La insoportable levedad del ser (12 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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En este sentido podríamos entender la debilidad de Franz por todas las revoluciones. Tiempo atrás había sentido simpatía por Cuba, luego por China y, cuando la perdió debido a la crueldad de sus regímenes, se acostumbró melancólicamente a la idea de que ya no le quedaba más que aquel mar de letras que no tienen ningún peso y no son la vida. Se hizo profesor en Ginebra (donde no se celebran manifestaciones) y, en una especie de vida ascética (solo, sin mujeres ni manifestaciones), publicó con considerable éxito varios libros científicos. Un buen día llegó Sabina como una aparición; venía de un país en el que desde hacía mucho tiempo no florecía ningún tipo de ilusiones revolucionarias, pero donde se conservaba lo que él más admiraba de las revoluciones: el riesgo, el coraje y el peligro de muerte, una vida vivida a gran escala. Sabina le había devuelto la fe en la grandeza del destino del hombre. Resultaba aún más bella porque detrás de su figura se trasparentaba el doloroso drama de su país.

Pero a Sabina no le gustaba aquel drama. Las palabras cárcel, persecución, libros prohibidos, ocupación, tanques, son para ella palabras feas, carentes del menor perfume romántico. La única palabra que suena en su interior dulcemente, como un recuerdo nostálgico de su patria, es la palabra cementerio.

CEMENTERIO: en Bohemia los cementerios parecen jardines. Las tumbas están cubiertas de césped y flores de colores. Las humildes sepulturas se pierden entre el verde de las hojas. Cuando oscurece, los cementerios se llenan de pequeñas velas encendidas, de modo que es como si los muertos hubieran organizado un baile infantil. Sí, un baile infantil, porque los muertos son inocentes como niños. Aunque la vida estuviera llena de crueldad, en los cementerios siempre ha reinado la paz. Incluso en tiempos de guerra, en la época de Hitler, en la de Stalin, durante todas las ocupaciones. Cuando estaba triste, cogía el coche y se iba lejos de Praga, a pasear por alguno de los cementerios de pueblo que le gustaban. Aquellos cementerios, con montes azulados al fondo, eran hermosos como una canción de cuna.

Para Franz un cementerio es un desagradable depósito de huesos y piedras.

—Yo no iría jamás en coche. ¡Les tengo pánico a los accidentes! ¡Aunque uno no se mate, tiene que quedarle un trauma para toda la vida! —dijo el escultor y se cogió inconscientemente el dedo índice que por poco no había perdido hacía tiempo, mientras labraba una escultura en madera. Lo conservó de milagro.

—¡Qué va! —rió Marie-Claude, que estaba en forma—: ¡Una vez tuve un accidente grave y fue estupendo! ¡Lo mejor de todo fue el hospital! No podía dormir, así que leía sin parar, de día y de noche.

Todos la miraban con un asombro que a ella le producía un evidente placer. Franz sentía una sensación en la que se mezclaban el disgusto (sabía que tras el mencionado accidente su mujer se había quedado muy deprimida y no había parado de quejarse) y una especie de admiración (su capacidad para transformar todo lo que le pasaba era una muestra de su imponente vitalidad). Continuó:

—Allí fue donde empecé a dividir los libros en diurnos y nocturnos. De verdad que hay libros que sólo se pueden leer por la noche.

Todos manifestaban un asombro admirativo, menos el escultor que seguía apretando su dedo y tenía la cara llena de arrugas por el desagradable recuerdo. Marie-Claude se dirigió a él:

—¿Qué categoría le adjudicarías a Stendhal?

El escultor no prestaba atención y se encogió de hombros sin saber qué responder. El crítico de arte que estaba a su lado manifestó que a su juicio Stendhal era una lectura diurna.

Marie-Claude hizo un gesto de negación con la cabeza y afirmó con voz sonora:

—Te equivocas. ¡No, no, no, te equivocas! ¡Stendhal es un autor nocturno!

Franz participaba en la discusión sobre el arte nocturno y diurno sin apenas dedicarle atención, porque no pensaba más que en cuándo aparecería Sabina. Habían estado dudando los dos muchos días si debían aceptar o no la invitación a este cóctel. Marie-Claude lo organizaba para todos los pintores y escultores que habían expuesto alguna vez en su galería. Desde que conoció a Franz, Sabina evitaba encontrarse con su mujer. Pero tenían miedo de quedar en evidencia y al final llegaron a la conclusión de que sería más natural y menos sospechoso que ella asistiese.

Miraba disimuladamente hacia la antesala y entonces se dio cuenta de que en el otro extremo de la sala resonaba constantemente la voz de su hija Marie-Anne, que tenía dieciocho años. Abandonó el grupo dominado por su mujer para incorporarse al círculo dominado por su hija. Algunos estaban sentados en sillones, otros de pie; Marie-Anne estaba sentada en el suelo. Franz estaba seguro de que Marie-Claude, al otro extremo del salón, tampoco tardaría mucho en sentarse en la alfombra. Sentarse en el suelo en presencia de los huéspedes era en aquella época un gesto que significaba naturalidad, soltura, progresismo, amistosidad y espíritu parisino. Marie-Anne se sentaba en todas partes en el suelo con tal pasión que Franz temía con frecuencia que se sentase en el suelo en el estanco al que iba a comprar cigarrillos.

—¿En qué está trabajando ahora, Alan? —le preguntó Marie-Anne al hombre a cuyos pies estaba sentada.

Alan era una persona ingenua y honesta y quiso responder con sinceridad a la hija de la dueña de la galería. Empezó a explicarle su nuevo modo de pintar, que es una unión de fotografía y pintura al óleo. No había dicho más de tres frases cuando Marie-Anne empezó a silbar. E l pintor hablaba despacio y concentrado, de manera que no oyó los silbidos. Franz le dijo al oído:

—¿Me puedes decir por qué silbas?

—Porque no me gusta cuando hablan de política —respondió en voz alta.

En efecto, dos de los hombres que formaban parte del mismo círculo hablaban de las próximas elecciones en Francia. Marie-Anne, que se sentía obligada a dirigir la diversión, les preguntó a los dos si irían la semana próxima al teatro a ver la ópera de Rossini que ponía en Ginebra una compañía italiana. Mientras tanto, el pintor Alan buscaba formulaciones cada vez más precisas para explicar su nuevo modo de pintar, y Franz se avergonzaba de su hija. Para acallarla afirmó que se aburría infinitamente en la ópera.

—Eres terrible —dijo Marie-Anne, tratando desde el suelo de golpear a su padre en la barriga—, el actor principal es hermoso. ¡Ay, qué hermoso es! Lo he visto dos veces y estoy enamorada de él.

Franz constató que su hija se parecía terriblemente a su madre. ¿Por qué no se parece a él? No hay nada que hacer, no se le parece. Ha oído ya a Marie-Claude innumerables veces decir que está enamorada de tal O cual pintor, cantante, escritor, político y una vez hasta de un ciclista. Por supuesto que aquello era pura retórica de cenas y cócteles, pero a veces, en esos momentos, él se acordaba de que una vez hace veinte años dijo lo mismo de él mientras lo amenazaba con suicidarse.

En ese momento entró Sabina en el salón. Marie-Claude la vio y fue a su encuentro. Su hija seguía hablando de Rossini, pero Franz sólo prestaba atención a lo que se decían las dos mujeres. Después de unas frases amistosas de bienvenida, Marie-Claude cogió un colgante de cerámica que Sabina llevaba al cuello y dijo en voz muy alta:

—Y esto ¿qué es? ¡Es muy feo!

Aquella frase llamó la atención de Franz. No fue pronunciada con agresividad, por el contrario, una sonora risa pretendía aclarar inmediatamente que el rechazo al colgante no cambiaba en nada la amistad que Mari-Claude sentía por la pintora, pero era sin embargo una frase que no cuadraba con la forma en que Marie-Claude hablaba con los demás.

—Lo he hecho yo misma —dijo Sabina.

—Es feo, de verdad —repitió Marie-Claude en voz muy alta—: No deberías llevarlo.

Franz sabía que a su mujer no le importaba nada que el colgante fuese feo o no. Feo era aquello que ella quería ver feo, hermoso era lo que quería ver hermoso. Los adornos de sus amigos eran hermosos a priori. Pero aunque, pese a todo, los encontrase feos, se lo callaría, porque hacía tiempo que el halago se había convertido en su segunda personalidad.

Entonces ¿por qué había decidido que el colgante que Sabina se había hecho iba a ser feo?

Franz lo tiene completamente claro: Marie-Claude dijo que el colgante de Sabina era feo porque se lo podía permitir.

Para ser más preciso: Marie-Claude dijo que el colgante de Sabina era feo para que quedase claro que se podía permitir decirle a Sabina que su colgante era feo.

La exposición de Sabina, hace un año, no tuvo gran éxito y a Marie-Claude no le interesaba demasiado ganarse el favor de Sabina. Por el contrario, Sabina tenía motivos para desear ganarse el favor de Marie-Claude. Sin embargo, su actitud no daba esa impresión.

Sí, Franz lo tenía completamente claro: Marie-Claude había aprovechado la oportunidad para poner de manifiesto ante Sabina (y los demás) cuál era la verdadera relación de fuerzas.

6

Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (terminación)

IGLESIA ANTIGUA EN AMSTERDAM: de un lado están las casas y en las grandes ventanas de los pisos bajos, que parecen escaparates de comercios, están las pequeñas habitaciones de las putas, quienes, en ropa interior, están sentadas justo al lado de los cristales, en sillones con almohadones. Parecen grandes gatas aburridas.

La parte de enfrente de la calle está formada por una enorme iglesia gótica del siglo catorce.

Entre el mundo de las putas y el mundo de Dios, como un río entre dos reinos, se extiende un intenso olor a orina.

Lo único que ha quedado del antiguo estilo gótico adentro de la catedral son las altas paredes desnudas, las columnas, la bóveda y las ventanas. En las paredes no hay ni un solo cuadro, ni una sola escultura. La iglesia está vacía como un gimnasio. Lo único que hay en el medio son filas de sillas formando un gran cuadrado que rodea un ínfimo estrado con una mesa para el predicador. Detrás de las sillas hay unas cabinas de madera, son los palcos para las familias de ricos burgueses.

Las sillas y los palcos están puestos sin la más mínima consideración para con la forma de las paredes y la situación de las columnas, como si quisieran expresarle a la arquitectura gótica su indiferencia y desprecio. La fe calvinista convirtió hace ya siglos la iglesia en un simple Cobertizo que no tiene otra función que la de proteger la Oración de los creyentes de la lluvia y la nieve.

Franz estaba fascinado: por esta enorme sala había pasado la Gran Marcha de la historia.

Sabina se acordó de cuando, tras el golpe de Estado de los comunistas, todos los palacios de Bohemia fueron nacionalizados y convertidos en escuelas de formación profesional, en asilos de ancianos, pero también en establos. Visitó uno de esos establos: en las paredes estuca das estaban empotrados los soportes de las argollas de hierro a las que estaban atadas las vacas que miraban como en sueños por las ventanas al parque del palacio por el que corrían las gallinas.

Franz dijo:

—Este vacío me fascina. La gente acumula altares, estatuas, cuadros, sillas, sillones, alfombras, libros y después viene ese momento de alivio feliz en el que lo sacuden todo como migas de una mesa. ¿Te imaginas cómo sería esa escoba de Hércules que barrió esta iglesia?

Sabina señaló uno de los palcos de madera:

—Los pobres tenían que estar de pie y los ricos tenían palcos. Pero había algo que unía al banquero y al pobre: el odio a la belleza.

—¿Qué es la belleza? —dijo Franz y ante sus ojos apareció la inauguración de la exposición en la que tuvo que participar recientemente en compañía de su mujer. La infinita vanidad de los discursos y las palabras, la vanidad de la cultura, la vanidad del arte.

Cuando ella trabajaba como estudiante en la Obra de la Juventud y tenía el alma envenenada por las alegres marchas que sonaban sin interrupción por los altavoces, cogió un domingo la motocicleta y se dirigió hacia las lejanas montañas. Se detuvo en un pueblecito perdido en medio de los montes. Apoyó la motocicleta en la pared de la iglesia y entró. Estaban oficiando la misa. En aquella época la religión estaba perseguida por el régimen y la mayor parte de la gente se mantenía alejada de la iglesia. Los únicos que estaban sentados en los bancos eran los viejos y las viejas, porque ésos no le temían al régimen. Sólo le temían a la muerte.

El sacerdote pronunciaba con voz cantarina una frase y la gente la repetía a coro. Eran letanías. Las palabras, siempre iguales, volvían como un peregrino que no puede despegar los ojos del paisaje o como un hombre que no es capaz de despedirse de la vida. Ella estaba sentada en el último banco, a ratos cerraba los ojos, sólo para oír la música de aquellas palabras y luego los volvía a abrir: veía arriba la cúpula pintada de azul y sobre el azul unas grandes estrellas doradas. Estaba como encantada.

Lo que repentinamente había encontrado en aquella iglesia no era a Dios, sino a la belleza. Sabía perfectamente que aquella iglesia y aquellas letanías no eran bellas en sí mismas, sino precisamente en relación con la Obra de la Juventud, en la que pasaba sus días en medio del ruido de las canciones. La misa era bella porque se le había aparecido, repentina y secretamente, como un mundo traicionado.

Desde entonces sabía que la belleza es un mundo traicionado. Sólo podemos encontrarla cuando sus perseguidores la han dejado olvidada por error en algún sitio. La belleza está oculta tras los bastidores de la manifestación del primero de mayo. Si la queremos encontrar, tenemos que rasgar el lienzo del decorado.

—Esta es la primera vez que me fascina una iglesia—, dijo Franz.

Lo que despertaba su entusiasmo no era ni el protestantismo ni el ascetismo. Era otra cosa, algo muy personal, de lo que no se atrevía a hablar delante de Sabina. Le parecía oír una voz que lo exhortaba a coger la escoba de Hércules y barrer de su vida las inauguraciones de Marie-Claude, los cantantes de Marie-Anne, los congresos y los simposios, los discursos vanos, las palabras vanas. El gran espacio vacío de la iglesia de Ámsterdam aparecía ante él como la imagen de su propia liberación.

FUERZA: en la cama de uno de los muchos hoteles en los que hacían el amor, Sabina jugaba con los brazos de Franz:

—Es increíble —dijo— que tengas esos músculos.

Franz se alegró por el elogio. Se levantó de la cama, cogió una pesada silla de roble por la parte de abajo de la pata, junto al suelo, y la levantó lentamente.

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