La insoportable levedad del ser (21 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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6

Tras el encuentro Tomás se quedó con un humor de perros. Se reprochaba haber aceptado el tono jovial de la conversación. ¡Ya que no se había negado a hablar con el policía (no estaba preparado para semejante situación, no sabía qué prescribía la ley), al menos tenía que haberse negado a tomar una copa de vino con él en el bar, como si fuese un amigo! ¿Qué pasaría si lo hubiese visto alguien que conociera a aquel hombre? ¡Pensaría que Tomás está al servicio de la policía! ¿Y por qué ha tenido que decirle que el artículo fue recortado? ¿Para qué le dio, sin ninguna necesidad, esa información? Estaba absolutamente descontento de sí mismo.

Dos semanas más tarde el hombre del Ministerio regresó. Pretendía que fueran otra vez al bar de enfrente, pero Tomás le pidió que permaneciera en el consultorio.

—Comprendo, doctor —sonrió.

Aquella frase despertó la atención de Tomás. El hombre del Ministerio había hablado como un ajedrecista que le confirma a su contrincante que en la jugada anterior ha cometido un error.

Se habían sentado en dos sillas, uno frente al otro y entre ambos estaba el escritorio de Tomás. Al cabo de unos diez minutos, durante los cuales hablaron de la epidemia de gripe que alcanzaba en aquel momento su apogeo, el hombre dijo:

—He estado meditando sobre su caso, doctor. Si se tratase únicamente de usted, la cosa sería sencilla. Pero tenemos que tener en cuenta la opinión pública. Queriendo o sin querer, con su artículo contribuyó a impulsar la histeria anticomunista. No puedo ocultarle que incluso hemos recibido una propuesta para que se le exijan a usted responsabilidades penales por ese artículo. Hay un párrafo que lo contempla. Incitación pública a la violencia.

El hombre del Ministerio se calló y miró a Tomás a los ojos. Tomás se encogió de hombros. El hombre volvió nuevamente al tono amistoso:

—Hemos rechazado esas propuestas. Cualquiera que sea su responsabilidad, a la sociedad le interesa que trabaje en el puesto en el que mejor provecho puede sacar a su capacidad. Su director lo estima a usted mucho. Y también tenemos información de sus pacientes. ¡Es usted un gran especialista, doctor! Nadie puede exigirle a un médico que entienda de política. Usted se dejó engañar. Habría que dejar las cosas en su justo lugar. Por eso querríamos proponerle un texto para la declaración que, a nuestro juicio, debería hacer para la prensa. Ya nos ocuparíamos nosotros de que se publicara en el momento adecuado —y le dio a Tomás un papel.

Tomás leyó lo que estaba escrito y se horrorizó. Era mucho peor que lo que dos años antes le había pedido su director. Aquello no era solamente una retractación total con respecto al artículo sobre Edipo. Había frases sobre el amor a la Unión Soviética, sobre la fidelidad al partido comunista, había una condena a los intelectuales que al parecer querían arrastrar al país a una guerra civil, pero, sobre todo, había una denuncia contra los redactores del semanario de la Unión de Escritores, incluido el nombre del redactor alto y encorvado (Tomás no había hablado nunca con él pero sabía su nombre y le conocía de ver su foto en la prensa), que habían deformado conscientemente su artículo para cambiarle el sentido y transformarlo en una proclama contrarrevolucionaria; según parece eran demasiado cobardes para escribir ellos mismos un artículo así y trataron de aprovecharse de un ingenuo médico.

El hombre del Ministerio percibió el gesto de horror que había en los ojos de Tomás. Se inclinó y le dio una amistosa palmada en la rodilla por debajo de la mesa:

—¡Estimado doctor, eso no es más que una sugerencia! Tómese tiempo para pensarlo y, si quiere modificar alguna frase, por supuesto podemos llegar a un acuerdo. ¡Al fin y al cabo el texto es suyo!

Tomás le devolvió el papel al policía como si le diese miedo tenerlo un segundo más en sus manos. Era casi como si creyera que alguien fuera algún día a buscar en él sus huellas dactilares.

En lugar de coger el papel, el hombre del Ministerio extendió con fingida sorpresa los brazos (era el mismo gesto que emplea el Papa para bendecir a las masas desde su balcón):

—Pero doctor, ¿por qué me lo devuelve? Quédeselo. Ya lo meditará tranquilamente en su casa.

Tomás hizo un gesto de negación con la cabeza, manteniendo pacientemente el papel en la mano extendida. El hombre del Ministerio dejó de imitar al Papa durante la bendición y al fin tuvo que coger el papel.

Tomás tenía la intención de decirle con toda energía que no pensaba escribir ni firmar jamás ningún texto de ese tipo. Pero finalmente optó por otro tono. Dijo con suavidad:

—No soy un analfabeto. ¿Por qué iba a firmar algo que no he escrito yo mismo?

—Bien, doctor, podemos hacerlo al revés. Usted primero lo escribe y después lo revisamos los dos juntos. Lo que ha leído podrá servirle al menos como modelo.

¿Por qué no rechazó enseguida la proposición del policía con toda energía?

Seguramente le pasó por la cabeza la siguiente idea Este tipo de declaraciones sirve para desmoralizar a todo el país (ésa es evidentemente la estrategia general de los rusos), pero en su caso la policía persigue probablemente algún objetivo concreto: es posible que estén preparando un proceso contra los redactores del semanario en el que Tomás escribió su artículo. Si eso es así, necesitan la declaración de Tomás como prueba en el juicio y como parte de la campaña de prensa que organizarán contra los redactores. Si ahora se negase tajante y enérgicamente, correría el riesgo de que la policía publicase el texto, tal como estaba preparado, falsificando su firma. ¡Ningún periódico publicaría una rectificación suya! ¡No habría nadie en el mundo que creyese que no lo había ni escrito ni firmado! Comprendió que la gente, al ver a alguien moralmente humillado, se alegraba demasiado como para permitir que sus explicaciones le privaran de su placer.

Al darle a la policía esperanzas de que fuera a escribir algún tipo de declaración, había logrado ganar tiempo. Al día siguiente presentó por escrito la dimisión a su puesto. Suponía (correctamente) que en cuanto descendiese voluntariamente al puesto más bajo de la escala social (al que en aquella época habían descendido, por lo demás, miles de intelectuales de otras especialidades), la policía perdería todo poder sobre él y dejaría de ocuparse de su persona. En tales circunstancias no iban a poder publicar una declaración suya, porque carecería de credibilidad. Y es que esas vergonzosas declaraciones públicas van siempre ligadas al ascenso y no a la caída de los firmantes.

Pero en Bohemia los médicos son empleados del Estado y el Estado puede admitir o no sus dimisiones. El empleado con el que Tomás trató el tema de su dimisión conocía su nombre y le apreciaba. Trató de convencerlo de que no dejase su puesto. De pronto Tomás se dio cuenta de que no estaba en absoluto seguro de haber decidido correctamente. Pero se sentía ligado a su decisión por una especie de promesa de fidelidad y la mantuvo. Y así se convirtió en limpiador de escaparates.

7

Hace años, al partir de Zurich hacia Praga, Tomás se decía en silencio «es muss sein!» y pensaba entonces en su amor por Teresa. Pero aquella misma noche empezó a dudar de si, en verdad, había tenido que ser: se daba cuenta de que lo que lo había llevado hacia Teresa era sólo una cadena de ridículas casualidades que le habían sucedido siete años atrás (el principio fue el lumbago de su jefe) y de que sólo por esa causa regresaba ahora a una jaula de la que no habría escapatoria.

¿Quiere decir eso que en su vida no hubo ningún «es muss sein!», que no hubo nada realmente ineluctable? Creo que sí lo hubo. No fue el amor, fue la profesión. A la medicina no lo condujo ni la casualidad ni el cálculo racional sino un profundo anhelo interior.

Si es posible dividir a las personas de acuerdo con alguna categoría, es de acuerdo con estos profundos anhelos que las orientan hacia tal o cual actividad a la que dedican toda su vida. Todos los franceses son distintos. Pero todos los actores del mundo se parecen, en París, en Praga y en el último teatro de provincias. Actor es aquel que desde la infancia está de acuerdo con pasar toda la vida exponiéndose a un público anónimo. Sin este acuerdo básico que no tiene nada que ver con el talento, que es más profundo que el talento, no puede llegar a ser actor. De un modo similar, médico es aquel que está de acuerdo con pasar toda la vida y hasta las últimas consecuencias, hurgando en cuerpos humanos. Es este acuerdo básico (y no el talento o la habilidad) lo que le permite entrar en primer curso a la sala de disección y ser médico seis años más tarde.

La cirugía lleva el imperativo básico de la profesión médica hasta límites extremos, en los que lo humano entra en contacto con lo divino. Si le pega usted con fuerza un porrazo a alguien, el sujeto en cuestión cae y deja definitivamente de respirar. Pero de todas formas alguna vez iba a dejar de respirar. Un asesinato así sólo se adelanta un poco a lo que Dios se hubiese encargado de hacer algo más tarde. Se puede suponer que Dios contaba con el asesinato, pero no contaba con la cirugía. No sospechaba que alguien iba a atreverse a meter la mano dentro del mecanismo que él había inventado, meticulosamente cubierto de piel, sellado y cerrado a los ojos del hombre. Cuando Tomás posó por primera vez el bisturí sobre la pie l de un hombre previamente anestesiado y luego atravesó esa piel con un gesto decidido y la cortó con un tajo recto y preciso (como si fuese un trozo de materia inerte, un abrigo, una falda, una cortina), tuvo una breve pero intensa sensación de sacrilegio. ¡Pero era precisamente eso lo que le atraía! Ese era el «es muss sein!» profundamente arraigado dentro de él, al que no lo había conducido casualidad alguna, el lumbago de ningún médico-jefe, nada externo.

¿Pero cómo es posible que se deshiciera de algo tan profundo con tal rapidez, con tal energía, con tal facilidad?

Nos hubiera respondido que lo hizo para que la policía no lo utilizara. Pero sinceramente, aunque en teoría era posible (y aunque en efecto se produjeron casos similares), no era demasiado probable que la policía publicase una declaración falsa con su firma.

Claro que uno también tiene derecho a temer que le suceda algo aunque ello sea poco probable. Admitamos esto. Admitamos también que estaba furioso consigo mismo, que estaba furioso por su propia torpeza y que quería evitar cualquier contacto con la policía para que no se incrementase su sensación de impotencia. Y admitamos incluso que de todas formas había perdido ya su profesión, porque el trabajo mecánico que realizaba en el ambulatorio, recetando aspirinas, no tenía nada que ver con lo que la medicina representaba para él. Sin embargo me llama la atención la vehemencia con que adoptó su decisión. ¿No se esconde tras ella algo más, algo más profundo, algo que se escapaba a su razonamiento?

8

A pesar de que gracias a Teresa se había aficionado a Beethoven, Tomás no entendía demasiado de música y dudo que conociera la verdadera historia del famoso motivo «muss es sein?, es muss sein!».

Es la siguiente: cierto señor Dembscher le debía a Beethoven cincuenta marcos y el compositor, que jamás tenía un céntimo, se los reclamó. «Muss es sein?» suspiró desolado el señor Dembscher y Beethoven se echó a reír alegremente: «Es muss sein!»; inmediatamente anotó aquellas palabras y su melodía y compuso sobre aquel motivo realista una pequeña composición para cuatro voces: tres voces cantan «es muss sein, es muss sein, ja, ja, ja», «tiene que ser, tiene que ser, sí, sí, sí», y la tercera voz añade: «Heraus mit dem Beutel!», «¡Saca el monedero!».

Ese mismo motivo fue un año más tarde la base de la cuarta frase de su último cuarteto opus 135. Beethoven ya no pensaba entonces en el monedero de Dembscher. La frase «es muss sein!» le sonaba cada vez más majestuosa, como si la pronunciara el propio Destino. En el idioma de Kant, hasta el «buenos días», con la entonación precisa, puede adquirir el aspecto de una tesis metafísica. El alemán es un idioma de palabras pesadas. De modo que «es muss sein!» ya no era ninguna broma, sino «der schwer gefasste Entschluss».

De ese modo, Beethoven transformó una inspiración cómica en un cuarteto serio, un chiste en una verdad metafísica. Esta es una interesante historia de transformación de lo leve en pesado (o sea, según Parménides, de transformación de lo positivo en negativo). Sorprendentemente, semejante transformación no nos sorprende. Por el contrario, nos indignaría que Beethoven hubiese transformado la seriedad de su cuarteto en el chiste ligero del canon a cuatro voces sobre el monedero de Dembscher. Sin embargo, estaría actuando plenamente de acuerdo con Parménides: ¡convertiría lo pesado en leve, lo negativo en positivo! ¡Al comienzo (como un boceto imperfecto) estaría la gran verdad metafísica y al final (como la obra perfecta) habría una broma ligera! Sólo que nosotros ya no sabemos pensar como Parménides.

Me parece que aquel agresivo, majestuoso, severo «es muss sein!» excitaba secretamente a Tomás desde hacía ya mucho tiempo y que existía dentro de él un profundo deseo de convertir, de acuerdo con Parménides, lo pesado en leve. Recordemos de qué modo, tiempo atrás, se negó en un mismo instante a ver a su mujer y a su hijo y el sentimiento de alivio que le produjo la ruptura con sus padres. ¿Qué fue aquello sino un gesto violento, y no del todo razonable, de rechazo a lo que se le presentaba como una pesada responsabilidad, como «es muss sein!»?

Claro que aquél era un «es muss sein!» externo, planteado por las convenciones sociales, mientras que el «es muss sein!» de su amor por la medicina era interno. Peor aún. Los imperativos internos son aún más fuertes y exigen por eso una rebelión mayor.

Ser cirujano significa hender la superficie de las cosas y mirar lo que se oculta dentro. Fue quizás este deseo el que llevó a Tomás a tratar de conocer lo que había al otro lado, más allá del «es muss sein!»; dicho de otro modo: lo que queda de la vida cuando uno se deshace de lo que hasta entonces consideraba como su misión.

Pero cuando se entrevistó con la amable directora de la empresa praguense de limpieza de escaparates y ventanas, percibió de pronto el resultado de su decisión en toda su concreción e irreversibilidad y estuvo a punto de asustarse. Sin embargo, en cuanto superó (tardó aproximadamente una semana) la sorpresa producida por lo inhabitual de su nuevo modo de vida, comprendió de repente que le habían tocado unas largas vacaciones.

Las cosas que hacía no le importaban nada y estaba encantado. De pronto comprendió la felicidad de las gentes (hasta entonces siempre se había compadecido de ellas) que desempeñaban una función a la que no se sentían obligadas por ningún «es muss sein!» interior y que podían olvidarla en cuanto dejaban su puesto de trabajo. Hasta entonces nunca había sentido aquella dulce indiferencia. Cuando algo no le salía bien en el quirófano, se desesperaba y no podía dormir. Con frecuencia perdía hasta el apetito sexual. El «es muss sein!» de su profesión era como un vampiro que le chupaba la sangre.

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