. Y sabe que abandonaría en cualquier momento la casa de su felicidad, que abandonaría en cualquier momento su paraíso en el que vive con la muchacha del sueño, que traicionaría el «es muss sein!» de su amor para irse con Teresa, la mujer nacida de seis ridículas casualidades.

Seguía incorporado en la cama y miraba a la mujer que yacía a su lado y apretaba en sueños su mano. Sentía hacia ella un amor indescriptible. Ella debía tener en aquel momento un sueño muy frágil porque abrió los ojos y lo miró con asombro.

—¿Qué miras? —preguntó ella.

Sabía que no debía despertarla, que tenía que hacer que volviese a dormirse; por eso trató de responder de tal modo que sus palabras creasen en su mente la imagen de un nuevo sueño.

—Miro las estrellas —dijo.

—No mientas, no miras las estrellas. Estás mirando hacia abajo.

—Porque estamos en un avión. Las estrellas están por debajo de nosotros —respondió Tomás.

—Ah, en un avión —dijo Teresa.

Apretó aún más la mano de Tomás y volvió a dormirse. Tomás sabía que ahora Teresa estaba mirando por la ventana redonda de un avión que vuela muy por encima de las estrellas.

Sexta Parte
La Gran Marcha
1

Fue en 1980 cuando pudimos leer por primera vez, en el «Sunday Times», cómo murió Lakov, el hijo de Stalin. Preso en un campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial, compartía su alojamiento con oficiales británicos. Tenían el retrete en común. El hijo de Stalin lo dejaba sucio. A los ingleses no les gustaba ver el retrete embadurnado de mierda, aunque fuera mierda del hijo de quien entonces era el hombre más poderoso del mundo. Se lo echaron en cara. Se ofendió. Volvieron a reprochárselo una y otra vez, le obligaron a que limpiase el retrete. Se enfadó, discutió con ellos, se puso a pelear. Finalmente solicitó una audiencia al comandante del campo. Quería que hiciese de juez. Pero aquel engreído alemán se negó a hablar de mierda. El hijo de Stalin fue incapaz de soportar la humillación. Clamando al cielo terribles insultos rusos, echó a correr hacia las alambradas electrificadas que rodeaban el campo. Cayó sobre ellas. Su cuerpo, que ya nunca ensuciaría el retrete de los ingleses, quedó colgando de las alambradas.

2

El hijo de Stalin no tenía una vida fácil. Su padre lo había concebido con una mujer a la que, después, según todos los indicios, asesinó. El joven Stalin era por tanto hijo de Dios (porque su padre era venerado como un Dios) y, al mismo tiempo, reprobó. La gente lo temía por partida doble: podía hacerles daño con su poder (al fin y al cabo era hijo de Stalin)» y con su favor (el padre podía castigar a sus amigos en lugar de hacerlo con el hijo reprobado).

La reprobación y el privilegio, la felicidad y la infelicidad, nadie sintió de un modo más concreto hasta qué punto estos contrarios son intercambiables y hasta qué punto no hay más que un paso desde un polo de la existencia humana hasta el otro.

Nada más empezar la guerra lo capturaron los alemanes, y otros prisioneros, que pertenecían a una nación que siempre le había sido profundamente antipática por su incomprensible introversión, lo acusaron de ser sucio. ¿El, que debía soportar el peso del mayor drama imaginable (ser al mismo tiempo hijo de Dios y ángel reprobado), debía ser ahora sometido a juicio, no por cuestiones elevadas (referidas a Dios y a los ángeles), sino por asuntos de mierda? ¿Está entonces el más elevado drama tan vertiginosamente próximo al más bajo?

¿Vertiginosamente próximo? ¿Es que la proximidad puede producir vértigo?

Puede. Cuando el polo norte se aproxima al polo sur hasta llegar a tocarlo, la tierra desaparece y el hombre se encuentra en un vacío que hace que la cabeza le dé vueltas y se sienta atraído por la caída.

Si la reprobación y el privilegio son lo mismo, si no hay diferencia entre la elevación y la bajeza, si el hijo de Dios puede ser juzgado por cuestiones de mierda, la existencia humana pierde sus dimensiones y se vuelve insoportablemente leve. En ese momento el hijo de Stalin echa a correr hacia los alambres electrificados para lanzar sobre ellos su cuerpo como sobre el platillo de una balanza que cuelga lamentablemente en lo alto, elevado por la infinita levedad de un mundo que ha perdido sus dimensiones.

El hijo de Stalin dio su vida por la mierda. Pero morir por la mierda no es una muerte sin sentido. Los ale manes, que sacrificaban su vida para extender el territorio de su imperio hacia oriente, los rusos, que morían para que el poder de su patria llegase más lejos hacia occidente, ésos sí, ésos morían por una tontería y su muerte carece de sentido y de validez general. Por el contrario, la muerte del hijo de Stalin fue, en medio de la estupidez generalizada de la guerra, la única muerte metafísica.

3

Cuando yo era pequeño y hojeaba el Antiguo Testamento adaptado para niños y adornado con grabados de Gustav Doré, veía ahí a Dios sobre una nube. Era un anciano, tenía ojos, nariz, una larga barba y yo me decía que, si tenía boca, debía comer. Y si come, también tenía que tener tripas. Pero aquella idea me asustaba porque, aunque era hijo de una familia más bien no creyente, sentía que la idea de las tripas de Dios era una blasfemia.

Sin ningún tipo de preparación teológica, espontáneamente, comprendí desde niño la incompatibilidad entre la mierda y Dios y, de ahí, cuan dudosa resulta la tesis básica de la antropología cristiana según la cual el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Una de dos: o el hombre fue creado a semejanza de Dios y entonces Dios tiene tripas, o Dios no tiene tripas y entonces el hombre no se le parece.

Los antiguos gnósticos lo sentían igual que yo cuando tenía cinco años. Valentín, gran maestro de la Gnosis en el siglo segundo, decía para resolver este enrevesado problema que Jesús «comía, bebía, pero no defecaba».

La mierda es un problema teológico más complejo que el mal. Dios les dio a los hombres la libertad y por eso podemos suponer que al fin y al cabo no es responsable de los crímenes humanos. Pero el único responsable de la mierda es aquel que creó al hombre.

4

En el siglo cuarto, San Jerónimo rechazaba por completo la idea de que Adán y Eva fornicaran en el paraíso. Por el contrario, Juan Escoto Erígena, gran teólogo del siglo noveno, admitía semejante idea. Pero imaginaba que a Adán se le elevaba el miembro tal como se eleva el brazo o el pie, cuando quería y como quería. No busquemos en esta imagen el eterno sueño del hombre obsesionado por la amenaza de la impotencia. La idea de Escoto Erígena tiene otro sentido. Si el miembro puede elevarse por una simple orden del cerebro, la excitación carece de utilidad. El miembro no se yergue porque estemos excitados, sino porque se lo ordenamos. Lo que al gran teólogo le parecí a incompatible con el paraíso no era la fornicación y el placer ligado a ella. Lo incompatible con el paraíso era la excitación. Recordémoslo bien: en el paraíso existía placer, no excitación.

En esta meditación de Escoto Erígena podemos encontrar la clave de una especie de justificación teológica (dicho de otro modo, de una teodicea) de la mierda. Mientras se le permitió al hombre permanecer en el paraíso, o bien (al modo de Jesús, según afirmaba Valentín) no defecaba o, lo cual parece más probable, la mierda no se entendía como algo asqueroso. Cuando Dios expulsó al hombre del paraíso, hizo que conociera el asco.

El hombre empezó a ocultar aquello de lo que se avergonzaba y, cuando levantó el velo, le cegó un resplandor. De ese modo conoció, inmediatamente después del asco, la excitación. Sin mierda (en sentido literal y figurado) no existiría el amor sexual tal como lo conocemos: acompañado de palpitaciones del corazón y ceguera de los sentidos.

En la tercera parte de esta novela hablé de Sabina semidesnuda, con el sombrero hongo en la cabeza, junto a Tomás, vestido. En aquella ocasión silencié algo. En el momento en que se miró al espejo y se sintió excitada por su ridiculización, se le cruzó por la cabeza la ocurrencia de que Tomás la cogería así, con el sombrero hongo en la cabeza, y la sentaría en la taza del water y ella cagaría delante de él. En ese momento empezó a palpitarle el corazón, perdió la conciencia de lo que ocurría, tumbó a Tomás en la alfombra y poco después gritaba de placer.

5

La disputa entre quienes afirman que el mundo fue creado por Dios y quienes piensan que surgió por sí mismo se refiere a algo que supera las posibilidades de nuestra razón y nuestra experiencia. Mucho más real es la diferencia que divide a los que dudan acerca del ser que le fue dado al hombre (por quien quiera que fuera y en la forma que fuera) y a los que están incondicional-mente de acuerdo con él.

En el trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno y que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos acuerdo categórico con el ser.

Si hasta hace poco la palabra mierda se reemplazaba en los libros por puntos suspensivos, no era por motivos morales. ¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral! El desacuerdo con la mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y entonces no cerremos la puerta del water!), o hemos sido creados de un modo inaceptable.

De eso se desprende que el ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal estético se llama kitsch.

Es una palabra alemana que nació en medio del sentimental siglo diecinueve y se extendió después a todos los idiomas. Pero la frecuencia del uso dejó borroso su original sentido metafísico, es decir: el kitsch es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable.

6

La primera rebelión interna de Sabina contra el comunismo no tuvo un carácter ético, sino estético. Pero lo que le producía rechazo era mucho menos la fealdad del mundo comunista (los palacios destrozados convertidos en establos) que la máscara de belleza que se ponía o, dicho de otro modo, el kitsch comunista. Su modelo es la festividad denominada primero de mayo.

Había visto las manifestaciones del primero de mayo en la época en que la gente aún estaba entusiasmada o aún fingía plenamente el entusiasmo. Las mujeres vestían camisas rojas, azules, blancas, de modo que, vistas desde los balcones y las ventanas, formaban diversas figuras: estrellas de cinco puntas, corazones, letras. En medio de las distintas partes de la manifestación iban pequeñas orquestas que tocaban marchas. Cuando los manifestantes se acercaban a la tribuna, hasta las caras más aburridas se iluminaban con una sonrisa, como si quisiesen demostrar que se alegraban convenientemente o, más exactamente, que estaban convenientemente de acuerdo. Y no se trataba de un mero acuerdo político con el comunismo, sino de un acuerdo con el ser en tanto que tal. La festividad del primero de mayo bebía de la profunda fuente del acuerdo categórico con el ser. La consigna tácita, implícita, de la manifestación no era «¡viva el comunismo!», sino «¡viva la vida!». La fuerza y la astucia de la política comunista consistían en haberse apoderado de esta consigna. Era precisamente esta estúpida tautología («¡viva la vida!») la que atraía a la manifestación comunista incluso a aquellos que eran indiferentes a las tesis comunistas.

7

Diez años más tarde (cuando vivía ya en Norteamérica), un amigo de sus amigos, senador norteamericano, la llevaba en su enorme automóvil. En el asiento trasero se apretujaban cuatro niños. El senador detuvo el coche; los niños bajaron y corrieron por el amplio césped hacia el edificio de un estadio en el que había una pista de patinaje sobre hielo. El senador, sentado al volante, miraba enternecido a las cuatro figuritas que corrían y se giró luego hacia Sabina: «Mírelos». Dibujó con la mano un círculo que pretendía abarcar el estadio, el césped y a los niños: «A esto lo llamo felicidad».

Tras aquellas palabras no sólo había felicidad porque los niños corrieran y el césped creciera, sino también una expresión de comprensión hacia una mujer que procedía de uno de los países del comunismo donde, a juicio del senador, el césped no crece y los niños no corren.

Pero Sabina se imaginaba precisamente en aquel momento al senador en la tribuna de la plaza praguense. Tenía en la cara precisamente la misma sonrisa que los gobernantes comunistas dirigían desde lo alto de su tribuna a los ciudadanos que sonreían del mismo modo, abajo, en la manifestación.

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