La insoportable levedad del ser (29 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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El avión aterrizó en Bangkok. Cuatrocientos setenta médicos, intelectuales y periodistas se dirigieron a la sala principal de un hotel internacional donde les esperaban otros médicos, actores, cantantes y filósofos, y con ellos varios cientos de periodistas con sus blocs de notas, magnetófonos, aparatos fotográficos y cámaras de cine. La sala estaba presidida por un podio, encima del cual había una mesa alargada y, tras la mesa, unos veinte norteamericanos que habían empezado ya a dirigir la reunión.

Los intelectuales franceses, con los que Franz entró en la sala, se sentían desplazados y humillados. La marcha a Camboya era idea suya y de repente están allí los norteamericanos que, con maravillosa naturalidad, se han hecho con la dirección y, por si fuera poco, se ponen a hablar en inglés sin siquiera ocurrírseles pensar que pueda haber franceses o daneses que no les entiendan. Claro que los daneses olvidaron hace tiempo que antaño fueron una nación, de modo que los únicos europeos capaces de protestar eran los franceses. Aquélla era una cuestión de principios, de modo que se negaron a protestar en inglés, dirigiéndose a los norteamericanos que estaban en el podio en su lengua materna. Los norteamericanos reaccionaron con sonrisas de aceptación y simpatía, porque no entendían ni una palabra. Al fin, los franceses no tuvieron más remedio que formular sus objeciones en inglés: «¿Por qué se habla en esta reunión sólo en inglés si también hay franceses?».

Los norteamericanos se asombraron mucho por tan extraña objeción, pero no dejaron de sonreír y estuvieron de acuerdo en que todos los discursos se tradujeran. Se tardó mucho en encontrar a un traductor para que la reunión pudiera continuar. A partir de ese momento cada frase había que decirla en inglés y francés, de modo que la reunión duraba el doble y en realidad más del doble, porque todos los franceses hablaban inglés, interrumpían al traductor y discutían con él por cada palabra.

El momento cumbre de la reunión fue cuando subió al podio una famosa actriz norteamericana. Su aparición provocó la entrada en la sala de más fotógrafos y cámaras, y cada una de las sílabas que pronunciaba iba seguida por el disparo de algún aparato. La actriz hablaba de los niños que sufrían, de la barbarie de la dictadura comunista, del derecho de los hombres a la seguridad, del peligro que corrían los valores tradicionales de la sociedad civilizada, de la irrenunciable libertad del individuo y del presidente Cárter, que estaba apenado por lo que sucedía en Camboya. La última frase la dijo llorando.

En ese momento se levantó un joven médico francés con un bigote pelirrojo y empezó a gritar: «¡Hemos venido a curar a la gente que se está muriendo! ¡No hemos venido a homenajear al presidente Cárter! ¡Esto no es un circo norteamericano! ¡No hemos venido a protestar contra el comunismo, sino a curar a los enfermos!».

Otros franceses se sumaron al médico con bigote. El traductor se asustó y no se atrevía a traducir lo que decían. Los veinte norteamericanos del podio volvieron a mirarlos con sonrisas llenas de simpatía y muchos de ellos hacían gestos de aprobación, con la cabeza. Uno de ellos levantó incluso el puño, porque sabía que eso es lo que hacen los europeos en los momentos de euforia colectiva.

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¿Cómo es posible que los intelectuales de izquierdas (entre los cuales se contaba precisamente el médico del bigote pelirrojo) estén dispuestos a participar en una marcha contraria a los intereses de un país comunista, a pesar de que el comunismo siempre hubiera formado parte de la izquierda?

Cuando los crímenes del país llamado Unión Soviética se hicieron demasiado escandalosos, las personas de izquierdas se encontraron con dos posibilidades: escupir sobre lo que hasta entonces había sido su vida o (con mayores o menores titubeos) incluir la Unión Soviética entre los obstáculos de la Gran Marcha y seguir andando.

Como ya dije, lo que hace que la izquierda sea la izquierda es el kitsch de la Gran Marcha. La identidad del kitsch no viene dada por una estrategia política, sino por imágenes, metáforas, por un vocabulario. Por eso es posible transgredir la costumbre y participar en una marcha en contra de los intereses de un país comunista. Pero no se puede reemplazar una palabra por otras. Es posible amenazar con los puños al ejército vietnamita. Pero no es posible gritarle «¡abajo el comunismo!». Porque «¡abajo el comunismo!» es la consigna de los enemigos de la Gran Marcha y quien no desee perder su identidad debe permanecer fiel a la pureza de su propio kitsch.

Digo esto solamente para explicar el malentendido entre él médico francés y la actriz norteamericana, que en su egocentrismo pensaba que había sido víctima de la envidia o la misoginia. En realidad lo que el francés había manifestado era un fino sentido estético: palabras como «el presidente Cárter», «nuestros valores tradicionales», «la barbarie comunista», formaban parte del vocabulario del kitsch norteamericano y no tenían nada que hacer en el kitsch de la Gran Marcha.

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Al día siguiente subieron todos a los autobuses y atravesaron toda Tailandia hasta la frontera con Camboya. Por la noche llegaron a una pequeña aldea, donde habían alquilado unas casas construidas sobre pilotes. El río que amenazaba con inundaciones obligaba a la gente a vivir arriba, mientras abajo, entre los pilotes, se apiñaban los cerdos. Franz durmió en una habitación con otros cuatro profesores. En sueños oía el gruñido de los puercos, que venía de abajo y, a su lado, el ronquido de un famoso matemático.

Por la mañana volvieron a subir todos a los autobuses. Dos kilómetros antes de llegar a la frontera estaba ya prohibida la circulación. No había más que una estrecha carretera vigilada por el ejército que conducía al puesto fronterizo. Allí se detuvieron los autobuses. Al bajar, los franceses comprobaron que los norteamericanos habían vuelto a adelantárseles y que les esperaban ya formados, encabezando la marcha. La situación era gravísima. Ya llegó el traductor y la discusión está al rojo vivo. Al final se logró un acuerdo: forman la cabeza de la marcha un norteamericano, un francés y la traductora camboyana. Después van los médicos y todos los demás van tras ellos; la actriz norteamericana se encontró a la cola de la marcha.

La carretera era estrecha y estaba flanqueada por campos de minas. A cada rato topaban con una valla: dos bloques de cemento rodeados de alambre de espino y entre ello s u n paso estrecho. Tenían que ir en fila india.

Unos cinco metros delante de Franz iba un famoso poeta y cantante pop alemán, que había escrito ya novecientas treinta canciones contra la guerra y por la paz. Llevaba una larga pértiga con una bandera blanca que hacía juego con su barba negra y lo diferenciaba de todos los demás.

A lo largo de la extensa columna corrían los fotógrafos y las cámaras. Disparaban sus aparatos, hacían zumbar sus cámaras, corrían hacia delante, se detenían, se alejaban, se ponían en cuclillas y volvían a levantarse y a correr hacia delante. De vez en cuando llamaban por su nombre a un hombre o una mujer famosos, de modo que se volviesen instintivamente hacia ellos y en ese momento apretaban el disparador.

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Algún acontecimiento flotaba en el aire. La gente aminoraba el paso y miraba hacia atrás.

La actriz norteamericana, a la que habían situado al final de la marcha, se había negado a seguir soportando, la humillación y se había decidido a atacar. Echó a correr. Era como cuando en una carrera de cinco mil metros un corredor, que hasta el momento había estado ahorrando fuerzas y permanecía al final del pelotón, de pronto salta y adelanta a todos los demás corredores.

Los hombres sonreían perplejos y se hacían a un lado para permitir la victoria de la famosa corredora, pero las mujeres gritaban:

—¡A su sitio! ¡Esto no es una marcha de estrellas de cine!

Pero la actriz no se dejaba amedrentar y seguía corriendo acompañada por cinco fotógrafos y dos cámaras.

Entonces una francesa, profesora de lingüística, cogió a la actriz por la muñeca y le dijo (en un inglés horrible):

—¡Esta es una marcha de médicos que quieren curar a los camboyanos que están mortalmente enfermos y no un espectáculo para estrellas de cine!

La actriz tenía la muñeca cogida por la mano de la profesora de lingüística y le faltaba fuerza para soltarse. Dijo (en un inglés excelente):

—¡Vayase al diablo! ¡Yo he estado en cientos de marchas como ésta! ¡En todas partes hace falta que aparezcan estrellas! ¡Ese es nuestro trabajo! ¡Es nuestra obligación moral!

—Mierda —dijo la profesora de lingüística (en un francés excelente).

La actriz norteamericana la entendió y se echó a llorar.

—No te muevas —gritó un camarógrafo y se arrodilló delante de ella. La actriz miró prolongadamente al objetivo mientras las lágrimas corrían por su cara.

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La profesora de lingüística soltó finalmente la muñeca de la actriz norteamericana. En ese momento la llamó el cantante alemán con la barba negra y la bandera blanca.

La actriz norteamericana nunca había oído hablar de él, pero en un momento de humillación era mucho más sensible que nunca a las manifestaciones de simpatía y echó a correr hacia él. El cantante cogió con la mano izquierda el mástil de la bandera y apoyó el brazo derecho sobre el hombro de la actriz.

Alrededor de la actriz y el cantante seguían saltando los fotógrafos y las cámaras. Un famoso fotógrafo norteamericano quería captar con su objetivo las caras de los dos con bandera y todo, lo cual era complicado porque el mástil era largo. Por eso corrió hacia el arrozal que tenía detrás. Así fue cómo pisó una mina. Se oyó una explosión y su cuerpo, deshecho en pedazos, voló por los aires, salpicando con una ducha de sangre a los intelectuales europeos.

El cantante y la actriz estaban aterrorizados y no podían moverse. Después levantaron la vista hacia la bandera. Estaba salpicada de sangre. Al ver aquello volvieron a sentirse aterrados. Después miraron nuevamente unas cuantas veces, tímidamente, hacia arriba y empezaron a sonreír. Sentían un orgullo extraño y hasta entonces desconocido al ver que la bandera que llevaban estaba manchada de sangre. Se pusieron nuevamente en marcha.

20

La frontera estaba formada por un pequeño riachuelo que no se veía porque a lo largo de él se extendía un muro de un metro y medio de alto sobre el cual había sacos con arena para los tiradores tailandeses. La pared sólo se interrumpía en un punto. Allí un puente atravesaba el riachuelo. Nadie podía llegar hasta él. Al otro lado del río estaba el ejército de ocupación vietnamita, pero no se veía. Sus posiciones estaban perfectamente camufladas. Pero era evidente que, si alguien llegase hasta el puente, los invisibles vietnamitas empezarían a disparar.

Los miembros de la marcha llegaron hasta la pared y se pusieron de puntillas. Franz se apoyó en la ranura entre dos sacos y trató de ver algo. No vio nada porque le empujó uno de los fotógrafos que se consideraba autorizado a ocupar su sitio.

Franz miró hacia atrás. En la poderosa corona de un árbol solitario, como una bandada de grandes cuervos, estaban sentados ocho fotógrafos con los ojos puestos en la otra orilla.

En ese momento la traductora que encabezaba la marcha se llevó a la boca un tubo ancho y llamó en Kmer hacia el otro lado del río: Aquí están unos médicos que piden que se les permita entrar en territorio camboyano para llevar ayuda sanitaria; esta acción nada tiene que ver con intervención política alguna; lo único que les preocupa es la vida de la gente.

La respuesta del otro lado fue un silencio increíble. Un silencio tan completo que todos se sintieron angustiados. Lo único que se oía en aquel silencio era el sonido de las cámaras fotográficas, como el canto de una especie de insectos exóticos.

Franz tuvo de pronto la impresión de que la Gran Marcha había llegado a su fin. Alrededor de Europa se cierran las fronteras del silencio y el espacio por el que transcurre la Gran Marcha no es más que un pequeño podio en medio del planeta. Las masas que antes se apretujaban alrededor del podio hace tiempo ya que se han vuelto de espaldas, y la Gran Marcha continúa a solas y sin espectadores. Sí, piensa Franz, la Gran Marcha continúa, a pesar del desinterés del mundo, pero se vuelve nerviosa y febril, ayer contra los norteamericanos que ocupaban Vietnam, hoy contra Vietnam que ocupa Camboya, ayer a favor de Israel, hoy a favor de los palestinos, ayer a favor de Cuba, mañana contra Cuba y siempre contra Norteamérica, siempre contra las masacres y siempre en apoyo de otras masacres, Europa marcha para no perder el ritmo de los acontecimientos y que ninguno se le escape, su paso se hace cada vez más rápido, de modo que la Gran Marcha es una marcha de gentes que dan saltos, que tienen prisa y el escenario es cada vez menor, hasta que un día se convierta en un mero punto sin dimensiones.

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La traductora gritó por segunda vez su llamada con la bocina. En respuesta volvió a oírse un inmenso e interminable silencio indiferente.

Franz miró a su alrededor. El silencio desde la otra orilla del río había sido para todos como una bofetada. Incluso el cantante con la bandera blanca y la actriz se sienten angustiados, dubitativos, sin saber qué hacer.

Franz comprendió de pronto que todos eran ridículos, él y los demás, pero aquella comprensión no lo separaba de ellos, no lo llenaba de ironía, al contrario, era ahora cuando sentía por ellos un inmenso amor, como el que sentirnos por quienes han sido condenados. Sí, la Gran Marcha se acerca a su fin ¿pero es ése un motivo para que Franz la traicione? ¿No se aproxima también su propia vida a su fin? ¿Es justo que se ría del exhibicionismo de los que acompañaron a los valientes médicos hasta la frontera? ¿Qué más puede hacer esa gente que teatro? ¿Les queda alguna otra posibilidad?

Franz tiene razón. Estoy pensando en el redactor que organizaba la recogida de firmas para la amnistía de los presos políticos en Praga. Sabía perfectamente que aquello no ayudaría a los presos. El verdadero objetivo no era liberar a los presos, sino demostrar que aún había gente que no tenía miedo. Lo que hacía era teatro. Pero no tenía otra posibilidad. No podía elegir entre actuar o hacer teatro. La elección era: hacer teatro o no hacer nada. Hay situaciones en las que las personas están condenadas a hacer teatro. Su lucha contra el poder silencioso (el poder silencioso al otro lado del río, la policía convertida en silenciosos micrófonos en la pared) es la lucha de un grupo de comediantes peleando contra un ejército.

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