Read La hija de la casa Baenre Online
Authors: Elaine Cunningham
—No estoy segura pero creo recordar que hace tiempo, antes de que los bosques y ríos de Anauroch se convirtieran en polvo, Rashemen fue invadida y colonizada por una raza de bárbaros de alta mar que viajaron tierra adentro todo lo que les permitieron los ríos. Jamás he establecido una conexión entre ambos, pero ahora que pienso en la cuestión me doy cuenta que las antiguas magias de estos dos países tienen mucho en común.
»De esta magia sé muy poco —añadió, alzando una mano para anticiparse a la siguiente pregunta de Liriel—. Lo único que sé es que ambas culturas están muy ligadas a sus respectivas tierras. Las dos extraen magia de lugares sagrados, así como de los espíritus que residen en ellos.
La muchacha asintió. Sabía muy bien que la Antípoda Oscura poseía sus propios lugares de poder, y era eso, puede que más que otra cosa, lo que la ataba a las tierras de allí abajo, pues la oscura magia de su gente se nutría en gran medida de las extrañas radiaciones del lugar.
—Las Brujas gobiernan su país, de modo que deben permanecer dentro de sus fronteras —razonó. Liriel—. Pero ¿qué pasa con los rus, que viajaban constantemente? No parece muy probable que dejaran tal poder atrás.
—Sobre los rus, no lo sé —admitió la sacerdotisa—. A juzgar por los antiguos relatos, yo diría que la mayoría de esos piratas dependían más de la espada y el hacha que de la magia. Pero las Brujas pueden viajar y lo hacen, aunque no es frecuente. Mi hermana habló de un objeto incomparable, un antiguo amuleto que podía almacenar la magia de tales lugares en el caso de que las Brujas tuvieran que abandonar el país.
—Un amuleto —repitió la joven, pensando en la diminuta daga de oro que había vislumbrado en la mente de Fyodor—. ¿Sabes qué aspecto tiene?
—Oh, sí. Mi hermana lo llevó durante un tiempo, hace muchos años. Viajero del Viento, lo llamó ella. Es una diminuta daga dentro de una funda con runas grabadas.
—¿Cómo funciona? —siguió preguntando Liriel con toda la indiferencia de que fue capaz, mientras se esforzaba por ocultar su nerviosismo.
—No conozco todos los detalles —explicó la drow de más edad—. Syluné, mi hermana, me contó que el amuleto almacena magia de los lugares de poder, pero sólo de modo temporal. Pocas Brujas abandonan su país durante mucho tiempo, de modo que eso es suficiente para ellas. Pero la leyenda indica que el Viajero del Viento puede convertir tales poderes en permanentes. ¿Cómo?, no lo sé. Ese conocimiento se ha perdido.
Tal vez sí, tal vez no, observó Liriel en silencio. Su ágil mente saltaba de una posibilidad a otra, tejiendo los dispares hilos hasta formar un nuevo y hasta ahora insospechado conjunto. Si los viajeros rus habían colonizado Rashemen, el Viajero del Viento podría muy bien haber sido obra suya. Si así era, entonces la magia de las runas era la llave para acceder al poder del amuleto, y si el objeto que Fyodor buscaba era realmente el Viajero del Viento, entonces aquel antiguo artilugio se encontraba en algún lugar de la Antípoda Oscura. Si ella conseguía encontrarlo, tal vez podría adaptarlo para guardar su propia magia. Y ¿por qué no? Los poderes mágicos inherentes a los drows y la magia de la mayoría de los objetos que creaban se verían aumentados por las radiaciones características de la Antípoda Oscura. ¿No era aquello una especie de centro de magia?
Demasiadas condiciones. Tenían que darse demasiados supuestos, pero en su excitación Liriel no se dejó desanimar. Por primera vez, su sueño de viajar y explorar en las Tierras de la Luz parecía al alcance de su mano. Algunas drows —como esas sacerdotisas— podrían abandonar lo que era su herencia y abandonar a la Señora del Caos, pero ella no podía hacerlo. Amaba la salvaje belleza de la Antípoda Oscura, y aunque anhelaba correr aventuras en el mundo situado más allá, quería regresar a su hogar. Si pudiera encontrar ese amuleto y poner a prueba sus poderes, podría existir un modo para ella de salir a la superficie entera, fijando sus propias condiciones: silenciosa, imprevisible, misteriosa, poderosa, llena de magia, letal. Como una drow.
Llevaba por un impulso, la joven alargó los brazos y abrazó a la regia mujer.
—Tengo que marchar ahora, ¡pero no puedo expresaros lo que esta visita ha significado para mí!
Qilué contempló el rostro excitado de la muchacha y los brillantes ojos dorados durante unos momentos.
—El templo del Paseo —repitió con suavidad—. Recuerda ese nombre, por si algún día lo necesitas.
V
eloz y silenciosa, Liriel atravesó el bosque de vuelta a su portal mágico. Su huida sorprendió a una extraña criatura, una gran bestia de color pardo con enormes ojos marrones y un par de cuernos erizados de astas. El animal salió huyendo y se perdió entre los árboles. Por un instante Liriel se detuvo para observar a la grácil criatura. En cualquier otro momento, la habría seguido, tal vez para cazarla, o puede que sólo para averiguar más cosas sobre aquella extraña y fascinante bestia. Aquella noche, un trofeo más importante le esperaba.
Tenía cierta idea sobre el paradero del Viajero del Viento, y el tiempo de que disponía para localizarlo era escaso, así que penetró a toda prisa en la puerta que la devolvería a la Antípoda Oscura. El mágico vuelo fue veloz y breve, y la condujo cerca del lugar donde ella y el humano habían unido fuerzas para combatir a los murciélagos subterráneos.
Liriel retrocedió sobre sus pasos hasta la reluciente cueva donde había encontrado a Fyodor de Rashemen. Allí había un misterio, uno que debía resolver, y se agachó para examinar el cuerpo de una criatura que el humano había matado.
Incluso en la muerte, el animal resultaba impresionante. Las alas aplastadas medían más de dos metros, y los colmillos afilados como dagas que sobresalían de la boca entreabierta tenían como mínimo la misma longitud que sus dedos. Resultaba un milagro que el humano hubiera conseguido matar a una criatura así, pero aún más extraño que los gigantescos murciélagos hubieran atacado, pues, aunque eran sumamente peligrosos, los dragazhar eran criaturas muy inteligentes que raras veces atacaban nada que fuera mayor y más amenazador que una rata. Algo debía haberlos envalentonado o había hecho que se sintieran amenazados, para obligarlos a alterar su comportamiento.
Agarrando el ala del dragazhar con ambas manos, tiró hasta hacer girar a la criatura sobre su lomo para examinar la parte inferior de su abdomen. Allí encontró la respuesta que buscaba. El abdomen y las patas del animal mostraban varios cortes largos y finos: las señales interpoladas de dos espadas gemelas. Tales heridas eran demasiado agudas, demasiado precisas, para haber sido infligidas con la hoja embotada del humano; había sido acero drow el que había marcado al dragazhar.
Examinó los cuerpos de los otros tres murciélagos muertos y encontró marcas parecidas, incluidos reveladores dardos envenenados disparados por una ballesta drow. Lo más probable era que esos murciélagos se hubieran tropezado con Fyodor en su huida de otro combate de mayor envergadura, y tras habérselas visto con una banda de luchadores drows, un humano solitario debió de parecerles una presa fácil.
Aquel descubrimiento apoyaba una de sus sospechas: en persecución del amuleto, Fyodor había seguido a una banda de drows a la Antípoda Oscura. Liriel ni siquiera podía imaginar lo que el hombre planeaba hacer cuando los hubiera atrapado, pues aunque luchaba bien, ¡no era más que un hombre solo contra los luchadores más mortíferos de aquellos reinos de las profundidades!
No se le ocurrió a la joven preguntarse lo que ella misma podría hacer sola contra una banda de luchadores drows. Al fin y al cabo, era una princesa Baenre y una hechicera, y estaba decidida a encontrar el amuleto llamado Viajero del Viento costara lo que costase.
Registró el suelo rocoso hasta que halló una serie de gotas de sangre que conducían fuera de la caverna. Algunos de los murciélagos habían sobrevivido a la espada y el garrote de Fyodor, y uno de ellos había quedado lo bastante malherido para dejar un rastro. Puesto que los murciélagos subterráneos heridos invariablemente regresaban a su guarida, sospechó que su vuelo lo llevaría a desandar el camino que lo había conducido hasta aquella caverna. Liriel conjuró una esfera de fuego fatuo para seguir el rastro, y el nerviosismo apresuró sus pasos mientras rastreaba el camino en dirección al emplazamiento de la primera batalla.
El rastro de gotas de sangre finalizó en una enorme caverna oscura.
Allí no había ninguna luz, ninguna de las rocas o plantas fosforescentes que iluminaban lo que había dado en considerar la cueva de Fyodor. Pero Liriel pudo ver con suficiente claridad. Formaciones calóricas en el aire, en la roca, daban al lóbrego paisaje una precisión y unos matices que aquellos que sólo veían bajo la luz no podían ni imaginar. En la Antípoda Oscura, incluso la piedra más helada contenía algo de calor.
Y los cadáveres de dos varones drow, tan fríos como su pétrea tumba, desprendían el apagado resplandor azulado característico de la carne sin vida.
Liriel corrió hacia los elfos muertos y se dejó caer de rodillas para registrar los cuerpos. Sus esfuerzos dieron como fruto cierta cantidad de magníficos cuchillos y otros objetos, pero no el amuleto que buscaba.
Tragándose su decepción, la mujer se sentó sobre los talones y meditó la situación. Los varones habían sido plebeyos, y ninguno lucía insignia alguna que indicara una alianza con una de las casas nobles de Menzoberranzan. Iban bien armados, pero aun así resultaba curioso que sólo fueran dos. Liriel desafiaba a la Antípoda Oscura sola debido a la magia de que disponía, pero sólo hechiceros drows salían con tan escasa compañía. Aquellos varones carecían de libros de hechizos, bolsas de componentes extraños, varitas u otras armas mágicas; eran sin lugar a dudas luchadores bien adiestrados, probablemente ladrones, y nada más.
Los dos varones muertos habían recibido heridas asestadas por los colmillos y las zarpas de las alas de los dragazhars, pero ninguna de esas heridas era lo bastante profunda para resultar fatal; lo más probable era que aquellos drows hubieran muerto debido a heridas infligidas por las colas envenenadas de los murciélagos subterráneos.
Liriel se levantó y conjuró otra esfera de fuego fatuo. Sosteniéndola en alto, inspeccionó la caverna. Los cuerpos de una docena de dragazhars cubrían el lugar, dando fe de una larga y encarnizada lucha. ¿Era posible que aquellos dos drows hubieran luchado solos?
Pero no, había armas desperdigadas por el suelo de la caverna, más de las que aquellos dos cadáveres podrían haber empuñado. Dos excelentes espadas idénticas, finas y grabadas con runas, atrajeron la mirada de Liriel, que se agachó y pasó los dedos por una de las relucientes hojas. La magia vibraba en la espada como los latidos de un corazón. Eran armas de un valor inestimable, el orgullo del drow que las había empuñado, y abandonó la idea de que el luchador superviviente había huido, dejando atrás los cuerpos de sus dos camaradas. Ningún luchador elfo oscuro dejaría atrás tales armas a menos que ya no fuera a necesitarlas nunca más.
Unos pasos más allá de las armas abandonadas, Liriel descubrió una salpicadura de sangre fría y seca. Buscó durante unos minutos antes de encontrar el siguiente manchón, unos tres metros más allá, y de improviso supo lo que había sucedido.
Los murciélagos subterráneos acostumbraban a llevarse a sus presas de vuelta a la guarida para devorarlas con tranquilidad, en especial si se sentían amenazados. Una batalla contra drows podría clasificarse sin duda como amenaza, y Liriel se maravilló de que los dragazhars hubieran persistido durante tanto tiempo teniendo tantas cosas en contra; debían de haber necesitado la comida con urgencia. Resultaba curioso, sin embargo, que hubieran dejado atrás dos cuerpos.
Tras un momento de vacilación, Liriel volvió a seguir el sangriento rastro. La guarida de las criaturas debía de hallarse muy cerca, pues a pesar de lo grande que era un dragazhar, éstos no podían transportar muy lejos los cuerpos de drows adultos.
Como sospechaba, la cueva no se hallaba muy lejos. Su boca estaba situada en una zona alta de la pared rocosa del túnel, una abertura casi horizontal que parecía demasiado estrecha para permitir el paso de los murciélagos gigantes. Liriel dio un salto, se sujetó a la repisa y se izó para echar un vistazo.
Sólo unos cuantos dragazhars adultos estaban en el interior de la cueva, dormidos y colgando por las colas del techo de la caverna. También había muchas crías, tal vez unas cuarenta o más, y aquellos dragazhars pequeños resultaban bastante atractivos, con su bien acicalado pelaje negro como la noche y sus pequeños y gordezuelos cuerpos. Los pequeños dormían en una pulcra hilera, a todas luces saciados y satisfechos.
Liriel asintió mientras varias piezas del rompecabezas iban encajando. La necesidad de alimentar a tantas crías había obligado a aquellas criaturas a atacar a un grupo de drows, y habían dejado atrás a los dos elfos oscuros envenenados, probablemente debido a que los dragazhars pequeños no podían alimentarse de carne envenenada. A juzgar por el número de crías, la joven calculó que la cueva era el hogar de varias bandadas de dragazhars cazadores, al menos sesenta u ochenta adultos. Aquello era más que suficiente para destruir un pequeño grupo de luchadores drows.
Escudriñó con atención el techo bajo de la cueva. Pocos elfos oscuros se aventuraban al interior de tales lugares, pero los que lo hacían afirmaban que se trataba de auténticos almacenes de tesoros. Liriel tenía en mente un tesoro muy concreto.
La drow lanzó una cautelosa mirada a sus espaldas. El túnel estaba oscuro y silencioso hasta donde podía ver. Los murciélagos estaban fuera de casa, a excepción de las niñeras que habían dejado para ocuparse de los pequeños. La joven era consciente de que no tenía muchas posibilidades; pero jamás serían mejores.
Liriel se subió al saliente y, arrebujándose en su
piwafwi
, penetró despacio en la madriguera. El olor acre del guano de murciélago la envolvió y bendijo sus botas hechizadas, que le permitían andar sin el crujido que habría anunciado su intrusión. No había ido muy lejos cuando su pie golpeó algo blando, y entonces se agachó para ver mejor.
Era el cuerpo de un varón drow bastante alto, o lo que quedaba de él. La magnífica cota de malla había repelido los colmillos de los murciélagos de las profundidades y dejado el torso intacto, pero de las extremidades apenas quedaban más que los huesos. Otros dos cuerpos yacían a poca distancia, en no mejor estado que el primero.