La insoportable levedad del ser (32 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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Los periódicos empezaron entonces a publicar series de artículos y a organizar la recepción de cartas de los lectores. Se pedía, por ejemplo, que se eliminasen las palomas en las ciudades. Y se las eliminó. Pero la campaña principal se orientaba contra los perros. La gente aún estaba desesperada por la catástrofe de la ocupación, pero los periódicos, la radio y la televisión no hablaban más que de los perros, que ensucian las aceras y los parques, ponen en peligro la salud de los niños, no tienen utilidad alguna y sin embargo se los alimenta. Se creó tal psicosis que Teresa tenía miedo de que la chusma azuzada le hiciera daño a Karenin. La maldad acumulada (y entrenada en los animales) tardó un año en dirigirse a su verdadero objetivo: la gente. Empezaron a echar a la gente de sus trabajos, a detener, a montar procesos judiciales. Los animales ya podían respirar tranquilos.

Teresa acaricia constantemente la cabeza de Karenin, que descansa tranquilamente sobre sus rodillas. Para sus adentros dice aproximadamente esto: No tiene ningún mérito portarse bien con otra persona. Teresa tiene que ser amable con los demás aldeanos porque de otro modo no podría vivir en la aldea. Y hasta con Tomás tiene que comportarse amorosamente, porque a Tomás lo necesita. Nunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.

La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.

Una de las terneras se acercó a Teresa, se detuvo y la miró largamente con sus grandes ojos castaños. Teresa la conocía. Le llamaba Marqueta. Le hubiera gustado ponerle nombre a todas sus terneras, pero no podía. Eran demasiadas. Antes, y seguro que hasta hace cuarenta años, todas las vacas de este pueblo tenían nombre. (Y dado que el nombre es el signo del alma, puedo afirmar que la tenían, a pesar de Descartes.) Pero luego se hiz0 cargo del pueblo una gran fábrica cooperativa y las vacas pasaron a llevar su vida en dos metros cuadrados, en el establo. Desde entonces no tienen nombres y se han vuelto «machinae animatae». El mundo le ha dado la razón a Descartes.

Sigo teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada en un tocón, acariciando la cabeza de Karenin y pensando en la debacle de la humanidad. En ese momento recuerdo otra imagen: Nietzsche sale de su hotel en Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora.

Esto sucedió en 1889, cuando Nietzsche se había alejado ya de la gente. Dicho de otro modo: fue precisamente entonces cuando apareció su enfermedad mental. Pero precisamente por eso me parece que su gesto tiene un sentido más amplio. Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por el caballo.

Y ése es el Nietzsche al que yo quiero, igual que quiero a Teres a, s obre cuyas rodillas descans a la cabeza de un perro mortalmente enfermo. Los veo a los dos juntos: ambos se apartan de la carretera por la que la humanidad, «ama y propietaria de la naturaleza», marcha hacia adelante.

3

Karenin parió dos panecillos y una abeja. Miraba sorprendido a su curiosa prole. Los panecillos se comportaban con serenidad, pero la abeja se puso a dar vueltas mareada y después se echó a volar y se marchó.

Fue un sueño que tuvo Teresa. En cuanto se despertaron se lo contó a Tomás y ambos encontraron en él una especie de consuelo: aquel sueño transformaba la enfermedad de Karenin en un embarazo y el drama del parto en un resultado a la vez ridículo y tierno: dos panecillos y una abeja.

Se apoderó de ella una infundada esperanza. Se levantó y se vistió. Aquí, en el pueblo, el día también empezaba yendo a comprar a la tienda leche, pan, panecillos. Pero esta vez, cuando llamó a Karenin para que la acompañara, apenas si levantó la cabeza. Era la primera vez que se negaba a participar en una ceremonia que antes era el primero en exigir.

De modo que se fue sin él. «¿Dónde está Karenin?», preguntó la dependienta, que ya tenía el panecillo preparado para él. Esta vez se lo llevó Teresa en la bolsa. Nada más llegar a la puerta lo sacó y se lo enseñó. Quería que fuera a por él. Pero se quedó acostado sin moverse.

Tomás se dio cuenta de lo afectada que estaba Teresa. Cogió el panecillo con los dientes y se puso a gatas delante de Karenin. Se acercó lentamente a él.

Karenin lo miraba, parecía que alguna chispa de interés le iluminara los ojos, pero no se levantaba.

Tomás acercó su cara justo hasta la boca de él. Sin mover el cuerpo, el perro cogió con los dientes la parte del panecillo que sobresalía de la boca de Tomás. Entonces Tomás soltó el panecillo para que Karenin se lo quedase todo.

Tomás, que seguía a gatas, retrocedió, se agachó y empezó a gruñir. Simulaba querer pelear por el panecillo. En ese momento el perro le respondió a su amo con un gruñido. ¡Por fin! ¡Cuánto habían tenido que esperar! ¡Karenin tiene ganas de jugar! ¡Karenin aún tiene ganas de vivir!

Aquel gruñido era la sonrisa de Karenin y ellos querían que la sonrisa durase el mayor tiempo posible. Por eso Tomás volvió a acercarse a él a gatas y mordió un trozo de pan que sobresalía de la boca del perro. Sus caras estaban juntas, Tomás sentía el olor del aliento del perro y en la cara le hacían cosquillas los largos pelos que le crecían en el hocico a Karenin. El perro volvió a gruñir y dio un tirón con la boca. Cada uno se quedó con una mitad del panecillo en la boca. Y entonces Karenin volvió a cometer un viejo error. Soltó su mitad del panecillo y quiso apoderarse de la mitad que tenía su amo en la boca. Olvidó, como siempre, que Tomás no era un perro y tenía manos. Tomás no soltó el panecillo de la boca y levantó del suelo la mitad que Karenin había dejado caer.

—Tomás —gritó Teresa—, ¡no irás a quitarle el pan!

Tomás dejó caer las dos mitades al suelo delante de Karenin, que se tragó rápidamente una de ellas y se quedó con la otra en la boca, enseñándola para jactarse ante el matrimonio de que había ganado la lucha.

Volvieron a mirarlo y a pensar que Karenin reía y que mientras riera seguiría teniendo un motivo para vivir, aunque estuviera condenado a muerte.

Además al día siguiente pareció mejorar. Almorzaron. Era el momento en que los dos disponían de una hora de tiempo libre y solían sacarlo a pasear. El lo sabía y siempre correteaba inquieto a su alrededor. Pero esta vez, cuando Teresa cogió la correa y el collar, no hizo más que mirarlos y no se movió. Estaban frente a él, tratando de parecer alegres (por él y para él), procurando levantarle un poco el ánimo. Al cabo de un rato, como si se hubiera compadecido de ellos, se les acercó saltando sobre tres patas y dejó que le pusieran el collar.

—Teresa —dijo Tomás—, ya sé que odias la máquina de fotos. ¡Pero hoy deberías cogerla!

Teresa obedeció. Abrió el armario para buscar la perdida y olvidada cámara de fotos y Tomás añadió:

—Algún día nos alegraremos de tener fotos de él. Karenin ha sido parte de nuestra vida.

—¿Cómo que ha sido? —dijo Teresa como si la hubiera mordido una víbora.

La cámara yacía ante ella en el fondo del armario pero no se agachó a cogerla:

—No la llevo. No quiero pensar en que Karenin ya no estará. ¡Tú ya hablaste de él en pasado!

—No te enfades —dijo Tomás.

—No me enfado —dijo Teresa sin irritarse—. Yo ya me he sorprendido tantas veces pensando en él en pasado. Ya me he tenido que reprimir a mí misma tantas veces. Y precisamente por eso no cogeré la cámara.

Fueron andando sin hablar. No hablar era la única manera de no pensar en Karenin en pasado. No le quitaban los ojos de encima y estaban siempre con él. Esperaban a que sonriera. Pero él no sonreía, no hacía más que andar, y sólo con tres patas.

—Sólo lo hace por nosotros —dijo Teresa—. No tenía ganas de pasear. Vino nada más que para darnos el gusto.

Lo que había dicho era triste y, a pesar de eso, sin darse cuenta, estaban felices. No estaban felices a pesar de la tristeza, sino gracias a la tristeza. Iban cogidos de la mano y los dos tenían la misma imagen ante los ojos: un perro cojo que representaba diez años de su vida.

Anduvieron otro poco. Luego Karenin, para su gran decepción, se detuvo y dio la vuelta. Tuvieron que regresar.

Quizás ese mismo día o al día siguiente Teresa entró inesperadamente en la habitación y vio que Tomás leía una carta. Al oír que la puerta se abría, dejó la carta junto a otros papeles. Ella se dio cuenta. Cuando salía de la habitación, no pasó desapercibido para ella el que Tomás metiera la carta disimuladamente en el bolsillo. Pero olvidó el sobre. Cuando se quedó sola en casa, lo examinó. La dirección estaba escrita con una letra desconocida, muy prolija y que atribuyó a alguna mujer.

Cuando volvieron a verse le preguntó, como si nada, si había venido el correo.

«No», dijo y la desesperación se apoderó de Teresa, una desesperación aún mayor porque había perdido ya la costumbre. No, no cree que Tomás tenga alguna amante secreta. Es prácticamente imposible. No dispone de ningún rato libre del que ella no sepa. Pero parece que le queda alguna mujer en Praga y que piensa en ella, aunque no pueda dejarle el perfume de su sexo en el pelo. No cree que Tomás pueda abandonarla por esa mujer, pero le parece que la felicidad de estos dos últimos años de vida en el campo ha quedado nuevamente degradada por la mentira.

Volvió a su mente una antigua idea: Su hogar no es Tomás, sino Karenin. ¿Quién le dará cuerda al reloj de sus días cuando él no esté?

Teresa vivía en el futuro, en un futuro sin Karenin, y en ese futuro se sentía abandonada.

Karenin yacía en un rincón y se quejaba. Teresa salió al jardín. Se fijó en el césped que crecía entre dos manzanos y se imaginó que enterraban allí a Karenin. Clavó el tacón en la tierra y dibujó un rectángulo en el césped. Era el sitio para su tumba.

—¿Qué haces? —le preguntó Tomás, que la había sorprendido en aquella actividad tan inesperadamente como ella lo sorprendiera unas horas antes leyendo la carta.

No le respondió. Tomás notó que, después de tanto tiempo, volvían a temblarle las manos. Se las cogió. Ella se soltó.

—¿Es la tumba de Karenin?

No respondió.

Su silencio lo enervaba. Explotó:

—¡Me echas en cara que piense en él en pasado! Y tú ¿qué haces? ¿Ya lo quieres enterrar?

Le dio la espalda y se dirigió a la casa.

Tomás se metió en su habitación y dio un portazo.

Teresa abrió la puerta y dijo:

—Ya que no piensas más que en ti, al menos ahora podrías pensar en él. Estaba durmiendo y lo despertaste. Volverá a quejarse.

Sabía que era injusta (el perro no dormía) y sabía que se comportaba como la más vulgar de las mujeres cuando pretende herir a alguien y sabe cómo hacerlo.

Tomás entró de puntillas en la habitación en la que estaba Karenin. Pero ella no quería dejarlo a solas con él. Los dos se agacharon hacia él, cada uno a un lado. En aquel movimiento conjunto no había reconciliación. Por el contrario. Cada uno de ellos estaba solo. Teresa con su perro, Tomás con su perro.

Temo que se queden con él, así, separados, cada uno solo, hasta el último momento.

4

¿Por qué es tan importante para Teresa la palabra idilio?

Nosotros, que hemos sido educados en la mitología del Antiguo Testamento, podríamos decir que un idilio es la imagen que nos ha quedado como recuerdo del Paraíso: la vida en el Paraíso no semejaba una carrera en línea recta que nos conduce a lo desconocido, no era una aventura. Se movía en círculo entre cosas conocidas. Su uniformidad no era un aburrimiento, sino un motivo de felicidad.

Mientras el hombre vivió en el campo, en la naturaleza, rodeado de animales domésticos, en el regazo de las épocas del año y de su repetición, quedaba aún dentro de él al menos un reflejo de ese idilio paradisíaco. Por eso Teresa, cuando se encontró en el balneario con el presidente de la cooperativa, vio de pronto ante sus ojos la imagen de la aldea (de una aldea en la que nunca había vivido, que no conocía) y quedó maravillada. Era como si mirara hacia atrás, en dirección al Paraíso.

Adán, en el Paraíso, cuando se inclinaba sobre una fuente, aún no sabía que aquello que veía era él mismo. No habría comprendido a Teresa cuando, de niña, se ponía ante el espejo y trataba de ver su alma a través de su cuerpo. Adán era como Karenin. Teresa se divertía con frecuencia poniéndolo frente al espejo. No reconocía su imagen y se comportaba con increíble desinterés y distracción.

La comparación entre Karenin y Adán me lleva a pensar que en el Paraíso el hombre aún no era hombre. Más exactamente: el hombre aún no había sido lanzado a la órbita del hombre. Nosotros hace ya mucho que hemos sido lanzados y volamos por el vacío del tiempo que transcurre en línea recta. Pero aún sigue existiendo dentro de nosotros una estrecha cuerdecilla que nos ata al lejano y nebuloso Paraíso en el que Adán se inclina sobre la fuente y, siendo totalmente distinto de Narciso, no intuye que esa pálida mancha amarilla que ha aparecido allí es en realidad él mismo. La nostalgia del Paraíso es el deseo del hombre de no ser hombre.

Cuando, siendo niña, encontraba las compresas de la madre manchadas por la sangre de la menstruación, le daban asco y odiaba a su madre por no tener la vergüenza necesaria para esconderlas. Pero Karenin, que era perra, también tenía menstruaciones. Le venían una vez cada medio año y duraban quince días. Para que no ensuciase la casa, le colocaba entre las patas un gran trozo de algodón y le ponía unas bragas viejas suyas, que le ataba ingeniosamente con un cordón al cuerpo. Se pasaba catorce días riéndose de la forma en que iba vestida.

¿Cómo es posible que la menstruación del perro despertase en ella una alegre ternura mientras que la suya propia le daba asco? La respuesta me parece sencilla: el perro nunca ha sido expulsado del

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