La insoportable levedad del ser (24 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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—Por eso hemos pensado que habría que hacer algo.

—¿Qué quieren hacer? —preguntó Tomás.

En ese momento habló su hijo. Era la primera vez que le oía hablar. Comprobó con sorpresa que tartamudeaba.

—Tenemos noticias —dijo— de que maltratan a los presos políticos. Algunos de ellos están en un estado verdaderamente crítico. De modo que pensamos que sería bueno escribir una solicitud que firmarían los principales intelectuales checos cuyos nombres tienen aún algún peso.

No, no era tartamudeo, era más bien un leve atragantamiento que detenía el fluir de sus palabras, de modo que cada una de las palabras que decía era subrayada y retenida contra su voluntad.

Evidentemente él lo notaba y su cara, que un rato antes había palidecido, volvía a estar roja.

—¿Y quieren ustedes que les aconseje a quién dirigirse en mi especialidad? —preguntó Tomás.

—No —rió el redactor—. No queremos su consejo. ¡Queremos su firma!

¡Una vez más se sintió halagado! ¡Una vez más estaba contento de que alguien no se hubiera olvidado de que había sido cirujano! Se resistió sólo por modestia:

—¡Un momento! ¡Que me hayan echado del trabajo no demuestra que yo sea un médico importante!

—No nos hemos olvidado de lo que escribió para nuestro semanario —le sonrió a Tomás el redactor.

Con una especie de entusiasmo que Tomás probablemente no captó su hijo suspiró:

—¡Sí!

Tomás dijo:

—No sé si mi nombre en una petición puede servirles de algo a los presos políticos. ¿No deberían firmarla más bien los que aún no han caído en desgracia y conservan un mínimo de influencia sobre los que están en el poder?

El redactor se rió:

—¡Claro que deberían!

También se rió el hijo de Tomás, con la risa de quien ha comprendido ya muchas cosas.

—Lo malo es que ésos nunca la firmarán.

El redactor prosiguió:

—Eso no significa que no vayamos a verles. No somos tan amables como para ahorrarles el mal trago —rió—. Debería usted oír sus disculpas. Son fantásticas.

El hijo rió confirmando sus palabras. El redactor continuó:

—Desde luego todos nos dicen que están totalmente de acuerdo con nosotros, sólo que las cosas hay que hacerlas de otro modo: con más táctica, con más prudencia, con más discreción. Tienen miedo de firmar y al mismo tiempo temen que, si no firman, pensemos mal de ellos.

El hijo y el redactor volvieron a reírse juntos.

El redactor le pasó a Tomás un papel con un texto breve, en el que, con un tono relativamente respetuoso, se pedía al presidente de la República que amnistiara a los presos políticos.

Tomás trataba de pensar con rapidez: ¿Amnistiar a los presos políticos? ¿Pero va a darles alguien la amnistía porque la gente desechada por el régimen (o sea nuevos presos políticos en potencia) se lo pidan al presidente? ¡Una petición así sólo puede servir para que no se amnistíe a los presos políticos, aunque diera la casualidad de que quisieran amnistiarlos ahora!

Su meditación se vio interrumpida por su hijo:

—Lo principal es que la gente se entere de que sigue habiendo en este país un puñado de personas que no tienen miedo. Dejar en claro, también, la posición de cada uno. Separar la paja del grano.

Tomás pensaba: Sí, es verdad, ¿pero eso qué tiene que ver con los presos políticos? O se trata de conseguir la amnistía o de separar la paja del grano. Esas dos cosas no son idénticas.

—¿Duda, doctor?—preguntó el redactor.

Sí, dudaba. Pero tenía miedo de decirlo. Frente a él, en la pared, estaba el retrato de un soldado que le amenazaba con el dedo y decía: «¿Aún dudas de alistarte en el ejército rojo?», o: «¿Aún no has firmado las dos mil palabras?», o: «¿Tú también has firmado las dos mil palabras?», o: «¿Tú quieres firmar una petición en favor de la amnistía?». Dijera lo que dijera, amenazaba.

El redactor había dicho ya hacía un momento su opinión acerca de las personas que pensaban que los presos políticos debían ser amnistiados pero eran capaces de presentar mil motivos en contra de la firma de una petición. A su juicio semejantes motivos no eran más que excusas tras las cuales se ocultaba la cobardía. ¿Qué podía decir Tomás?

Se hizo un silencio y de pronto se echó a reír: señaló el dibujo en la pared.

—Ese me está amenazando, me pregunta si firmo o no. ¡Bajo esa mirada es difícil pensar!

Los tres rieron durante un rato.

Tomás añadió entonces:

—Bien. Lo pensaré. ¿Podríamos vernos dentro de unos días?

—Estaré siempre encantado de verle —dijo el redactor—, pero para esta petición ya sería tarde. Queremos llevarla mañana al presidente.

—¿Mañana?

Tomás recordó el momento en que el policía gordo le dio el papel con el texto escrito para que denunciara precisamente a este hombre alto de la barba larga. Todos le fuerzan a firmar textos que él mismo no ha escrito.

El hijo dijo:

—Aquí no hay nada que pensar.

Las palabras eran agresivas pero el tono era casi suplicante. Se miraban ahora a los ojos y Tomás advirtió que, al centrar la mirada en un punto, se le levantaba ligeramente la parte izquierda del labio superior. Conocía esa mueca de su propia cara cuando se miraba atentamente al espejo para controlar si iba bien afeitado. No pudo impedir cierta sensación de malestar al verla en una cara ajena.

Cuando los padres viven con sus hijos desde la infancia, se acostumbran a esas semejanzas, les parecen triviales y, si de vez en cuando las perciben, pueden parecerles divertidas. ¡Pero Tomás hablaba con su hijo por primera vez en la vida! ¡No estaba acostumbrado a sentarse frente a su propio labio torcido!

Imagínese que le amputaran a usted una mano y se la trasplantaran a otra persona. Esa persona se sentaría luego frente a usted y gesticularía con esa mano en su inmediata proximidad. Usted miraría esa mano como si fuera un fantasma. ¡A pesar de ser su propia mano, a la que conoce íntimamente, tendría pánico de que lo tocara!

El hijo continuó:

—¡Al fin y al cabo tú estás del lado de los perseguidos!

Tomás se había estado preguntando todo el tiempo si su hijo le tutearía. Hasta ahora había formulado las frases de modo que pudiese evitar la decisión. Finalmente se había decidido. Le tuteaba y Tomás estaba seguro de que en esta escena no se trataba de los presos políticos, sino de su hijo: si firma, sus dos vidas se unirán y Tomás se verá más o menos obligado a aproximarse a él. Si no firma, su relación seguirá siendo nula como hasta ahora, pero ya no por su voluntad, sino por la voluntad de su hijo que renegará de su padre por su cobardía.

Estaba en la situación del ajedrecista que no tiene ningún movimiento para evitar la derrota y tiene que abandonar la partida. Al fin y al cabo da exactamente lo mismo que firme o que no. Eso no cambiará para nada su suerte ni la de los presos políticos.

—Déme eso —dijo y cogió el papel.

14

Como si quisiera premiarlo por su decisión el redactor dijo:

—Aquel artículo sobre Edipo estaba muy bien escrito.

El hijo le dio la pluma y añadió:

—Hay ideas que son como un atentado.

El elogio que le hizo el redactor le había complacido, pero la metáfora utilizada por el hijo le pareció exagerada y fuera de lugar. Dijo:

—Lamentablemente ese atentado sólo me afectó a mí. Gracias a aquel artículo no puedo seguir operando a mis pacientes.

La frase sonaba fría y casi hostil.

Probablemente para eliminar esa pequeña disonancia, el redactor dijo (y sonaba como si pidiera disculpas):

—¡Pero su artículo le sirvió de ayuda a mucha gente!

Las palabras «ayudar a la gente» no le sugerían a Tomás, desde la infancia, más que una sola actividad: la medicina. ¿Que un artículo ayuda a la gente? ¿De qué quieren convencerle esos dos? Han reducido su vida a una pequeña idea sobre Edipo y quizás a algo aún menor: a un «¡no!» primitivo que le había espetado a la cara al régimen.

Dijo (y su voz seguía sonando con la misma frialdad, aunque ni siquiera lo notaba):

—Ignoro que aquel artículo haya ayudado a alguien. Pero como cirujano le he salvado la vida a algunas personas.

Hubo otro momento de silencio. Lo interrumpió el hijo:

—Las ideas también pueden salvarle la vida a la gente.

Tomás veía en la cara de su hijo su propia boca y pensaba: Es curioso ver tartamudear a la propia boca.

—En aquel artículo había una cosa magnífica —continuó el hijo y se notaba que le costaba hablar—: el rechazo a los compromisos. Ese sentido, que ya estamos perdiendo, para distinguir el bien del mal. Nosotros ya no sabemos qué es sentirse culpable. Los comunistas tienen la excusa de que Stalin los engañó. El asesino se excusa diciendo que su madre no le quería y se sentía frustrado. Y tú de pronto dijiste: no existe excusa alguna. Nadie era más inocente en su interior que Edipo. Y a pesar de eso se castigó a sí mismo al ver lo que había causado.

Tomás arrancó con esfuerzo la vista de su propio labio en la cara del hijo y trató de mirar al redactor. Estaba irritado y tenía ganas de que sus opiniones no coincidieran. Dijo:

—¿Saben una cosa?, todo esto es un malentendido. La frontera entre el bien y el mal es terriblemente confusa. Y yo no pretendía en absoluto que alguien fuera castigado. Castigar a alguien que no sabía lo que hacía es una barbaridad. El mito de Edipo es hermoso. Pero castigarlo así...

Hubiera querido añadir algo, pero se dio cuenta de que en la casa podía haber micrófonos ocultos. No le apetecía nada ser citado por los historiadores de los próximos siglos. Más bien tenía miedo de que le citara la policía. Esa era precisamente la retractación que le pedían. Le desagradaba que ahora hubieran podido oírla de su boca. Sabía que todo lo que una persona dijera en este país puede ser emitido en cualquier momento por la radio. Se calló.

—¿Qué le indujo a cambiar así de opinión? —preguntó el redactor.

—Más bien me pregunto qué me indujo a escribir aquel artículo... —dijo Tomás y en ese momento lo recordó: ella había atracado junto a su cama como un niño enviado en un cesto río abajo. Sí, por eso cogió aquel libro: volvió a las historias sobre Rómulo, sobre Moisés, sobre Edipo. Y ya estaba otra vez con él. La veía apretando contra su pecho una corneja envuelta en una pañoleta. Aquella imagen le produjo placer. Como si le hubiera venido a decir que Teresa vive, que está en ese preciso momento en la misma ciudad que él y que todo lo demás carece por completo de significado.

El redactor rompió el silencio:

—Le comprendo, doctor. A mí tampoco me gusta que se castigue. Pero nosotros no pedimos castigo — sonrió—, nosotros pedimos el levantamiento del castigo.

—Ya lo sé —dijo Tomás.

Ya se había hecho a la idea de que en los próximos instantes iba a hacer algo posiblemente altruista pero sin duda inútil (porque no les iba a servir de nada a los presos) y para él personalmente desagradable (porque se producía en unas circunstancias que le habían sido impuestas).

El hijo añadió (casi suplicante):

—¡Tienes la obligación de firmarlo!

¿Obligación? ¿Su hijo le va a recordar cuáles son sus obligaciones? ¡Esa era la peor palabra que nadie podía decirle! Volvió a tener ante sus ojos la imagen de Teresa cogiendo la corneja en su regazo. Recordó que ayer la había molestado un social en el bar. Le vuelven a temblar las manos. Ha envejecido. Ella es lo único que le importa. Ella, nacida de seis casualidades, ella, que floreció del lumbago del médico jefe, ella, que está al otro lado de todos los «es muss sein!», ella es lo único que le importa.

¿Por qué sigue pensando si debe firmar o no? No existe más que un solo criterio para todas sus decisiones: no debe hacer nada que pueda perjudicarla. Tomás no puede salvar a los presos políticos, pero puede hacer feliz a Teresa. No sabe hacer ni eso. Pero si firma la petición, lo más seguro es que los sociales irán a visitarla aún con mayor frecuencia y que las manos le temblarán aún más. Dijo:

—Es mucho más importante desenterrar a una corneja que mandarle una petición al presidente.

Sabía que la frase era incomprensible pero precisamente por eso le gustaba aún más. Experimentaba una especie de repentina e inesperada embriaguez. Era la misma negra embriaguez de cuando, tiempo atrás, le comunicó a su mujer que ya no quería verla más, ni a ella ni a su hijo. Era la misma negra embriaguez de cuando echó al buzón la carta en la que renunciaba para siempre a la profesión médica. No tenía la seguridad de estar actuando correctamente, pero tenía la seguridad de estar actuando tal como quería actuar. Dijo:

—No se ofendan ustedes. No voy a firmar.

15

A los pocos días ya podía leer artículos sobre la petición en todos los periódicos.

Por supuesto no decían que se trataba de una amable solicitud que intercedía por los presos políticos y solicitaba su liberación. Ninguno de los periódicos citó ni una sola frase de aquel breve texto. En lugar de eso hablaban extensa, confusa y amenazadoramente de una especie de manifiesto contra el Estado, que pretendía convertirse en la base de una nueva lucha contra el socialismo. Nombraban a los que habían firmado el texto y acompañaban los nombres de calumnias y ataques que le pusieron a Tomás la piel de gallina.

Claro, era previsible. En aquella época cualquier acción pública (reunión, petición, manifestación callejera) que no estuviera organizada por el partido comunista era considerada automáticamente ilegal y significaba un peligro para quienes participaban en ella. Eso lo sabían todos. Pero quizá por eso le fastidiaba aún más no haber firmado la petición. ¿Y por qué no la había firmado? Ya ni siquiera es capaz de recordar exactamente los motivos de su decisión.

Y vuelvo a verlo tal como apareció ante mí no bien empezaba la novela. Está de pie junto a la ventana y mira, a través del patio, la pared del edificio de enfrente.

Esa es la imagen de la que nació. Como dije ya, los personajes no nacen como los seres humanos del cuerpo de su madre, sino de una situación, una frase, una metáfora en la que está depositada, como dentro de una nuez, una posibilidad humana fundamental que el autor cree que nadie ha descubierto aún o sobre la que nadie ha dicho aún nada esencial.

¿Acaso no es cierto que el autor no puede hablar más que de sí mismo?

Mirar con impotencia el patio y no saber qué hacer; oír el terco sonido de las propias tripas en el momento de la emoción amorosa; traicionar y no ser capaz de detenerse en el hermoso camino de la traición; levantar el puño entre el gentío de la Gran Marcha; hacer exhibición de ingenio ante los micrófonos secretos de la policía; todas esas situaciones las he conocido y las he vivido yo mismo, sin embargo de ninguna de ellas surgió un personaje como el que soy yo, con mi curriculum vitae. Los personajes de mi novela son mis propias posibilidades que no se realizaron. Por eso les quiero por igual a todos y todos me producen el mismo pánico: cada uno de ellos ha atravesado una frontera por cuyas proximidades no hice más que pasar. Es precisamente esa frontera (la frontera tras la cual termina mi yo), la que me atrae. Es más allá de ella donde empieza el secreto por el que se interroga la novela. Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se ha convertido el mundo. Pero basta. Volvamos a Tomás.

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