La insoportable levedad del ser (15 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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A las seis sonó el despertador. Era la hora de Karenin. Se despertaba mucho antes que ellos, pero no se atrevía a molestarlos. Esperaba impaciente al campanilleo que le daba derecho a saltar encima de la cama, pisarlos y empujarlos con la cabeza. Hace mucho tiempo trataron de impedírselo, echándolo de la cama, pero él fue más testarudo que ellos y al final conquistó sus derechos. Además ella había llegado últimamente a la conclusión de que era agradable que Karenin la invitara a empezar el día. Para él el momento de despertarse era pura felicidad: se extrañaba ingenua y tontamente de estar otra vez entre los vivos y se alegraba sinceramente de ello. Ella, en cambio, se despertaba con una sensación de desagrado, deseando que la noche continuase para no abrir los ojos.

Ahora estaba en el vestíbulo mirando hacia el perchero del que colgaba la correa con el collar. Ella se lo abrochó al cuello y se fueron juntos a la tienda. Compró leche, pan, mantequilla y, como siempre, un panecillo para él. Al volver, el perro iba a su lado con el panecillo en la boca. Miraba con orgullo y seguramente le sentaba muy bien que la gente se fijase en él e hiciese comentarios.

Al llegar a casa se acostaba con el panecillo a la entrada de la habitación, esperando que Tomás lo viese, se agachase, empezase a gruñir y a fingir que quería robarle el pan. Aquello se repetía todos los días: se perseguían por toda la casa por lo menos durante cinco minutos, hasta que Karenin se metía debajo de la mesa y engullía rápidamente el panecillo.

Pero esta vez sus exigencias de que la ceremonia matinal se llevase a cabo fueron vanas. Tomás tenía en la mesa un pequeño transistor y lo escuchaba.

2

En la radio emitían un programa sobre la emigración checa. Era un montaje de conversaciones privadas grabadas en secreto por algún espía checo que se había infiltrado entre los emigrantes y después había regresado a Praga con gran revuelo. Eran conversaciones sin importancia en las que a veces se oía alguna palabra fuerte sobre el régimen de ocupación, pero también frases en las que un emigrante le llamaba a otro idiota o estafador. Eran precisamente estas frases las que ocupaban la parte principal del reportaje: pretendían demostrar no sólo que las personas en cuestión hablan mal de la Unión Soviética (lo cual no hubiera indignado a nadie en Bohemia), sino que además se calumnian mutuamente y que para ello emplean palabras groseras. Es curioso, la gente emplea palabras groseras de la mañana a la noche pero, cuando oye hablar por la radio a una persona conocida, a la que aprecia, utilizando la palabra «mierda» en cada frase, se siente decepcionada.

—Esto empezó con Prochazka —dijo Tomás y siguió escuchando.

Jan Prochazka fue un novelista checo, un hombre de cuarenta años con la vitalidad de un toro, que antes ya de 1968 empezó a criticar en voz muy alta la situación política. Era uno de los hombres más populares de la primavera de Praga, de aquella vertiginosa liberalización del comunismo que acabó con la invasión rusa. Poco después empezó el acoso contra él en todos los periódicos, pero cuanto más lo acosaban, más lo quería la gente. Por eso la radio empezó (en 1970) a emitir un serial con conversaciones que Prochazka había mantenido dos años antes (o sea en la primavera de 1968) con el profesor Vaclav Cerny. ¡Ninguno de los dos sospechaba entonces que en la casa del profesor hubiera un sistema secreto de escucha y que cada paso que daban estuviera vigilado! Prochazka divertía a sus amigos con hipérboles y exageraciones. Ahora esas exageraciones podían oírse en forma de serial por la radio. La policía secreta, que era la que dirigía el programa, había subrayado cuidadosamente los párrafos en los que el novelista se reía de sus amigos, por ejemplo de Dubcek. La gente, aunque aprovecha cualquier oportunidad para hablar mal de sus amigos, se indignaba más con su querido Prochazka que con la policía secreta.

Tomás apagó la radio y dijo:

—La policía secreta existe en todo el mundo. ¡Pero que se permita emitir públicamente sus grabaciones por la radio, eso no existe más que en Bohemia! ¡Eso no tiene punto de comparación!

—Sí lo tiene —dijo Teresa—. Cuando yo tenía catorce años, escribía en secreto mi diario. Tenía pavor de que alguien lo leyese. Lo guardaba en el desván. Mi madre lo localizó. Un día a la hora de comer, mientras estábamos tolos inclinados sobre el plato de sopa, lo sacó del bolsillo y dijo: «¡Prestad todos atención!» y lo leyó, y a cada frase se partía de risa. Todos se reían tanto que no podían ni comer.

3

Siempre trataba de convencerla de que le dejara desayunar solo y siguiera durmiendo. No dio su brazo a torcer. Tomás trabajaba desde las siete hasta las cuatro y ella desde las cuatro hasta medianoche. Si no desayunase con él, no hubieran podido charlar más que los domingos. Por eso se levantaba a la misma hora que él y, cuando se marchaba, volvía a acostarse y seguía durmiendo.

Pero esta vez tenía miedo de quedarse dormida porque a las diez quería ir a la sauna en los baños de la isla de Zofín. Había muchos candidatos, poco sitio y la única manera de entrar era con enchufe. Por suerte, la que vendía las entradas era la mujer de un profesor al que habían echado de la universidad. El profesor era amigo de un antiguo paciente de Tomás. Tomás se lo dijo al paciente, el paciente se lo dijo al profesor, el profesor sé lo dijo a su mujer y Teresa tenía siempre, una vez por semana, una entrada reservada.

Iba a pie. Odiaba los tranvías permanentemente repletos, en los que los pasajeros se apretujaban en abrazos llenos de odio, se pisaban los pies, se arrancaban los botones de los abrigos y se gritaban insultos.

Lloviznaba. Los apresurados peatones abrían los paraguas y en un momento la acera estuvo repleta. Los paraguas chocaban unos contra otros. Los hombres eran amables y, cuando pasaban junto a Teresa, levantaban la empuñadura del paraguas por encima de la cabeza para que pudiera pasar. Pero las mujeres no se apartaban. Miraban hacia delante con dureza y cada una de ellas esperaba que la otra reconociese su debilidad y retrocediese. El encuentro entre paraguas era una prueba de fuerzas. Teresa al principio se apartaba, pero cuando comprendió que su amabilidad nunca era correspondida, cogió el paraguas con la misma firmeza que las demás. Varias veces chocó violentamente contra el paraguas de enfrente, pero nadie dijo «disculpe». Por lo general nadie decía nada, dos o tres veces oyó decir «¡imbécil!» o «¡mierda!».

Entre las mujeres que iban armadas de paraguas las había jóvenes y viejas, pero las más decididas luchadoras eran precisamente las jóvenes. Teresa recordó los días de la invasión. Las muchachas con minifaldas llevaban mástiles con banderas nacionales. Aquél era un atentado sexual contra los soldados, mantenidos durante varios años en régimen de abstinencia. Debían sentirse en Praga como en un planeta inventado por un autor de ciencia ficción, un planeta de mujeres increíblemente elegantes que demostraban su desprecio subidas a unas piernas largas y hermosas como no se habían visto en toda Rusia durante los cinco o seis últimos siglos.

Hizo entonces muchas fotos de aquellas mujeres jóvenes con los tanques al fondo. ¡Las admiraba! Y precisamente esas mismas mujeres eran las que chocaban hoy con ella, insolentes y malvadas. En lugar de banderas llevaban paraguas, pero los llevaban con el mismo orgullo. Estaban dispuestas a luchar contra un ejército enemigo con la misma obstinación que contra un paraguas que no está dispuesto a cederles el paso.

4

Llegó hasta la plaza de la Ciudad Vieja, con la severa iglesia de Tyn y las casas barrocas formando un cuadrilátero irregular. El antiguo Ayuntamiento del siglo catorce, que alguna vez ocupó todo un lado de la plaza, llevaba ya veintisiete años en ruinas. Varsovia, Dresden, Colonia, Budapest fueron terriblemente destruidas en la última guerra, pero sus habitantes volvieron después a edificarlas y reconstruyeron generalmente con todo cuidado los viejos barrios históricos. Los praguenses se sentían acomplejados ante esas ciudades. El único edificio famoso que la guerra les destruyó fue el Ayuntamiento de la Ciudad Vieja. Decidieron dejarlo en ruinas como eterno recuerdo para que ningún polaco o alemán pudiera echarles en cara que habían padecido poco. Ante las gloriosas ruinas, que debían ser un eterno alegato contra la guerra, habían construido con tubos metálicos la tribuna para alguna manifestación a la que el partido comunista había mandado ir ayer, o mandaría ir mañana, a los habitantes de Praga.

Teresa observaba el Ayuntamiento derruido cuando de pronto le recordó a su madre: aquella perversa necesidad de mostrar sus escombros, de vanagloriarse de su fealdad, de mostrar su miseria, de desnudar el muñón de la mano amputada y obligar a todo el mundo a mirarlo. Últimamente todo le recuerda a la madre. Le parece que el mundo de la madre, del que escapó hace diez años, regresa a ella y la rodea por todas partes. Por eso había hablado por la mañana de cuando la madre leyó a la hora del almuerzo su diario íntimo ante la familia divertida. Cuando una conversación privada ante una botella de vino se emite públicamente por la radio, ¿qué explicación puede darse sino la de que el mundo entero se ha convertido en un campo de concentración?

Teresa utilizaba aquella palabra desde la infancia cuando quería explicar la impresión que le producía la vida en su familia. El campo de concentración es un mundo en el que las personas viven permanentemente juntas, de día y de noche. La crueldad y la violencia no son más que rasgos secundarios (y no imprescindibles). El campo de concentración es la liquidación total de la vida privada. Prochazka, que no podía charlar tranquilamente con su amigo, junto a una botella de vino, en la intimidad, vivía (¡sin saberlo, ése fue su fatal error!) en un campo de concentración. Teresa vivía en un campo de concentración cuando estaba en casa de su madre. Desde entonces sabe que el campo de concentración no es algo excepcional, digno de asombro, sino, por el contrario, algo dado de antemano, básico, en lo que el hombre nace y de lo que sólo logra huir poniendo en juego todas sus fuerzas.

5

En tres bancos ubicados uno más alto que el otro, en forma de terraza, estaban sentadas las mujeres, tan juntas unas de otras que se tocaban. Al lado de Teresa sudaba una señora de unos treinta años con una cara muy bella. De los hombros le colgaban dos pechos increíblemente grandes, que se balanceaban al menor movimiento. La señora se levantó y Teresa comprobó que su trasero se parecía a dos enormes bolsas y que no guardaba relación alguna con la cara.

Es posible que aquella mujer también se mire con frecuencia al espejo, que observe su cuerpo y quiera entrever a través de él su alma, tal como lo intenta Teresa desde la infancia. Seguro que alguna vez ha creído ingenuamente que podría utilizar el cuerpo como reclamo del alma. Pero ¡cuan monstruosa tenía que ser el alma que se pareciera a ese cuerpo, a ese colgador con cuatro bolsas!

Teresa se levantó y fue a ducharse. Después salió al exterior. Seguía lloviznando. Se detuvo encima de un tablero de madera bajo el cual fluía el Moldava, eran unos cuantos metros cuadrados en los que una alta valla de madera defendía a las damas de las miradas de la ciudad. Miró hacia abajo y vio en la superficie del río la cara de la mujer en la que había estado pensando poco antes.

La mujer le sonreía. Tenía una nariz delicada, grandes ojos castaños y una mirada infantil. Subió por la escalerilla y, bajo el tierno rostro, volvieron a aparecer las dos bolsas que se balanceaban y esparcían a su alrededor pequeñas gotas de agua fría.

6

Entró a vestirse. Estaba ante un gran espejo.

No, en su cuerpo no había nada monstruoso. No tenía bolsas colgantes bajo los hombros, sino unos pechos bastante pequeños. La madre se reía de ella porque no eran debidamente grandes, de modo que tenía complejos, de los que no se libró hasta conocer a Tomás. Pero, aunque hoy era capaz de aceptar su tamaño, le molestaban los grandes círculos demasiado oscuros que rodeaban los pezones. Si hubiera podido diseñar su propio cuerpo, tendría unos pezones poco llamativos, tiernos, que apenas atravesaran la cúpula de los pechos y que por su color apenas se diferenciaran del resto de la piel. Aquella gran diana de color rojo intenso le daba la impresión de haber sido pintada por un pintor de pueblo con la pretensión de hacer arte erótico para los pobres.

Se miraba y se imaginaba qué sucedería si su nariz aumentase un milímetro diario. ¿Cuántos días tardaría su cara en no parecerse a sí misma?

Y si las distintas partes de su cuerpo empezasen a aumentar y disminuir de tamaño hasta que Teresa dejase por completo de parecerse a sí misma, ¿seguiría siendo; ella misma, seguiría siendo Teresa?

Claro. Aunque Teresa no se pareciese en nada a Teresa, su alma, dentro, seguiría siendo la misma y lo único que ocurriría es que observaría con asombro lo que le pasaba al cuerpo.

Pero entonces ¿qué relación hay entre Teresa y su cuerpo? ¿Tiene su cuerpo algún derecho al nombre de Teresa? Y si no tiene derecho, ¿a qué se refiere el nombre? ¿Sólo a algo incorpóreo, inmaterial?

(Estas son las preguntas que le dan vueltas en la cabeza a Teresa desde la infancia. Y es que las preguntas verdaderamente serias son aquéllas que pueden ser formuladas hasta por un niño. Sólo las preguntas más ingenuas son verdaderamente serias. Son preguntas que no tienen respuesta. Una pregunta que no tiene respuesta es una barrera que no puede atravesarse. Dicho de otro modo: precisamente las preguntas que no tienen respuesta son las que determinan las posibilidades del ser humano, son las que trazan las fronteras de la existencia del hombre.)

Teresa está ante el espejo como hechizada y mira su cuerpo como si fuera ajeno; ajeno y sin embargo adjudicado precisamente a ella. Aquel cuerpo no tenía fuerzas suficientes como para ser el único cuerpo en la vida de Tomás. Aquel cuerpo la había decepcionado y traicionado. ¡Hoy tuvo que estar toda la noche oliendo en su pelo el perfume del sexo de una mujer extraña!

De pronto tiene ganas de despedir a ese cuerpo como a una criada. ¡Permanecer junto a Tomás sólo como alma y que el cuerpo saliera a recorrer el mundo para comportarse allí tal como otros cuerpos femeninos se comportan con los cuerpos masculinos! Si su cuerpo no es capaz de convertirse en el único cuerpo para Tomás y si ha perdido la batalla más importante de su vida, ¡que se vaya!

7

Regresó a casa, almorzó sin ganas, de pie en la cocina. A las tres y media le puso el collar a Karenin y se fue con él (otra vez andando) al barrio donde estaba su hotel. Trabajaba allí de camarera en el bar desde que la echaron de la revista. Fue unos meses después de su regreso de Zurich; no le perdonaron los siete días que estuvo fotografiando a los tanques rusos. Consiguió aquel puesto gracias a la ayuda de unos amigos: se refugiaron allí junto a ella otras personas a las que habían echado entonces del trabajo. En la caja había un antiguo profesor de teología; en recepción, un embajador.

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