Bajo el hielo

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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Es diciembre de 2008 y, el escenario, un profundo valle de los Pirineos. De camino al trabajo, los empleados de una planta hidroeléctrica descubren el cuerpo de un caballo decapitado suspendido en la cara helada de la montaña.

La investigación del macabro hallazgo es asignada al capitán Servaz, un cuarentañero hipocondríaco que siempre actúa guiado por su instinto. Se trata del caso más extraño de toda su carrera. ¿Qué motivos podría tener alguien para asesinar a un caballo a dos mil metros de altitud? Todo indica que éste es sólo el principio de una larga pesadilla.

Ese mismo día, una joven psiquiatra se inicia en el mundo laboral en el psiquiátrico de la zona.

De un modo paralelo, Servaz y Berg ser verán involucrados en la vida de los habitantes del valle, esos seres cuyas existencias están marcadas por la soledad, el encierro, los miedos, odios y tormentos interiores. Ese opresivo escenario demostrará la verdad de un viejo dicho: todo lo que se oculta bajo la nieve acaba por emerger con el deshielo; los viejos crímentes terminan por aflorar por mucho tiempo que lleven enterrados

Bernard Minier

Bajo el hielo

ePUB v1.0

NitoStrad
14.06.13

Título original:
Glacé

Autor: Bernard Minier

Fecha de publicación del original: febrero 2011

Traducción: Dolors Gallart

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

A la memoria de mi padre.

A mi mujer, a mi hija y a mi hijo.

A Jean-Pierre Schamber

y Dominique Matos Ventura,

que lo han cambiado todo.

DE
:

DIANE BERG

GINEBRA

PARA:

DR. WARGNIER

INSTITUTO PSIQUIÁTRICO WARGNIER

SAINT-MARTIN-DE-COMMINGES

Curriculum vítae de Diane Berg

Psicóloga, miembro de la Federación Suiza de Psicólogos

Especialista en psicología legal, miembro de la Sociedad Suiza de Psicología Legal

Fecha de nacimiento: 16 de julio de 1976

Nacionalidad: Suiza

TÍTULOS ACADÉMICOS:

2002: Licenciada en psicología clínica (DES) por la Universidad de Ginebra. Memoria: «Economía pulsional, necrofilia y descuartizamiento en los homicidas compulsivos».

1999: Diplomada en psicología por la Universidad de Ginebra. Memoria de fin de ciclo: «Algunos aspectos de los miedos infantiles entre los 8 y los 12 años».

1995: Selectividad, clásica y latín.

1994: First Certifícate of English.

EXPERIENCIA PROFESIONAL:

2003: Consulta privada de psicoterapia y de psicología legal, Ginebra.

2001: Ayudante de P. Spitzner en la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación (FPSE) de la Universidad de Ginebra.

1999-2001: Cursillo de prácticas de psicología, Instituto Universitario de Medicina Legal, Ginebra.

Cursillo de prácticas de psicología en el Servicio Médico de la cárcel de Champ-Dollon.

ASOCIACIONES PROFESIONALES:

International Academy of Law and Mental Health (IALMH).

Asociación de psicólogos-psicoterapeutas de Ginebra (AGPP).

Federación Suiza de Psicólogos (FSP). Sociedad Suiza de Psicología Legal (SSPL).

AFICIONES:

Música clásica (diez años de violín), jazz, lectura. Deportes: natación, atletismo, submarinismo, espeleología, salto en paracaídas.

Prólogo

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Los ruidos: el del cable, regular, y el otro, intermitente, que brotaba de las ruedas de las pilonas cuando la zapata del teleférico pasaba por encima, comunicando sus sacudidas a la cabina. A estos se sumaba la aflautada y omnipresente queja del viento, que parecía imitar un desamparo de voces infantiles, y la de los ocupantes de la cabina, que chillaban para hacerse oír entre el estrépito. Eran cinco, contando a Huysmans.

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—¡No me gusta nada subir allá arriba con este tiempo, hostia! —dijo uno de ellos.

Huysmans guardaba silencio, pendiente de ver aparecer, a través de las ráfagas de nieve que rodeaban la cabina, el lago inferior, situado mil metros más abajo. Como aquejados de una extraña flojedad, los cables trazaban una doble curva que se hundía perezosamente en el telón de fondo gris.

Las nubes se entreabrieron y el lago resultó visible un momento. Por un instante, ofreció el aspecto de un charco dispuesto bajo el cielo, de un simple hueco lleno de agua colocado entre los picos y las masas de nubes que se desgajaban más arriba.

—¿Y qué más da el tiempo que haga? —replicó otro—. ¡De todas maneras, nos vamos a pasar una semana metidos en esta puta montaña!

La central hidroeléctrica de Arruns constaba de una serie de salas y galerías excavadas a setenta metros bajo tierra, encumbradas a dos mil metros de altitud. La más larga medía once kilómetros. Llevaba el agua del lago superior a los conductos forzados, unos tubos de metro y medio de diámetro dispuestos en el flanco de la montaña, a través de los cuales se precipitaba el agua del lago superior a las sedientas turbinas de los grupos de producción del valle. Para acceder a la central, construida en el interior de la piedra, había un solo camino: un pozo de acceso cuya entrada se encontraba casi en la cumbre, y el descenso se hacía en montacargas hasta la galería principal que se recorría, con las compuertas neutralizadas, a bordo de tractores de dos plazas, lo que constituía un viaje de una hora en el corazón de las tinieblas, a lo largo de ocho kilómetros de galerías.

La otra vía era el helicóptero… pero solo en caso de urgencia. Cerca del lago superior habían acondicionado un área de aterrizaje, accesible cuando el tiempo era propicio.

—Joachim tiene razón —apoyó el de más edad—. Con un tiempo así, el helicóptero no podría siquiera aterrizar.

Todos sabían lo que aquello representaba: una vez que se hubieran vuelto a abrir las compuertas, los miles de metros cúbicos de agua del lago superior se adentrarían rugiendo en la galería por la que ellos iban a pasar dentro de unos minutos. En caso de accidente, serían necesarias dos horas para vaciarla de nuevo, otra hora en tractor a través de la galería para regresar al pozo de acceso, quince minutos para subir al aire libre, diez de bajada en telecabina hasta la central y treinta más de carretera hasta Saint-Martin-de-Comminges… en el supuesto de que no estuviera cortada.

Si se produjera un accidente, tardarían cuatro horas largas en llegar al hospital.

La central se estaba volviendo vetusta; funcionaba desde 1929. Cada invierno, antes del deshielo, pasaban cuatro semanas allá arriba, aislados del mundo, consagrados al mantenimiento y la reparación de unas máquinas de otra era. Era un trabajo duro, peligroso.

Huysmans siguió el vuelo de un águila que se dejaba llevar por el viento, a unos cien metros de la cabina, en silencio. Luego posó la mirada en los helados vértigos que se extendían bajo el suelo.

Los tres enormes tubos de conductos forzados se hundían en el abismo, pegados al relieve de la montaña. El valle había desaparecido de su campo de visión hacía rato. La última pilona era visible trescientos metros más abajo, erguida en el punto en que el flanco de la montaña formaba un rellano, perfilándose solitaria en medio de la niebla. A partir de ahí la cabina ascendía directamente hacia el pozo de acceso. Si el cable se llegara a romper, caería varias decenas de metros antes de partirse como una nuez contra la pared de roca. El temporal la zarandeaba igual que un mero cesto colgado del brazo de un ama de casa.

—¡Eh, cocinero! ¿Qué vamos a comer esta vez?

—Pues no va a ser comida orgánica, eso seguro.

Huysmans fue el único que no rio; estaba mirando un minibús amarillo que circulaba por la carretera de la central. Era el del director. Después el vehículo abandonó también su campo de visión, engullido por las bandadas de nubes, como una diligencia atacada por los indios.

Cada vez que subía allá arriba tenía la impresión de captar una verdad elemental de su existencia, pero era incapaz de precisar cuál era.

Huysmans desplazó la mirada hacia la cumbre.

Se estaban acercando al final del recorrido del teleférico, un andamio metálico sujeto a la estructura de cemento de la entrada del pozo. Una vez que se hubiera inmovilizado la cabina, los hombres proseguirían su trayecto por una serie de pasarelas y escaleras hasta llegar al blocao de cemento.

El viento soplaba con violencia. Debía de hacer diez grados bajo cero afuera.

Huysmans entornó los ojos.

Había algo anormal en la forma del andamio.

Algo que sobraba… Como una especie de sombra entre los tirantes y las viguetas de acero barridos por las borrascas.

«Un águila —pensó—. Un águila se ha enganchado en los cables y las poleas».

No, era absurdo. Sin embargo, de eso se trataba: de un gran pájaro con las alas desplegadas. De un buitre, tal vez, que había quedado prisionero de la estructura, entrampado entre las rejas y los barrotes.

—¡Eh, mirad eso!

Era la voz de Joachim. Él también se había fijado. Los demás se volvieron hacia la plataforma.

—¡Dios santo! ¿Qué es?

«No es un pájaro, en todo caso», pensó Huysmans con una creciente y difusa inquietud.

Era algo que estaba enganchado en lo alto de la plataforma, justo debajo de los cables y las poleas… como suspendido en el aire. Parecía una mariposa gigante, sombría y maléfica, que resaltaba sobre la blancura del cielo y de la nieve.

—¡Joder! ¿Qué es?

La velocidad de la cabina se redujo. Estaban llegando. La forma se volvió más grande.

—¡María Santísima!

No era una mariposa… ni tampoco un pájaro.

La cabina se inmovilizó y las puertas se abrieron automáticamente.

Una helada ráfaga cargada de nieve les azotó las caras, pero nadie se bajó. Se quedaron allí, contemplando aquella obra producto de la locura y de la muerte, conscientes ya de que jamás olvidarían aquella escena.

El viento aullaba en torno a la plataforma. Lo que Huysmans oía entonces no eran ya gritos de niños, sino los provocados por otro suplicio, unos gritos atroces ahogados por los aullidos del viento. Retrocedieron un paso hacia el interior del habitáculo.

El miedo se precipitó sobre ellos como un tren en marcha. Huysmans se abalanzó hacia el casco con auriculares y se lo colocó en la cabeza.

—¿Central? ¡Aquí Huysmans! ¡Llamen a la policía! ¡Rápido! ¡Díganles que volvemos! ¡Aquí hay un cadáver! ¡Una cosa demencial!

PRIMERA PARTE
El hombre que amaba los caballos
1

Los Pirineos. Diane Berg los vio erguirse ante sí en el momento en que franqueaba una colina.

Era una blanca barrera todavía distante, prolongada en toda la amplitud del horizonte, contra la cual venía a romper el oleaje de las colinas. Un ave rapaz describía círculos en el cielo.

Eran las nueve de la mañana del 10 de diciembre.

Según el mapa desplegado en el salpicadero, debía desviarse en la siguiente salida y tomar rumbo sur, hacia España. No tenía ni GPS ni ordenador en aquel viejo Lancia de otra era. Por encima de la autopista advirtió un cartel:

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