La insoportable levedad del ser (23 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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A pesar de que, como ya dije, él había conocido á unas doscientas mujeres (y desde que había empezado a lavar ventanas aquel número había aumentado bastante), nunca le había sucedido que una mujer más alta que él, de pie delante de él, entornara los ojos y le palpara el orificio anal. Para superar su perplejidad la empujó rápidamente hacia la cama.

Su movimiento fue tan brusco que la sorprendió. Su alta figura ca ía d e espaldas, con la cara cubierta de manchas rojas y la expresión asustada de quien ha perdido el equilibrio. De pie frente a ella, cogió por debajo de las rodillas sus piernas ligeramente abiertas y las levantó, de modo que de pronto parecían las manos levantadas de un soldado que se rinde temeroso ante un arma a punto de disparar.

La torpeza unida al fervor, el fervor unido a la torpeza, excitaron maravillosamente a Tomás. Hicieron el amor durante mucho tiempo. Tomás observaba mientras tanto su cara cubierta de manchas rojas y buscaba en ella esa expresión asustada de mujer a la que alguien le ha hecho una zancadilla y cae, una expresión inimitable que hace un rato le había hecho subir a la cabeza la sangre de la excitación.

Después fue a lavarse al cuarto de baño. Ella le acompañó y le estuvo explicando largamente dónde estaba el jabón, dónde la toalla y cómo había que abrir el agua caliente. Le llamaba la atención que le explicara con tanto detalle cosas tan sencillas. Por fin le dijo que lo había entendido todo y le dio a entender que prefería estar a so la s en el cuarto de baño. Ella le dijo suplicante:

—¿No me permite auxiliarle en su limpieza?

Finalmente logró echarla. Se lavó, hizo pis en el lavabo (costumbre generalizada entre los médicos checos) y le pareció que ella paseaba impaciente delante de la puerta, pensando en qué hacer para entrar. Cuando cerró el grifo del agua y la casa quedó en completo silencio, tuvo la sensación de que alguien le observaba desde alguna parte. Estaba casi seguro de que en la puerta del cuarto de baño había algún orificio y que ella arrimaba allí su hermoso ojo entornado.

Salió de la casa de excelente humor. Intentaba acordarse de lo esencial, buscando la forma abstracta del recuerdo en una especie de fórmula química que le permitiera definir lo que en ella había de único (aquella millonésima diferencial). Al fin obtuvo una fórmula compuesta de tres datos:

1. torpeza unida a fervor;

2. cara asustada de alguien que ha perdido el equilibrio y cae;

3. piernas levantadas como las manos de un soldado que se rinde ante un arma a punto de disparar.

Al repetir la fórmula tuvo la feliz sensación de que había vuelto a apoderarse de un trozo de tela del mundo; de que había recortado con su escalpelo imaginario parte del infinito tejido del universo.

12

Más o menos en la misma época le ocurrió la siguiente historia: se veía con una chica joven en un apartamento que un viejo amigo suyo le dejaba todos los días hasta la medianoche. Al cabo de uno o dos meses ella le recordó uno de sus encuentros: al parecer habían hecho el amor en la alfombra, bajo la ventana, mientras afuera relucían los relámpagos y estallaban los truenos. ¡Habían hecho el amor durante toda la tormenta y al parecer había sido inolvidablemente bello!

Tomás casi se asustó: sí, recordaba que había hecho el amor con ella en la alfombra (su amigo sólo tenía en el apartamento una cama estrecha en la que no se sentía a gusto), ¡pero había olvidado por completo la tormenta! Era extraño: podía recordar todas las citas que había tenido con ella, había registrado incluso, con precisión, el modo en que había hecho el amor (se negó a hacerlo desde atrás), recordaba algunas frases que ella pronunció mientras hacían el amor (le pedía constantemente que le apretara las caderas y protestaba porque él la miraba), hasta se acordaba de cómo era su ropa interior, pero de la tormenta no sabía nada.

Su memoria registraba, de sus historias amorosas, sólo la empinada y estrecha senda de la conquista sexual: la primera agresión verbal, el primer roce, la primera obscenidad que le dijo él a ella y ella a él, todas las pequeñas perversiones a las que había ido conduciéndola gradualmente y las que ella había rechazado. Todo lo demás (casi como con cierta pedantería) había sido eliminado de la memoria. Hasta había olvidado el lugar donde había visto por primera vez a aquella mujer, porque ese instante transcurrió antes de su propio ataque sexual.

La chica hablaba de la tormenta, sonreía al recordarla y él la miraba asombrado y casi sentía vergüenza: ella había vivido algo hermoso y él no lo había vivido con ella. El doble modo en que la memoria de los dos había reaccionado ante la tormenta nocturna contenía toda la diferencia que hay entre el amor y el no-amor.

Al emplear la palabra no-amor, no quiero decir que tuviera una relación cínica con esa chica ni que, como suele decirse, no reconociese en ella más que un objeto sexual: por el contrario, la apreciaba como amiga, estimaba su carácter y su inteligencia, estaba dispuesto a echarle una mano siempre que lo necesitase. No fue él quien se comportó mal con ella, la que se comportó mal fue su memoria que, por su cuenta y sin la intervención de él, la expulsó de la esfera del amor.

Parece como si existiera en el cerebro una región totalmente específica, que podría denominarse memoria poética y que registrara aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida. Desde que conoció a Teresa ninguna mujer tenía derecho a imprimir en esa parte del cerebro ni la más fugaz de las huellas.

Teresa ocupaba despóticamente su memoria poética y había barrido de ella las huellas de las demás mujeres. No era justo, porque por ejemplo la chica con la que había hecho el amor en la alfombra durante la tormenta era tan digna de poesía como Teresa. Le gritaba: «¡Cierra los ojos, cógeme de las caderas, apriétame fuerte!»; no podía soportar que Tomás tuviera los ojos abiertos, concentrados y observadores, mientras hacía el amor, que su cuerpo, ligeramente levantado por encima de ella, no se apretase contra su piel. No quería que la examinase. Quería arrastrarlo a la corriente del encantamiento, a la que no puede penetrarse más que con los ojos cerrados. Por eso se negaba a ponerse a gatas, porque en esa posición sus cuerpos no se tocaban en absoluto y él podía verla casi desde a medio metro de distancia. Odiaba esa distancia, quería confundirse con él. Por eso afirmaba tercamente que no se había corrido aunque toda la alfombra estuviera mojada de su orgasmo: «No busco el placer», decía, «busco la felicidad, y el placer sin felicidad no es placer». En otras palabras, golpeaba a la puerta de su memoria poética. Pero la puerta permanecía cerrada. En la memoria poética no había sitio para ella. Para ella sólo había sitio en la alfombra.

Su aventura con Teresa había empezado precisamente en el mismo punto en que terminaban las aventuras con otras mujeres. Tenía lugar al otro lado del imperativo que le impulsaba a conquistar a mujeres. No pretendía descubrir nada en Teresa. A Teresa la recibió descubierta. Hizo el amor con ella antes de que le diese tiempo de coger el escalpelo imaginario con el que abría el cuerpo yacente del mundo. Antes aun de que tuviera tiempo de preguntarse cómo sería cuando hiciera el amor con ella, ya le estaba haciendo el amor.

La historia de amor empezó después: le dio fiebre y él no pudo mandarla a su casa como a otras mujeres. Se arrodilló junto a su cama y se le ocurrió que alguien se la había enviado río abajo en un cesto. Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética.

13

Hace unos años volvió a inscribírsele en la mente: volvía por la mañana a casa con la leche, como siempre, y, cuando le abrió, apretaba contra su pecho una corneja envuelta en una pañoleta roja. Así es cómo llevan las gitanas a sus hijos. No lo olvidará nunca: el enorme pico acusatorio de la corneja junto a su cara.

La había encontrado enterrada en el suelo. Eso es lo que hacían en otros tiempos los cosacos con sus enemigos. «Lo han hecho los niños», dijo y en aquella frase no había sólo una simple constatación, sino también un repentino rechazo hacia la gente. Se acordó de que hacía poco le había dicho: «Empiezo a estarte agradecida de que nunca hayas querido tener hijos».

Ayer se había quejado de que en el trabajo la había molestado un individuo. Le había echado la mano al collar barato que llevaba y había dicho que debía ser producto de la prostitución. Se había puesto muy nerviosa. Más de lo necesario, pensó Tomás. De pronto se horrorizó al pensar que en los últimos años la había visto tan poco y había tenido tan pocas oportunidades de estrechar largamente las manos de ella entre las suyas para que dejaran de temblar.

Con estas ideas en la cabeza fue por la mañana a la oficina en la que una empleada repartía a los limpiadores el trabajo para todo el día. Un particular había insistido para que fuera precisamente Tomás a limpiarle las ventanas. Fue a aquella dirección a disgusto, temía que volviera a llamarle alguna mujer. No pensaba más que en Teresa y no tenía ganas de ninguna aventura.

Cuando le abrieron la puerta, respiró. Vio ante sí a un hombre alto, ligeramente encorvado. Aquel hombre tenía una barba larga y le recordaba a alguien. Sonrió:

—Adelante, doctor —y lo condujo a la habitación.

Allí estaba un joven. Tenía la cara roja. Miraba a Tomás y trataba de sonreír.

—Creo que no necesito presentarles a ustedes dos -dijo el hombre.

—No —dijo Tomás sin sonreír y le dio la mano al joven.

Era su hijo. Después se presentó el hombre de la barba larga.

—¡Ya sabía yo que me recordaba a alguien! —dijo Tornas — ¡Claro! Por supuesto que le conozco. De nombre.

Se sentaron en unos sillones entre los cuales había una mesita baja. Tomás era consciente de que los dos hombres que estaban sentados frente a él eran involuntarias criaturas suyas. A su hijo se lo había obligado a hacer su primera mujer y los rasgos de aquel hombre los había dibujado, contra su voluntad, al policía que le había interrogado.

Para alejar aquellos pensamientos dijo:

—¿Bueno, por qué ventana tengo que empezar?

Los dos hombres que estaban sentados frente a él se echaron a reír abiertamente.

Sí, estaba claro que no se trataba de ninguna limpieza de cristales. No había sido invitado a limpiar ventanas, había sido invitado a una trampa. Nunca había hablado con su hijo. Hoy era la primera vez que le daba la mano. No lo conocía más que de vista y no quería conocerlo de otro modo. Deseaba no saber nada de él y quería que su hijo deseara lo mismo.

—Bonito cartel, ¿verdad? —dijo el redactor señalando hacia un dibujo enmarcado en la pared frente a Tomás.

Hasta entonces Tomás no se había fijado en el aspecto del piso. En las paredes había cuadros interesantes, muchas fotografías y carteles. El dibujo que el redactor le señaló había sido publicado en 1969 en uno de los últimos números del semanario, antes de que los rusos lo clausuraran. Era una imitación del famoso cartel de la guerra civil rusa de 1918 que llamaba a las filas del ejército rojo: un soldado con una estrella roja en la gorra y un gesto extraordinariamente severo le mira a uno a los ojos y extiende su brazo con el índice señalándolo. En texto ruso original decía: «Ciudadano, ¿ya te has alistado en el ejército rojo?». Este texto fue reemplazado por un texto checo: «Ciudadano, ¿tú también has firmado las dos mil palabras?».

¡Era un chiste estupendo! Las dos mil palabras fue un célebre manifiesto, el primero, de la primavera del 68, en el que se llamaba a una radical democratización del régimen comunista. Lo había firmado una gran cantidad de intelectuales y la gente corriente también empezó a firmarlo, de modo que se juntó tal cantidad de firmas que nadie era capaz de contarlas. Cuando el ejército rojo invadió Bohemia y empezaron las purgas políticas, una de las preguntas que les hacían a los ciudadanos era: ¿Tú también has firmado las dos mil palabras?». Los que reconocían que habían firmado eran despedidos de su trabajo sin más discusiones.

—Hermoso dibujo. Lo recuerdo —dijo Tomás.

El redactor sonrió:

—Esperemos que el soldado rojo no esté oyendo lo que decimos— y luego añadió en tono serio—: Para aclarar la situación, doctor. Esta no es mi casa. Es la casa de un amigo. De modo que no es seguro que la policía nos esté oyendo. Sólo es posible. Si lo hubiera invitado a mi casa sería seguro.

Después continuó en un tono más distendido:

—Pero yo parto de la premisa de que no tenemos nada que ocultar a nadie. ¡Además imagínese la ventaja que tendrán los historiadores checos en el futuro! ¡Encontrarán en los archivos de la policía la grabación de la vida de todos los intelectuales checos! ¿Sabe usted el esfuerzo que le cuesta a un historiador de la literatura imaginarse en concreto la vida sexual, digamos, de Voltaire o de Balzac o de Tolstoi? En el caso de los intelectuales checos no habrá ninguna duda. Todo estará grabado. Hasta el último suspiro.

Luego se dirigió a los imaginarios micrófonos de la pared y dijo en voz más alta:

—Señores, como siempre en estos casos, deseo alentarles en su trabajo y darles las gracias en mi nombre y en el de los futuros historiadores.

Rieron los tres un rato y el redactor empezó luego a contar cómo habían cerrado la revista, a qué se dedicaba el dibujante que había hecho aquella caricatura y lo que hacían los demás pintores, filósofos y escritores checos. Después de la invasión rusa todos habían sido expulsados de sus trabajos y se habían convertido en limpiadores de Ventanas, guardianes de aparcamientos, porteros de noche, encargados de la calefacción de los edificios públicos y, en el mejor de los casos, casi por recomendación, en taxistas.

Lo que el redactor decía no carecía de interés, pero Tomás era incapaz de concentrarse en aquello. Pensaba en su hijo. Recordaba que hacía ya varios meses que lo veía por la calle. Al parecer no era casual. Le sorprendió verle ahora en compañía de un redactor perseguido. La primera mujer de Tomás era una comunista ortodoxa y Tomás suponía automáticamente que el hijo estaría bajo su influencia. No sabía nada de él. Claro que podía preguntarle directamente cuáles eran sus relaciones con su madre, pero no le parecía elegante hacerlo en presencia de un extraño.

Finalmente el redactor entró en el meollo de la cuestión. Dijo que había cada vez más gente presa sólo por mantener sus ideas y terminó su exposición diciendo:

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