Read La insoportable levedad del ser Online
Authors: Milan Kundera
Ahora andaba por Praga con la pértiga de lavar escaparates y constataba con sorpresa que se sentía diez años más joven. Las vendedoras de las grandes tiendas le llamaban «doctor» (el tam-tam praguense funcionaba a la perfección) y le pedían consejos para sus constipados, sus espaldas doloridas y sus menstruaciones irregulares. Le miraban casi con vergüenza mientras él echaba agua al cristal, colocaba el cepillo en la pértiga y empezaba a limpiar el escaparate. Si hubieran podido dejar solos a los clientes en la tienda, seguro que le hubieran quitado la pértiga y hubieran lavado el cristal en su lugar.
Tomás tenía que atender sobre todo los grandes almacenes, pero la empresa lo enviaba con frecuencia también a casas de particulares. La gente aún vivía la persecución masiva de los intelectuales checos con una especie de euforia solidaria. Cuando sus antiguos pacientes se enteraban de que Tomás limpiaba escaparates, llamaban a la empresa y solicitaban sus servicios. Lo recibían entonces con una botella de champán o de slivo-vice, apuntaban en la factura que había limpiado trece ventanas y se pasaban dos horas charlando y brindando con él. Las familias de los oficiales rusos iban a vivir a Bohemia, por la radio se oían los discursos amenazantes de los funcionarios del Ministerio del Interior que habían reemplazado a los redactores despedidos y él se tambaleaba borracho por Praga y tenía la sensación de que iba de fiesta en fiesta. Eran sus grandes vacaciones.
Regresaba a su época de soltero. Y es que de pronto estaba sin Teresa. Sólo la veía de noche, cuando ella volvía del restaurante y él se despertaba ligeramente del primer sueño y luego otra vez por la mañana, cuando era ella la que estaba adormilada y él tenía prisa por llegar al trabajo. Tenía dieciséis horas para sí mismo y aquél era un ámbito de libertad inesperadamente conquistado. Todo ámbito de libertad significaba para él, desde su temprana juventud, mujeres.
Cuando sus amigos le preguntaban alguna vez cuántas mujeres había tenido en su vida, respondía con evasivas y si insistían decía: «Pueden haber sido unas doscientas». Algunos envidiosos afirmaban que exageraba. El se defendía: «No es tanto. Tengo relaciones con las mujeres desde hace unos veinticinco años. Dividid doscientos por veinticinco. Os saldrán unas ocho mujeres por año. No creo que eso sea tanto».
Pero desde que vivía con Teresa, su actividad erótica topaba con dificultades organizativas; sólo podía dedicarles (entre la mesa de operaciones y el hogar) un estrecho espacio de tiempo que, aunque intensamente utilizado (tal como labra afanosamente su angosta parcela el agricultor en la montaña) no tenía comparación con el ámbito de dieciséis horas que había recibido repentinamente de regalo. (Digo dieciséis horas porque las ocho horas que empleaba en limpiar ventanas también estaban repletas de nuevas dependientas, empleadas y amas de casa a las que conocía y con las que podía quedar.)
¿Qué buscaba en ellas? ¿Qué era lo que le llevaba hacia ellas? ¿No es el acto amoroso la eterna repetición de lo mismo?
No. Siempre queda un pequeño porcentaje inimaginable. Claro que, cuando veía a una mujer vestida, era capaz de imaginarse aproximadamente qué aspecto iba a tener desnuda (en este sentido su experiencia como médico complementaba su experiencia como amante), pero entre lo aproximado de la imagen y la precisión de la realidad quedaba la pequeña rendija de lo inimaginable que le intranquilizaba. Además, la persecución de lo inimaginable no termina con el descubrimiento de la desnudez, sino que continúa más allá: ¿cómo se comportará cuando la desnude?, ¿qué dirá cuando le haga el amor?, ¿en qué tonos sonarán sus suspiros?, ¿qué muecas tendrá grabadas en la cara en el momento del placer?
El carácter único del «yo» se esconde precisamente en lo que hay de inimaginable en el hombre. Sólo somos capaces de imaginarnos lo que es igual en todas las personas, lo general. El «yo» individual es aquello que se diferencia de lo general, o sea lo que no puede ser adivinado y calculado de antemano, lo que en el otro es necesario descubrir, desvelar, conquistar.
Tomás, que en los últimos diez años de ejercicio de la medicina se había ocupado exclusivamente del cerebro humano, sabe que no hay nada más difícil de aprehender que el «yo». Entre Hitler y Einstein, entre Brezhnev y Solzhenitsin, hay muchas más similitudes que diferencias. Si se pudiera expresar con números, hay entre ellos una millonésima de diferencia y novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve millonésimas de similitud.
Tomás está poseído por el deseo de apoderarse de esa millonésima y cree que ése es el sentido de su obsesión por las mujeres. No está obsesionado por las mujeres, está obsesionado por lo que hay en cada una de ellas de inimaginable, en otras palabras, está obsesionado por esa millonésima diferencial que distingue a una mujer de las demás mujeres.
(Posiblemente aquí conectaba su pasión de cirujano con su pasión de mujeriego. No soltaba el escalpelo ni cuando estaba con sus amantes. Deseaba apoderarse de algo que estaba en lo profundo de ellas y para lo cual era necesario hender su superficie.)
Por supuesto podemos preguntarnos, con toda razón, por qué buscaba esa millonésima diferencial precisamente en el sexo. ¿Es que no podía encontrarla, por ejemplo, en la forma de andar, en los placeres culinarios o en las preferencias artísticas de tal o cual mujer?
Por supuesto, la millonésima diferencial está presente en todos los campos de la vida humana, sólo que en todos los demás está a los ojos del público, no es necesario descubrirla, no ha ce falta el escalpelo. El que una mujer prefiera el queso a las tartas y otra no soporte la coliflor es también un síntoma de originalidad, pero esa originalidad nos convence inmediatamente de que es completamente superflua, inútil, y de que no tiene sentido dedicarle nuestra atención ni buscar en ella valor alguno.
Únicamente en la sexualidad la millonésima diferencial aparece como algo extraordinario, porque no está al alcance del público y es necesario conquistarla. No hace más de medio siglo era necesario dedicar a semejante conquista mucho tiempo (¡semanas y hasta meses!), de modo que el período dedicado a la conquista era la medida del valor de lo conquistado. Y aún hoy, aunque la época de conquista se ha reducido enormemente, la sexualidad sigue siendo la caja de caudales en la que está oculto el secreto del yo de la mujer.
De modo que no era el deseo de placer (el placer llegaba como un premio, por añadidura), sino el deseo de apoderarse del mundo (de hendir con el escalpelo el cuerpo yacente del mundo) lo que le hacía ir tras las mujeres.
Entre los hombres que van tras muchas mujeres podemos distinguir fácilmente dos categorías. Unos buscan en todas las mujeres su propio sueño, subjetivo y siempre igual, sobre la mujer. Los segundos son impulsados por el deseo de apoderarse de la infinita variedad del mundo objetivo de la mujer.
La obsesión de los primeros es lírica: se buscan a sí mismos en las mujeres, buscan su ideal y se ven repetidamente desengañados porque un ideal es, como sabemos, aquello que nunca puede encontrarse. El desengaño que los lleva de una mujer a otra le brinda a su inconstancia cierta disculpa romántica, de modo que muchas mujeres sentimentales pueden sentirse conmovidas por su terca poligamia.
La segunda obsesión es épica y las mujeres n o ven en ella nada conmovedor: el hombre no proyecta sobre las mujeres un ideal subjetivo; por eso todo le resulta interesante y nada puede desengañarlo. Y es precisamente esa incapacidad para el desengaño la que contiene algo de escandaloso. La obsesión del mujeriego épico le produce a la gente la impresión de que no se ha pagado nada a cambio de ella (no se ha pagado con el desengaño).
Debido a que el mujeriego lírico persigue siempre al mismo tipo de mujeres, nadie se da cuenta de que cambia de amantes; los amigos le crean permanentemente conflictos porque no son capaces de diferenciar a sus amigas y les atribuyen siempre el mismo nombre.
Los mujeriegos épicos (y por supuesto que Tomás es uno de ellos) se alejan cada vez más, en su búsqueda del conocimiento, de la belleza femenina convencional, de la que se han hartado rápidamente, y terminan indefectiblemente como coleccionistas de curiosidades. Saben que lo son, les da un poco de vergüenza y, para no poner a los amigos en aprietos, no suelen salir públicamente con sus amantes.
Hacía ya dos años que limpiaba ventanas cuando recibió un encargo de una cliente nueva. Su rareza despertó de inmediato en él su interés en cuanto la vio al abrirle la puerta. Era una rareza discreta, que se mantenía dentro de los límites de una agradable trivialidad (la predilección de Tomás por lo curioso no tenía nada que ver con la predilección de Fellini por los monstruos): era extraordinariamente alta, algo más alta que él, tenía una nariz fina y muy larga y su cara era hasta tal punto fuera de lo corriente que no podía decirse que fuera guapa (¡todo el mundo hubiera protestado!), pese a que (al menos a juicio de Tomás) no era fea. Estaba vestida con un pantalón y una blusa blanca, parecía una curiosa combinación de tierno adolescente, jirafa y cigüeña.
Lo observaba con una mirada insistente, atenta e indagadora, en la que no faltaba un destello de inteligente ironía.
—Adelante, doctor —dijo.
Comprendió que la mujer sabía quién era él. Prefirió, sin embargo, no reaccionar y preguntó:
—¿Dónde podría llenar el cubo de agua?
Le abrió la puerta del cuarto de baño. Se encontró con el lavabo, la bañera y la taza del water; delante de la bañera, del lavabo y de la taza había unas pequeñas alfombrillas de color rosado.
La mujer que parecía una jirafa y una cigüeña sonreía, sus ojos se entrecerraban, de modo que todo lo que decía parecía lleno de un sentido oculto o de ironía.
—El cuarto de baño está a su completa disposición, doctor —dijo—. Puede hacer con él lo que le plazca.
—¿Puedo incluso bañarme? —preguntó Tomás.
—¿Le gusta bañarse? —le preguntó.
Llenó el cubo de agua caliente y regresó al salón.
—¿Por dónde prefiere que empiece?
—Eso sólo depende de usted -se encogió de hombros.
—¿Puedo ver las ventanas de las demás habitaciones?
—¿Quiere conocer mi casa? -sonrió, como si lo de lavar las ventanas fuese una manía de él que no tuviese interés para ella.
Entró en la habitación contigua. Era un dormitorio con una ventana grande, dos camas juntas y un cuadro con un paisaje otoñal con abedules y un sol poniente.
Al regresar había una botella abierta encima de la mesa con dos vasos.
—¿No prefiere reponer fuerzas antes de semejante trabajo? —preguntó.
—Encantado —dijo Tomás y se sentó.
—Tiene que ser una experiencia interesante para usted conocer tantas casas —dijo.
—No está mal —dijo Tomás.
—En todas partes le esperan mujeres cuyos maridos están trabajando.
—Son mucho más frecuentes las abuelas y las suegras "dijo Tomás.
—¿Y no echa en falta su anterior profesión?
—Mejor explíqueme cómo se ha enterado de mi profesión.
—Su empresa se jacta de contar con usted -dijo la mujer parecida a una cigüeña.
—¿Todavía siguen? —se asombró Tomás.
—Cuando llamé por teléfono para que alguien me viniera a limpiar las ventanas, me preguntaron si quería que viniera usted. Me dijeron que es usted un gran cirujano y que lo echaron del hospital. Naturalmente, me llamó la atención.
—Es usted muy curiosa —dijo.
—¿Se me nota?
—Sí, en la mirada.
—¿Cómo miro?
—Entorna los ojos. Y no para de preguntar.
—¿Ya usted no le gusta responder?
Desde el comienzo, ella le había dado a la conversación la gracia de la coquetería. Nada de lo que decía tenía que ver con el mundo que les rodeaba, todas las palabras se referían directamente a ellos mismos. Y ya que él y ella eran desde el comienzo el tema principal de la conversación, nada más fácil que completar las palabras con roces y Tomás, al hablar de sus ojos entornados, se los acarició. Ella también le retribuía cada caricia con otra suya. No lo hacía espontáneamente, sino más bien con una especie de perseverancia deliberada, como si estuviese jugando al juego de «lo que usted me haga a mí, yo se lo haré a usted». Así estaban sentados frente a frente, las manos de cada uno en el cuerpo del otro.
No empezó a resistirse hasta que intentó tocarle el sexo. Tomás no tenía manera de saber hasta qué punto la resistencia iba en serio, pero de todos modos había pasado ya demasiado tiempo y en diez minutos tenía que estar en casa de otro cliente.
Se levantó y le explicó que tenía que marcharse. Ella tenía la cara roja.
—Tengo que firmarle la factura —dijo.
—Pero si no he hecho nada —protestó.
—La culpa ha sido mía —dijo y luego añadió con voz queda, lenta, inocente—: Voy a tener que volver a encargarle el trabajo, para que pueda terminar lo que por mi culpa ni siquiera pudo empezar.
Al negarse Tomás a darle la factura para que la firmara, dijo con ternura, como si le estuviese pidiendo un favor:
—Démela, por favor —y añadió entornando los ojos—: No la pago yo, sino mi marido. Y no la cobra usted, sino la empresa estatal. Esta transacción no tiene nada que ver con nosotros dos.
Las curiosas desproporciones de la mujer parecida a una jirafa y a una cigüeña seguían excitándolo cuando se acordaba de ella: la coquetería unida a la torpeza; el sincero deseo sexual complementado por una sonrisa irónica; la vulgaridad convencional de la casa y no convencionalidad de su propietaria. ¿Cómo será cuando hagan el amor? Trataba de imaginárselo pero no era fácil. Se pasó varios días sin pensar en otra cosa.
Cuando ella le llamó por segunda vez, el vino ya estaba dispuesto encima de la mesa con las dos copas. Pero esta vez todo fue muy rápido. Pronto estuvieron los dos en el dormitorio (en el cuadro de los abedules se ponía el sol) besándose. Le dijo su habitual «¡desnúdese!», pero ella, en lugar de obedecerle, le respondió: «¡No, usted primero!».
No estaba acostumbrado a aquello y se quedó un poco perplejo. Empezó ella a quitarle los pantalones. El volvió a darle varias veces la orden (su fracaso resultaba cómico) de que se desnudase, pero al final no le quedó más remedio que aceptar un compromiso; de acuerdo con las reglas del juego que ya le había impuesto la vez pasada («lo que usted me hace a mí, yo se lo hago a usted»), ella le quitó el pantalón y él la falda, luego le quitó ella la camisa y él la blusa, hasta que al fin los dos estuvieron desnudos, frente a frente. Él tenía la mano en su húmedo sexo y deslizó luego los dedos hasta el orificio anal, que era lo que más le gustaba en el cuerpo de todas las mujeres. El de ella era especialmente saliente, de modo que le recordaba de un modo muy sugerente la imagen del largo tubo digestivo que termina allí y apenas sobresale. Palpó ese firme y sano círculo, la más hermosa de todas las sortijas, denominada en el idioma médico esfínter, y de pronto sintió los dedos de ella en el mismo lugar de su propio trasero. Repetía todos sus gestos con la precisión de un espejo.