La insoportable levedad del ser (34 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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Por fin el avión aterrizó. Se levantaron y fueron hacia la puerta que les abrió el auxiliar de vuelo. Seguían abrazados por la cintura y se detuvieron en la parte superior de la escalerilla. Vieron abajo a tres hombres con capuchas y fusiles en la mano. Era inútil dudar, porque no había escapatoria. Descendieron lentamente y cuando pusieron el pie en el suelo del aeropuerto, uno de los hombres levantó el fusil y apuntó. No se oyó ningún disparo, pero Teresa sintió que Tomás, que un segundo antes estaba pegado a ella y la cogía por la cintura, caía a tierra.

Lo estrechó contra su cuerpo pero no pudo sujetarlo: cayó sobre el cemento de la pista de aterrizaje. Se agachó hacia él. Quería lanzarse encima de él y cubrirlo con su cuerpo, pero en ese momento vio algo extraño: su cuerpo disminuía rápidamente de tamaño. Era algo tan increíble que se quedó paralizada y como clavada al suelo. El cuerpo de Tomás era cada vez más pequeño, ya no se parecía en nada a Tomás, no quedaba de él más que algo muy pequeño y aquella cosa pequeña empezó a moverse y echó a correr y salió huyendo por la pista de aterrizaje.

El hombre que había disparado se quitó la máscara y le sonrió amablemente a Teresa. Después se giró y corrió tras aquella cosa pequeña que correteaba, confundida, de un lado a otro, como si retrocediese ante alguien y buscase desesperadamente un escondite. Corrieron durante un rato hasta que de pronto el hombre se lanzó a tierra y la persecución terminó.

Se levantó y volvió adonde estaba Teresa. Llevaba aquella cosa en la mano. Aquella cosa temblaba de miedo. Era un conejo. Se lo dio a Teresa. Y en ese momento desaparecieron el susto y la tristeza y se sintió feliz de tener al animalito en su regazo, de que el animalito fuese suyo y de que pudiera apretarlo contra su cuerpo. Se puso a llorar de felicidad. Lloraba y lloraba, las lágrimas no la dejaban ver y se llevaba al conejo a casa con la sensación de que ahora ya estaba cerca del objetivo, de que estaba donde quería estar, en ese lugar del que ya no se escapa.

Iba por las calles de Praga y encontró su casa sin dificultad. Había vivido allí con papá y mamá cuando era pequeña. Pero ahora no estaban ni mamá ni papá. La recibieron dos ancianos a los que nunca había visto, pero de quienes sabía que eran su bisabuelo y su bisabuela. Los dos tenían la piel arrugada como la corteza de los árboles y Teresa estaba contenta de ir a vivir con ellos. Pero ahora quería estar a solas con su animalito. Encontró fácilmente su habitación, en la que había vivido desde los cinco años, cuando sus padres decidieron que merecía una habitación propia.

Había una cama, una mesilla y una silla. En la mesilla había una lámpara encendida que había estado esperándola todo ese tiempo. Encima de la lámpara se había posado una mariposa con las alas abiertas, en las que estaban pintados dos grandes ojos. Teresa sabía que había llegado a la meta. Se acostó en la cama y apretó el conejo contra su cara.

7

Estaba sentado a la mesa junto a la que solía leer. Ante él había un sobre abierto con una carta. Le dijo a Teresa:

—Recibo de cuando en cuando cartas de las que no he querido hablarte. Me escribe mi hijo. He tratado de que su vida y la mía no entraran nunca en contacto. Y fíjate cómo se ha vengado de mí el destino. Hace unos años lo expulsaron de la escuela. Trabaja de tractorista en un pueblo. Mi vida y la suya no están en contacto pero corren una al lado de la otra como dos paralelas.

—¿Y por qué no me querías decir nada sobre esas cartas? —dijo Teresa sintiendo dentro de sí un gran alivio.

—No sé. Me desagradaba.

—¿Te escribe con frecuencia?

—De tarde en tarde.

—¿Y de qué te habla?

—De sí mismo.

—¿Es interesante?

—Sí. La madre, como sabes, era una comunista fanática. Hace tiempo que rompió con ella. Se hizo amigo de gente que está en la misma situación que nosotros. Intentaban alguna actividad política. Algunos están ahora en la cárcel. Pero con éstos también ha roto. Habla de ellos con cierta distancia como de "eternos revolucionarios".

—Y él ¿se ha reconciliado con el régimen?

—No. En absoluto. Cree en Dios y piensa que ésa es la clave de todo. Según parece, todos debemos vivir en nuestra vida cotidiana de acuerdo con las normas establecidas por la religión y no tener en cuenta para nada al régimen. Ignorarlo. Si creemos en Dios, somos capaces, al parecer, de crear con nuestra propia actuación, en cualquier circunstancia, lo que él llama "el reino de Dios en la tierra". Me explica que en nuestro país la Iglesia es la única organización voluntaria que escapa al control del Estado. Me gustaría saber si forma parte de la Iglesia para hacerle frente al régimen o si de verdad cree en Dios.

—¡Pregúntaselo!

Tomás prosiguió:

—Siempre he admirado a los creyentes. Pensaba que estaban dotados de un don especial de percepción ultra-sensorial del que yo carecía. Algo así como los videntes. Pero mi hijo me demuestra que creer es en realidad muy fácil. Cuando estaba en apuros, le echaron una mano los católicos y de pronto apareció la fe. Es posible que haya decidido creer por agradecimiento. Las decisiones de los hombres son muy simples.

—¿Y tú no le has contestado nunca?

—No me ha puesto el remitente —pero luego añadió—: Claro que en el matasellos figura el nombre del pueblo. Bastaría con enviar una carta a la dirección de la cooperativa local.

Teresa sentía vergüenza ante Tomás por sus sospechas y quería purgar sus culpas con una repentina amabilidad hacia su hijo:

—Entonces, ¿por qué no le escribes? ¿Por qué no lo invitas?

—Se parece a mí -dijo Tomás-. Cuando habla, tuerce el labio superior exactamente igual que yo. Ver a mi propio labio hablando de Dios me parece demasiado raro.

Teresa se echó a reír.

Tomás rió con ella.

Teresa dijo:

—¡Tomás, no seas infantil! Es una historia muy antigua. Tú y tu primera mujer. ¿Qué tiene que ver él con esa historia? ¿Qué tiene en común con ella? ¿Cómo vas a hacerle daño a alguien simplemente porque cuando eras joven tenías mal gusto?

—Para serte sincero, me da miedo ese encuentro. Ese es el motivo principal de que no tenga ganas de verle. No sé por qué he sido tan terco. Uno decide algo, ni siquiera sabe muy bien cómo, y esa decisión se mantiene luego por su propia inercia. Cada año que pasa es más difícil cambiarla.

—Invítale —dijo.

Ese mismo día, cuando volvía del establo, oyó voces en la carretera. Al acercarse vio el camión de Tomás. Tomás estaba agachado y desmontaba una rueda. Alrededor había un grupo de hombres que miraban y esperaban que Tomás terminase el trabajo.

Se quedó allí sin poder apartar la mirada: Tomás tenía un aspecto avejentado. Su pelo era canoso y la torpeza con la que actuaba no era la torpeza de un médico que se ha convertido en chofer, sino la de una persona que ya no es joven.

Recordó una reciente conversación con el presidente. Le había dicho que el camión de Tomás estaba en un estado deplorable. Lo decía en broma, no era una queja, pero reflejaba una preocupación. «Tomás sabe más de lo que hay dentro del cuerpo que de lo que hay dentro del motor», rió. Después reconoció que había ido varias veces a pedirle a la Administración que le permitiesen a Tomás volver a ejercer su profesión en aquella provincia. Comprobó que la policía no estaba dispuesta a permitirlo.

Ella se ocultó tras el tronco de un árbol para que ninguna de las personas que estaban alrededor del coche pudiera verla, pero no dejó de mirarle. Los remordimientos le oprimían el corazón: Por su culpa había vuelto de Zurich a Praga. Por su culpa se había ido de Praga. Y ni siquiera ahora lo dejaba en paz y, mientras Karenin se estaba muriendo, ella lo hacía sufrir con sus sospechas.

Siempre le había reprochado secretamente que no la amaba bastante. Su propio amor estaba para ella fuera de toda sospecha, mientras que consideraba el amor de él como simple amabilidad.

Ahora ve lo injusta que ha sido: ¡Si de verdad hubiera sentido por Tomás un gran amor, hubiera tenido que permanecer con él en el extranjero! ¡Allí Tomás estaba contento, allí se le abría la perspectiva de una nueva vida! ¡Y a pesar de eso se fue de allí! Es verdad que trató de convencerse a sí misma de que lo hacía por generosidad, para no molestarlo. ¿Pero no era la generosidad tan sólo una disculpa? ¡En realidad sabía que vendría tras ella! Lo atraía cada vez más hacia abajo, como atraen las ninfas a los campesinos hacia los pantanos para dejarlos morir allí. ¡Utilizó el momento en que él tenía espasmos de estómago para obtener la promesa de que se irían a vivir al campo! ¡Cómo sabía engañarlo! Le hacía ir tras ella como si quisiese comprobar permanentemente que la amaba, hizo que fuera tras ella hasta llegar a este sitio: con el pelo cano, cansado, con las manos medio destrozadas, que ya nunca podrán coger un bisturí.

Llegaron a un lugar del que ya no pueden ir a ninguna parte. ¿Adonde podrían ir? Al extranjero nunca les dejarán salir. Ya no encontrarán el camino de regreso a Praga, nadie les dará trabajo allí. Y no tienen motivo alguno para irse a otro pueblo.

Dios mío, ¿era necesario llegar hasta aquí para que creyera que la quería?

Finalmente, Tomás logró volver a montar la rueda. Se sentó al volante, los hombres saltaron al camión y se oyó el ruido del motor.

Teresa se fue a casa y llenó la bañera de agua. Se sumergió en el agua caliente pensando que toda la vida había utilizado sus propias debilidades en contra de Tomás. Todos tendemos a considerar la fuerza como culpable y la debilidad como víctima inocente. Pero Teresa ahora lo comprende: ¡en su caso ha sido al revés! ¡Hasta sus sueños, como si conociesen las únicas debilidades de ese hombre fuerte, le mostraban los sufrimientos de Teresa para hacerlo huir en retirada! Su debilidad era agresiva y le obligaba a constantes rendiciones, hasta que por fin dejó de ser fuerte y se convirtió en un conejito en su regazo. No dejaba de pensar en aquel sueño.

Salió de la bañera y fue a buscar un vestido que ponerse. Quería ponerse el vestido más bonito para gustarle, para darle una alegría.

Apenas se había abrochado el último botón cuando entró Tomás ruidosamente junto con el presidente de la cooperativa y un joven campesino llamativamente pálido.

—¡Venga —dijo Tomás—, algún licor fuerte!

Teresa salió corriendo y trajo una botella de slivovice. Sirvió un vasito y el joven se lo tomó inmediatamente.

Mientras tanto se enteró de lo que había sucedido: el joven se había dislocado un brazo y gritaba de dolor; nadie sabía qué hacer, así que llamaron a Tomás, que le volvió el brazo a su sitio con un solo movimiento.

El joven bebió de un trago otro vasito y le dijo a Tomás:

—¡Tu mujer está guapísima hoy!

—Tonto —dijo el presidente—, la señora Teresa siempre está guapa.

—Ya sé que siempre está guapa —dijo el joven—, pero hoy se ha puesto muy elegante. Nunca la habíamos visto con ese vestido. ¿Van a salir?

—No vamos a salir. Me lo puse por Tomás.

—Doctor, tú sí que lo pasas bien —rió el presidente—. Mi mujer nunca hace eso de vestirse así para que yo la vea.

—Claro, por eso sales siempre de paseo con el cerdo y no con tu mujer —dijo el joven y se rió mucho.

—¿Y qué hace Mefisto? —dijo Tomás—, hace por lo menos... —se puso a pensar—, ¡una hora que no lo veo!

—Es que me añora cuando no estoy —dijo el presidente.

—Ahora que la veo con ese vestido, me dan ganas de bailar con usted —le dijo el joven a Teresa—. ¿Me dejarías bailar con ella, doctor?

—Vamos todos a bailar —dijo Teresa.

—¿Vienes? —le dijo el joven a Tomás.

—¿Pero dónde? —preguntó Tomás.

El joven dio el nombre del pueblo vecino, en el que había una sala de baile.

—Vienes con nosotros —le ordenó al presidente y, como llevaba ya tres vasitos, añadió—: ¡Si Mefisto te añora, nos lo llevamos! ¡Llevaremos a dos marranos! Todas las mujeres se van a caer sentadas cuando vean a dos marranos! —y volvió a reírse mucho.

—Si no les da vergüenza Mefisto, voy con ustedes —dijo el presidente y subieron todos al camión de Tomás.

Tomás se sentó al volante, Teresa a su lado y los dos hombres detrás con la botella de slivovice a medio beber. Hasta que no salieron del pueblo, el presidente no se acordó de que se habían dejado a

Mefisto. Le gritó a Tomás que volvieran.

—No hace falta, con un marrano basta —le dijo el joven y el presidente quedó conforme.

Oscurecía. El camino trepaba por la montaña.

Llegaron a la ciudad y detuvieron el camión frente al hotel. Teresa y Tomás no habían estado nunca allí. Bajaron por la escalera al sótano, donde había una barra de bar, una pista de baile y varias mesas. Un señor de unos sesenta años tocaba el piano y una señora de la misma edad tocaba el violín.

Interpretaban canciones que habían estado de moda hacía cuarenta años. En la pista bailaban unas cinco parejas.

El joven lanzó una mirada a su alrededor y dijo:

—No me vale ninguna de éstas —e inmediatamente invitó a bailar a Teresa.

El presidente se sentó con Tomás junto a una mesa libre y pidió una botella de vino.

—¡No puedo beber! ¡Soy el que conduce! —recordó Tomás.

—Tonterías —dijo el presidente—, nos quedaremos a pasar la noche —y fue inmediatamente a la recepción a reservar dos habitaciones.

Después volvió Teresa de la pista con el joven, la sacó a bailar el presidente y por último bailó con Tomás.

Mientras bailaban le dijo:

—Tomás, todo lo malo que hay en tu vida ha sido por mi culpa. Yo tengo la culpa de que hayas llegado hasta aquí. Tan bajo que ya no es posible ir a ninguna otra parte.

Tomás dijo:

—¿Estás loca? ¿De qué bajo hablas?

—Si nos hubiéramos quedado en Zurich, estarías operando a tus pacientes.

—Y tú estarías haciendo fotos.

—Esa es una comparación tonta —dijo Teresa—. Para ti tu trabajo lo era todo, mientras que yo puedo hacer cualquier cosa y me da exactamente lo mismo. Yo no perdí nada. Tú lo perdiste todo.

—Teresa —dijo Tomás—, ¿no te has dado cuenta de que aquí soy feliz?

—Tu misión era operar —dijo.

—Teresa, la misión es una idiotez. No tengo ninguna misión. Nadie tiene ninguna misión. Y es un gran alivio sentir que eres libre, que no tienes una misión.

Era imposible no confiar en la sinceridad de su voz. Recordó la imagen de esa misma tarde: lo vio arreglando el camión y le pareció viejo. Ella había llegado adonde quería llegar: siempre había deseado que fuera viejo. Volvió a acordarse del conejito al que apretaba contra su cara en su habitación infantil.

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