La hija de la casa Baenre (26 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: La hija de la casa Baenre
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Así que ordenó al drow que se quitara uno de los brazales de cuero que protegían sus antebrazos. Este así lo hizo, y mientras extendía el brazo hacia ella, una sonrisa curiosa y ligeramente burlona asomó a sus labios. La joven le sujetó la muñeca y la oprimió con fuerza.

—¿Cómo te llamas, y qué es lo que encuentras tan divertido? —inquirió.

—Me llamo Gorlist. Yo destruyo a mis enemigos; no pierdo el tiempo colocando rastros falsos para que los sigan —declaró el drow con no poco orgullo; para dar más énfasis a sus palabras, apretó el puño, de modo que los músculos de su brazo se hincharon y ondularon de un modo imponente. La exhibición de fuerza obligó a Liriel a soltarlo con despectiva facilidad.

—Nada de rastros falsos —repitió ella con un deje de siniestro humor al tiempo que volvía a sujetar al luchador—. Es gracioso que hayas dicho eso, Gorlist.

Con un único y relampagueante movimiento, Liriel sacó un cuchillo y asestó una largo y profundo corte al brazo del otro. Los ojos de Gorlist se abrieron de par en par, incrédulos, mientras la sangre manaba de la herida. El luchador liberó violentamente el brazo de su mano.

—No la vendes; no intentes detener la hemorragia de ningún modo —le ordenó—. Deja un rastro en la superficie que incluso un idiota incapaz de detectar el espectro infrarrojo pueda seguir. Fíjate que no te insulto pidiéndote que dejes un rastro falso. Estoy segura de que la sangre auténtica es más de tu agrado.

—Pero ¡la pérdida de sangre! ¡Tal vez no sobreviviré para llegar a la Noche superior! —protestó él.

—Oh, deja dé gimotear. No tienes que desangrarte todo el camino hasta la superficie. Sólo marca el sendero hasta el túnel correcto, eso es todo lo que pido —dijo ella en tono impaciente.

La expresión ultrajada de Gorlist no desapareció. Al parecer, aquel varón no sabía cuál era su lugar; Liriel no tuvo ningún reparo en recordárselo. Con el dedo índice de su mano libre, siguió el borde del corte infligido.

—Si hubiera querido matarte, no te habría herido aquí —indicó, y usando la sangre del drow como tinta, trazó burlona otra línea sobre el brazo, pero ésta ligeramente lateral—. Te habría hecho el corte aquí.

Un cuchillo apareció de improviso en su ensangrentada mano y la joven lo presionó con fuerza sobre la línea que había dibujado. Sus ojos recibieron la enfurecida mirada del varón con una fría sonrisa y una expresión retadora.

—Y te estamos agradecidos por tu pericia —intervino Nisstyre, al tiempo que liberaba con suavidad la muñeca de su luchador de la mano de Liriel—. Tú, Gorlist, harás lo que se te ordena. Los tres, marchad a toda prisa hacia la superficie. ¿Y después de eso? —inquirió, dirigiendo la pregunta a la muchacha—. ¿Adonde deben ir?

La joven permaneció callada, no muy segura de cómo responder. Su única idea había sido dejar un rastro que saliera de la Antípoda Oscura, y no conocía ningún destino en la superficie que pudiera darles. Un momento: sí, claro que conocía uno.

—A Aguas Profundas —dijo tajante.

—Bien elegido. —Los finos labios del capitán comerciante se curvaron en una sonrisa—. Es un largo viaje, pero que pronto tendrán que hacer de todos modos. El Tesoro del Dragón tiene una base cerca de esa ciudad.

—¿En Puerto de la Calavera? —preguntó Liriel, considerando más probable que los comerciantes drows pudieran prosperar bajo tierra que en un baluarte humano.

—Para ser una noble de Menzoberranzan, sabes muchas cosas del ancho mundo —observó Nisstyre, y su sonrisa se hizo más amplia—. No me sorprendería que volviéramos a encontrarnos muy pronto, mi querida Liriel.

—No, a menos que planees inscribirte en Arach-Tinilith —respondió ésta, usando un tono de voz pensado para enfriar el destello demasiado descarado de los ojos negros del hechicero—. Estaré allí durante unos cuantos años.

—Es un desperdicio —repuso él con fervor.

—Eso es una blasfemia —replicó Liriel con indiferencia—. Pero puesto que no eres de Menzoberranzan, tal vez Lloth pasará por alto tus palabras. Bien, tal vez querrás que te enseñe el camino hasta la guarida de los dragazhars.

Nisstyre siguió a la muchacha hasta llegar al estrecho túnel que conducía a la cueva de los murciélagos subterráneos, mientras observaba la seguridad con que ésta se movía por el salvaje terreno, así como su total falta de temor a pesar de que eran sólo dos contra los peligros de la primitiva Antípoda Oscura. Quedaba muy claro que la joven era una aventurera aguerrida que sentía una gran atracción por lo desconocido. Sí, él podía atraer a aquella muchacha hacia la Noche superior, se aseguró Nisstyre muy satisfecho de sí mismo. Un empujoncito, un golpecito y ella sería completamente suya.

Y, por extensión, de Vhaeraun. En algunas cuestiones, incluso el dios de los ladrones debía quedar en segundo término.

12
Puente del Troll

F
yodor siguió el sendero del empinado túnel durante muchas horas, sin darse demasiada cuenta de cuánto tiempo transcurría. Cuando ya no pudo correr, anduvo, y descansó lo poco que se atrevió. Tras un tiempo —si muy largo o muy corto no lo sabía— la senda se niveló y terminó en una pequeña cueva.

La oscuridad era menos intensa y cuando Fyodor apagó la última de sus antorchas, descubrió que podía ver relativamente bien. Tras una rápida exploración halló la salida, una pequeña abertura un poco por encima de la altura de su cabeza y no mucho mayor que un agujero de tejón, que lo obligó a usar su espada para arrancar piedras y tierra. Cuando consideró que el hueco sería suficiente, se sujetó a los bordes y se izó. Despacio, penosamente, consiguió pasar los hombros por la abertura, y por fin pudo rodar al exterior, agotado pero jubiloso. Durante un buen rato se limitó a permanecer allí, respirando profundamente al tiempo que examinaba el entorno.

El suelo bajo su cuerpo era duro y pedregoso, y las paredes de un barranco se alzaban verticales a ambos lados. A juzgar por las piedras lisas y redondeadas que había a su alrededor, comprendió que aquello era un lecho seco de un río, y que algo o alguien debía haber desviado el cauce, ya que en aquella época del año el agua debería haber corrido veloz, aumentada por el deshielo. El aire era fresco, pero mucho más cálido que la última vez que había contemplado la luz del día. O bien había estado vagando por la oscuridad mucho más tiempo del que habría creído posible, o había salido a muchos kilómetros del bosque de Ashan y el portal mágico que lo había conducido a la Antípoda Oscura.

Fyodor alzó los ojos hacia lo alto. Una espesa maraña de árboles se unía sobre su cabeza, y a través de la espesa cortina verde vislumbró el tenue resplandor rosa y plata que anunciaba la salida del sol. Amanecía. Era la visión más hermosa que había visto jamás, y una que no había esperado volver a ver nunca. Gracias a la joven drow había encontrado el camino de regreso al sol y, por lo tanto, le debía la vida, no una vez, sino dos.

Se puso en pie y trepó por la inclinada orilla, en busca de algo que pudiera decirle dónde estaba. El bosque a su alrededor era espeso y oscuro, pero delante, en dirección oeste, el follaje que rodeaba el seco lecho del río quedaba reducido a una vegetación baja de zarzas y matorrales que acababan de echar hojas. Era primavera, y la estación estaba mucho más adelantada que en su nativa Rashemen.

El joven recorrió a toda prisa la orilla en dirección al linde del bosque. Una colina descendía ante él hacia un fértil valle. Había prados, ya floridos y exuberantes, y un enorme laberinto de matas de bayas espolvoreadas de blancas flores; pero lo que resultaba más alentador eran los campos de centeno que crecían más allá, pues las cosechas bien cuidadas indicaban la presencia de un pueblo no muy lejos.

El guerrero asintió satisfecho. No obstante su alegría al encontrar un modo de llegar a la superficie, estaba decidido a regresar a la Antípoda Oscura tan pronto como le fuera posible para encontrar el rastro de los ladrones drows. Incluso aunque el poblado no lo compusieran más que unas cuantas granjas, podría adquirir las provisiones que necesitaba para su viaje, pues las monedas de plata que había ganado durante su trabajo como aprendiz todavía colgaban pesadamente en su bolsa. Con largas e impacientes zancadas, marchó en busca del poblado.

No había andado mucho cuando oyó los atareados sonidos de martillos y sierras. Detrás de los campos de labranza se apiñaba un grupo de edificios rodeados por una sólida empalizada de madera. Fyodor corrió hacia el portón y golpeó con fuerza.

Se abrió una pequeña portezuela y un rostro severo adornado con unos bigotes grises lo miró con ferocidad.

—¿Quién eres y qué es lo que quieres? —exigió saber el hombre con frialdad.

—Soy un simple viajero que busca adquirir provisiones —respondió Fyodor.

—¡Humm! Demasiado temprano para eso —refunfuñó el centinela, pero contempló al joven con una expresión un poco menos gélida.

Fyodor miró a su espalda, en dirección al este. El sol había aparecido por encima de las arboladas colinas y brillaba sobre los campos de grano proyectando largos rayos oblicuos.

—Es pronto —reconoció—, pero puedo oír que tu pueblo está ya inmerso en sus tareas.

—Prepararnos para la feria de primavera, eso es lo que hacemos —manifestó el guardián—. El río ha descendido una pizca y los comerciantes lo cruzarán un día de éstos. ¿De dónde dijiste que procedes?

—Mi tierra natal es Rashemen.

—He oído hablar de ella —repuso el otro, y sus ojos se entrecerraron reflexivos—. ¿Eres uno de sus
bersérkers
?

Por un instante, Fyodor no estuvo muy seguro de cuál era la mejor respuesta. Mucha gente temía a los guerreros de Rashemen, por lo que podían muy bien negarle la entrada a su pueblo, y él necesitaba desesperadamente provisiones y no podía permitirse perder aquella oportunidad. Por otra parte, tenía por costumbre decir la verdad.

—Lo soy, señor, pero lucho sólo cuando debo hacerlo.

—Ah. Bien pues, a lo mejor los aldeanos pueden venderte lo que necesitas.

La puerta de madera se abrió a un lado y Fyodor contempló perplejo el extraño pueblo situado tras ella. Reses y cabras estaban encerradas en pequeños recintos, masticando seco forraje invernal a pesar del abundante pasto de los prados situados fuera de los muros del poblado, y las casas que bordeaban la calle eran fuertes y resistentes estructuras de madera y piedra que carecían del confort hogareño de las construcciones rashemitas. No había postigos pintados, ni macizos de hierbas y flores amorosamente cuidados que alegraran los edificios; tampoco había cigüeñas en los tejados, que no estaban construidos de paja primorosamente entretejida sino de dura y oscura pizarra. No existía ni un toque de color, ni un ápice de belleza. Todo era madera y piedra desnudas. La población recordó a Fyodor un bosque en pleno invierno.

Sus habitantes no resultaban menos lúgubres. No se veían grupos de aldeanos en los patios, compartiendo tazones de humeante
kvas
junto con los cotilleos matutinos; por el contrario, hombres y mujeres corrían de un lado a otro, ocupándose de sus asuntos y hablando entre sí únicamente con frases ásperas y sucintas, cuando se molestaban en dirigirse la palabra. Docenas de aldeanos estaban atareados en apuntalar los muros de la empalizada, remachando travesaños y calafateando cualquier estrecha rendija con espesa arcilla roja. Otros construían hileras de tenderetes de madera a ambos lados de la calle principal, y el estrépito de sus martilleos inundaba el aire de la mañana. Mientras unos cuantos más exponían mercancías de su propiedad para venderlas: mantas de lana y madejas de hilo sin teñir, sencillos cacharros de barro, pescado y caza desecados, quesos de bola, tarros de miel y barricas de aguamiel. Aquellas actividades eran claramente las de un pueblo preparándose para un mercado de primavera, pero no se veía nada de la gozosa expectación que habría marcado tales preparativos en Rashemen. La atmósfera que se respiraba allí habría sido más apropiada en un pueblo asediado.

—¿Dónde está este lugar y cómo se llama? —preguntó Fyodor, curioso—. Discúlpame, pero he vagado mucho y me he desorientado.

—El pueblo se llamaba Puente del Troll —contestó el otro, dirigiéndole una aguda mirada—, y está a medio día de camino de ninguna parte en todas direcciones. Rutas comerciales y ríos por todas partes, y nosotros enterrados justo en el centro de todo ello, como el picor al que no puedes llegar porque está justo en el centro de la espalda —refunfuñó.

—¿Rutas comerciales?

—Al norte de donde estamos se halla la calzada de los Páramos Eternos, la carretera que lleva de Triverrón a Luna Plateada. Justo detrás está el río Dessarin. El vado del Caballo Muerto cruza por encima del sendero del vado de Hierro, que conduce al pabellón de caza Trompas Resonantes. ¿Por dónde viniste tú?

—Por el bosque.

Era la mejor respuesta que Fyodor podía dar, y al parecer fue correcta, pues las cejas del hombre se enarcaron y éste asintió visiblemente impresionado.

—No hay muchos hombres que puedan viajar a través del bosque Elevado. Creía que las historias sobre los
bersérkers
eran más bien increíbles, pero para salir con vida de ese lugar hace falta más de lo que tienen muchos hombres. Y no me sorprende que te sientas algo confundido. Un hombre puede vagar toda su vida por ese bosque y no hallar jamás la salida.

Aunque los nombres de las calzadas y ríos no significaban nada para él, Fyodor había oído hablar del bosque Elevado. Era una espesa y mágica zona boscosa, increíblemente antigua y extensa, y se hallaba a muchos cientos de kilómetros de su país. Esa información resultaba asombrosa, pero la aceptó como lo hacía con la mayoría de cosas: con una tranquilidad fatalista y la mirada puesta en lo que debía hacerse.

—Te agradecería que me informaras de dónde puedo comprar provisiones —dijo.

El guardián frunció los labios pensativo mientras contemplaba con fijeza la pesada espada del joven.

—Pasarán tres, puede que cuatro días, antes de que la caravana llegue —respondió con tranquilidad—. Tal vez podrías quedarte hasta entonces. Tenemos trabajo por hacer, si te interesa comprometerte a trabajar para nosotros durante unos días.

Fyodor estuvo a punto de preguntar por qué creía aquel hombre que él podría ser necesario, pues la población trabajaba a un ritmo frenético; a esa velocidad, los tenderetes estarían terminados al mediodía. Y ¿por qué, bien mirado, se le tendría que requerir que firmara comprometiéndose a permanecer allí durante el tiempo estipulado? ¿No era la palabra de un hombre garantía suficiente para aquellos sombríos aldeanos?

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